Esos sabrosos roedores
En el pueblo no se pasaba hambre, había necesidad. Allí, cuando Afrodisio era un niño, se tomaba cocido a mediodía y sopa por la noche. También comían repollo, huevos y ratas.
-Lo mejor eran los muslitos. Muy jugosos. Eran un manjar las ratas-, recuerda este campesino jubilado.
El símbolo de la miseria de Castilla en la obra de Miguel Delibes tenía la carne suave y mejor gusto que el conejo, según cuentan los castellanos del siglo pasado. Es cierto que fueron pobres y que se deslomaron en el campo, pero no tenían ningún problema en comer ratas. En realidad, era uno de sus mayores gozos, algo mejor que levantarse en verano a la una de la mañana para ir a las tierras a recoger la mies a tientas, echarla en el carro y llevarla a las eras. Ya se lo decía Justito, el alcalde, al gerifalte provincial en Las ratas, la novela que publicó Delibes en 1962: "Son buenas, jefe. Fritas con una punta de vinagre son más finas que codornices".
"Ya no hay ni una puta rata. Esas solo se crían donde esté el agua cristalina. Si hay basura, si el agua está mala, no se crían"
"No estoy seguro de que Delibes las probara, me pega que no. Tenía mal estómago. Para comer era muy remilgado"
Castrillo-Tejeriego, donde nació Afrodisio de la Fuente Recio, es una aldea de unos 200 vecinos recogida en un valle de la meseta, 35 kilómetros al este de Valladolid, conectada a los pueblos de la redonda por una carretera provincial que circula entre montes suaves. Las casas, hechas de muros gruesos de adobe, ahora recebados de cemento, rodean una iglesia antigua a medio restaurar. A la entrada del pueblo hay un arroyo con poco caudal y un grupo de chopos altos; a la salida, un cerro agujereado por cuevas excavadas en la tierra hace décadas con pico y pala.
Si les aplicásemos la propiedad conmutativa a los elementos que componen Castrillo, tendríamos el mismo pueblo que dibujó Delibes para ilustrar la primera página de su novela, como ocurriría, tal vez, con otros pueblos que el escritor recorrió en los cincuenta con una libreta para anotar palabras y una escopeta para cazar perdices, o con una escopeta para cazar palabras y una libreta para anotar perdices.
-Corregüela...
-¡Bang!
-Chotacabras, gurriatos, avefrías...
-¡Bang! ¡Bang! ¡Bang!
El pueblo de Las ratas es un arquetipo que nace de los paseos del cazador y se define en la cabeza del escritor. Un producto del realismo poético de Delibes, que en este caso le sirvió para denunciar en un libro lo que no podía decir en la prensa, cuando era director de El Norte de Castilla. "No podía callar ante las condiciones de vida de mi región, donde el cereal tenía un precio muy bajo y la remolacha no se pagaba por su riqueza en azúcar, sino por su peso", explicó años más tarde el novelista. "Esto se traducía en una vida pobre para el campesino, en unos pueblos ruinosos y mal comunicados, sin agua, teléfono y, a menudo, sin electricidad".
Delibes hizo una campaña de información sobre las penurias rurales, pero el Gobierno de Franco la prohibió. La censura frustró al periodista y espoleó al escritor (o al cazador). "Entonces recordé a un tipo curioso que había conocido años atrás en los campos de Segovia. Se trataba de un hombre rústico que cazaba ratas entre las berreras de un arroyo y las vendía luego a los braceros que olivaban en los pinares".
Colocaba la mano derecha en el cieno del fondo adaptando la concavidad de la palma a las dimensiones de la hura; luego pinchaba con la izquierda y el brusco chapoteo de la rata al huir le advertía de su presencia. A poco sentía en la piel un cosquilleo y entonces cerraba de golpe su mano e izaba triunfante a la superficie la presa asida por el morro. Le bastaba un violento tirón del rabo para quebrarle el espinazo".
La diferencia entre la realidad y la literatura realista es una cuestión de estilo, como demuestra la comparación entre esta secuencia de Las ratas, en la que Delibes describe la técnica de caza del tío Ratero, un ser hermético y primitivo inventado por el novelista, y la definición de un paisano en su casa de Castrillo, usando los huecos del sofá del salón a modo de madriguera: "Por ejemplo, esto es una cueva. Con un mimbre, se pone así la mano", y hace la forma de un cazo. "Por aquí quinchas. Metes el mimbre y raca-raca-raca", continúa. "Entonces sale, pega aquí", se señala la palma de la mano... "¡Y traca! Cierras, le aprietas la cabeza y le tiras del rabo".
Pedro Escudero fue ratero hasta que las ratas desaparecieron del arroyo de Jaramiel, que pasa a pocos metros de las casas de Castrillo. "Ya no hay ni una puta rata", protesta. "Esas solo se crían donde esté el agua cristalina. Si hay basura, si está el agua mala, no se cría de eso". La canalización de aguas fecales del pueblo al arroyo contaminó el hogar de las ratas en el último cuarto de siglo. Hasta entonces se hacían las necesidades en el corral. Actualmente, los retretes del pueblo siguen conectados directamente con el riachuelo, sin depuradora de por medio.
Escudero es un hombre de 70 años con una bonita mata de pelo blanco. Le falta la mitad del dedo índice de la mano izquierda, que de niño le trepanó una máquina antigua de airear el grano. En el dorso tiene marcas de las mordeduras de los roedores, unas motas blancas alargadas que no dan tanta impresión como la explicación que ofrece el ratero sobre su mecanismo de ataque: "Como las cojas con un poco de miedo, te muerden fijo". E imita con la mano un movimiento vacilante: "¡Ya te ha mordido! Y hasta que no fija los dientes de arriba con los de abajo no suelta". Dice que una vez le mordió una rata cinco veces seguidas. "Antes de llegar a los dedos me mordía y se volvía a meter para dentro. Sabía álgebra la hijaputa".
Empezó a atrapar ratas con nueve años, cuando era un chiquillo, como el Nini, ese personaje mágico que creó Delibes en Las ratas. "Las vendíamos a peseta las grandes, y las pequeñas, a dos reales. De chicos trabajábamos yendo a la remolacha y no teníamos dinero para ir a ver a los comediantes que pasaban por el pueblo. Cuando acabábamos la faena, cogíamos ratas para poder comprar una entrada". Escudero, ostentoso como todo buen cazador, dice que cogió 72 en un día.
Las ratas de agua no son ratas de alcantarilla. "Son topillos de ribera", explica Jacinto Román, que hizo su tesis doctoral sobre este mamífero bajo la dirección de Miguel Delibes de Castro, el hijo mayor del escritor, jefe del departamento de biología de la conservación en la Estación Biológica de Doñana. Estos roedores de arroyo pesan cerca de 300 gramos y miden unos 20 centímetros. Tienen el rabo más corto que las ratas grises, la cabeza más chata, el cuerpo más ancho. Y dos afilados dientes incisivos.
Hoy son una especie protegida. Cazar una rata de agua es una infracción grave, según la Ley de Protección de Animales, y puede suponer una multa de 2.000 euros. Su desaparición progresiva empezó con las concentraciones parcelarias en los sesenta, que exigieron encauzar los arroyos hacia las grandes zonas de riego, encajándolos en surcos y destrozando la franja de vegetación de las orillas, por donde vivían las ratas y merodeaban los rateros.
Una nueva amenaza para las ratas son los visones americanos, una especie que España importó para hacer abrigos de señora y que se ha acabado infiltrando entre la fauna autóctona. Ocupa los mismos espacios que las ratas de agua, a las que devora.
Arvicola sapidus, que come hierba y tiene sabor. El nombre científico de la rata de agua revela sus cualidades culinarias. Jacinto Román sostiene que llevan miles de años en los pucheros de los españoles: "Se consumían en la edad de bronce. En unas excavaciones en Cantabria han aparecido huesos en los restos de comida".
Tomate, mucha cebolla, pimiento verde, pimiento rojo y una pizca de guindilla. Dos ratas por persona. Esta es la receta clásica en Castrillo-Tejeriego. "Y las ratas tienen que estar bien rehogadas", avisa Carmen Ortega, la esposa del ratero. La otra opción era tomarlas fritas, con un chorrito de vinagre, como las tomaban los vecinos del pueblo imaginario de Delibes.
En Valencia se hacía paella de ratas. También en Zamora se cocinaban con arroz, según el testimonio del director de cine Antonio Giménez-Rico, que tuvo ocasión de verlo cuando rodó, en 1998, la versión cinematográfica de Las ratas. "Fue en un pueblo de montaña donde nacía un río y aún había ratas. Los paisanos cazaron una docena e hicieron un arroz. Yo no las comí. Me daban asco". En el rodaje hubo escenas en las que el tío Ratero se zampaba unos roedores, pero Giménez-Rico le ahorró la experiencia genuina al actor: "No quería someterlo a la tortura de comerlos, por muy limpios y saludables que fueran. Utilicé conejos pequeños".
Y Delibes ¿comió ratas? Su hijo Miguel deja el misterio abierto para la historia de la literatura. "No estoy seguro de que las probara, me pega que no. Tenía mal estómago y tomaba pocas cosas. Para lo de comer era muy remilgado". Él, menos escrupuloso, sí las probó, siguiendo con obediencia la receta de su padre: fritas y con una punta de vinagre. Sólo se permitió una licencia, una lonchita de beicon en la barriga.
Los pioneros Una jornada de caza en Castrillo-Tejeriego en los años cuarenta. A la derecha del todo, el tío Caitano, el primer ratero que recuerdan los más viejos de la aldea. Los hijos continuaron la tarea del padre, y uno de ellos, el Ramirillo, enseñó a cazar a Pedro Escudero, protagonista de este reportaje. el pueblo arquetipo. Sobre estas líneas, un dibujo de Miguel Delibes extraído de la novela 'Las ratas'. Era un pueblo salido de la brillante creatividad del escritor, pero basado en la realidad de Castilla. Arriba, Castrillo-Tejeriego, en los años sesenta y en la actualidad, aldea donde se cazaban y comían ratas. EL ADIós de las ratas. . Las concentraciones parcelarias de los sesenta, que encauzaron los arroyos, destrozaron la vegetación de las orillas, donde vivían los roedores y merodeaban los rateros. el ratero. . A la derecha,
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.