La superficie
Tendemos a no prestar demasiada atención a la superficie, al fin y al cabo no parece sino el escenario de nuestros males, solo la oscuridad de la mina que ahora podemos al menos imaginar, nos recuerda momentáneamente su importancia. A Dorothy le pasaba algo parecido cuando se veía de pronto en un lugar que no era Kansas y por lo tanto muy lejos de casa.
Recientemente, viendo la fotografía de la "Cápsula de Dahibusch", ese cohete ideado en 1955 para alcanzar lo más profundo y devolver a los mineros sepultados a la superficie, volví a ser consciente del tamaño de un sueño que tal vez por el efecto erosivo de la costumbre va perdiendo sus perfiles hasta ser confundido con una poco romántica realidad. Así, la superficie a la que todo minero aspira a llegar al final de cada jornada sano y salvo se convierte en una utopía y en la única esperanza tras un derrumbamiento. La cápsula parece ahora una nave destinada a una meta más deslumbrante y deseable aún que las estrellas; el suelo que pisamos.
"En cualquiera de las crisis, volvemos la vista a la tierra firme con nostalgia"
De igual manera, la vida sin más, que antes nos parecía poca cosa, se nos ofrece, al revisar su valor desde lo más oscuro, revestida de su verdadera importancia.
El sueño de lo normal no se recuerda sino ante un monstruo que nos desplace de la superficie y así en el dolor, en la ruina, en cualquiera de las crisis del bolsillo o el alma, volvemos la vista a la tierra firme con nostalgia, y según sea poco o menos el aire que nos resta en nuestro encierro con ansiedad y desesperación aunque también con fe y esperanza.
La normalidad, el lugar del que disfrutábamos sin darnos ni cuenta hasta un segundo antes de la visita puntual de la desgracia, se convierte tras esta en la cima de nuestras aspiraciones y eso nos permite por un instante dudar no solo de nuestras verdaderas capacidades sino también de la solidez o el brillo de nuestras anteriores ambiciones. De pronto nuestros deseos trazan un círculo hasta conformarse con alcanzar la normalidad como máxima meta, de la misma manera en que Dorothy, al final de sus fantásticas aventuras agitadas por el huracán de sus sueños, cerraba los ojos de nuevo y bien fuerte para soñar por fin su regreso a casa.
En la literatura de fantasmas, los espíritus errantes anhelan algo que nosotros consideramos con frecuencia un castigo o la razón primera y última de todos nuestros desvelos: la vida real. Lo que los fantasmas desean por encima de cualquier otro premio es regresar a la superficie, volver al pasar de las horas, al vulgar contacto con las cosas, a ese día repetido y monótono que con tanta frecuencia despreciamos. Cualquiera que haya sentido alguna vez el miedo a no poder volver nunca al lugar y al estado previo a la catástrofe conoce esa añoranza y sabe que bajo la tierra, en el exilio, la enfermedad, o sepultado bajo cualquiera de las otras miserables experiencias que el destino tiende a diseñar, la normalidad se ve tan lejana como la cumbre de la montaña más alta y tan hermosa como el palacio mejor provisto de riquezas que se pudiera imaginar.
A veces y con frecuencia, nuestro sueño más noble, nuestra ambición más grande no es la luna, ni el cielo, ni las estrellas, sino ese lugar en el que precisamente algunos estamos ahora todavía sin ser capaces de apreciar su valor.
Esta vieja, aburrida y sólida superficie.
A la nueva cápsula construida para el rescate de los mineros chilenos la han bautizado con el muy apropiado nombre de "Fénix". El destino de su viaje no es otro que la luz del día y el aire que los demás respiramos. Para ordenar el salvamento han separado a los mineros de San José en tres grupos; "hábiles", "débiles" y "fuertes". Tres categorías en las que fácilmente podríamos distribuirnos todos los que seguimos aquí arriba. El hecho de que precisamente a los fuertes se les pida la generosidad de salir los últimos es una bella metáfora de la condición humana.
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