De paseo por Londres con Boris
Al observar Hackney, una de las zonas más populosas al este de Londres, convertida en foco de atención de la televisión por las revueltas, no puedo evitar pensar que allí se encuentran varios de los sitios que considero más atractivos de la ciudad en este momento. Su cercanía a la City, el corazón financiero, la hace estar poblada de personas que igual visten con la uniformidad del empleado de Bolsa como con la acumulación de objetos del consumista o el disparate creativo de la ex tribu urbana. Shoreditch High Street es una de las fuentes de inspiración de la moda callejera en este momento. Y en mi opinión ofrece varios establecimientos desde los cuales atajar este fenómeno.
El Pizza East, un amplio local ubicado en la entreplanta del histórico edificio de la compañía de té del este de Londres, sirve para comer y observar esa frenética, vibrante actividad. Unas cuadras más arriba, el George and Dragon, el pub con más historia, mejor música y una "familia" de habituales que han recorrido los ochenta y noventa con verdadera vocación de supervivientes. Un bar que ejerce las funciones de atalaya desde la cual distinguir las abismales diferencias entre Hackney y la City de los millones evaporados. Hackney ha sido calificada de Principado por alguno de sus vecinos, el epicentro de una "movida londinense" que tiene protagonistas de múltiples nacionalidades y oficios, y que, fiel a la tradición explosiva y multicultural de la ciudad, mezcla moda con música, cine, literatura, filosofía y gastronomía. "En Londres, tengas o no talento, estás obligado a creer que tienes alguno. Creértelo es lo que te hace salir a la calle y convertirlo en la energía que expulsa la ciudad", explica, a manera de credo, uno de los personajes de Dos monstruos juntos, la novela que acabo de escribir en esta ciudad.
"Londres, al contrario que Nueva York, no te somete bajo rascacielos"
"Decir que en Londres se come fatal es una gran mentira sobre la ciudad"
"Londres es la capital de las compras. Los países petrolíferos aman Harrods"
Londres es, más que una gran ciudad, un inmenso vampiro. Sobrevolando por debajo de los helicópteros, nadando al fondo del Támesis, vigilando el paso de sus víctimas, que no pueden evitar quererla, como les sucede a Patricia y Alfredo, la pareja protagonista de Dos monstruos juntos. Puede ser porque, tanto como vampiro o ciudad, es bastante anciana. Los romanos ya la consideraron importante para su Imperio. Incendiada muchas veces, rehecha, protagonista, vieja gloria, ave fénix, caldo de cultivo de las tendencias más importantes del siglo pasado y futura anfitriona de unos Juegos Olímpicos; pese a todo esto, tiene una cualidad especial: su naturaleza es humana.
Porque, al contrario que Nueva York, no te somete, ni esclaviza debajo de inmensos rascacielos. En Londres, con o sin violencia, puedes pasear, adentrarte en parques públicos y muchos otros escondidos en los sitios más bulliciosos. La reina Isabel sostiene una microesfera natural en Saint James's Park, donde nadan sobre sus lagunas patos que vienen desde las Bahamas y también de Nueva Guinea. Más de una vez, los ánades se escapan de ese privilegiado lugar y aparecen volando, delante de las ventanas de los pisos, acompañando a cigüeñas y palomas. El otro protagonista de estos parques es el verde, posible gracias a la perenne lluvia de Gran Bretaña y que sus paisajistas han sabido explotar al punto de elevar el estilo de jardín inglés a la categoría de arte. El Chelsea Flower Festival es uno de los eventos más perseguidos de la primavera en esta ciudad. Es una especie de Arco de la jardinería, con premios, la reina visitando los elaboradísimos pabellones donde flores desconocidas, de nombres complicadísimos, se mezclan con hortensias gordísimas, calas blanquísimas, jacintos de imposible azul y penetrante aroma. Las masas que acuden al evento son las mismas que comentan extasiadas en el telediario el brote de un magnolio antes de que termine febrero, y aunque uno como latino no pueda evitar reírse de todo ello, cuando al día siguiente contemplas el citado árbol, piensas que los ingleses pueden ser fríos y distantes, pero entienden la naturaleza mejor que nosotros.
Londres me ha permitido recorrerla en bicicleta. Una amiga actriz de Barcelona, residente en la ciudad, me alertó de que "los peores enemigos son los propios ciclistas". Tenía razón. Para los afortunados que tienen empleo en estos tiempos difíciles, la bicicleta es un medio de transporte, y si eres un paseante a velocidad dominguera, te rebasan con una rabia justificada pero alarmante. Mis recorridos son muy variados. Disfruto mucho pedaleando por Chelsea y encontrándome con la casa donde Bram Stoker escribió Drácula, justo enfrente del Royal Hospital, en cuya entrada yace uno de los cementerios más viejos de la ciudad. Antes de llegar al doctor, te recibe el camposanto. Macabro, pero muy inglés. En la vecindad está Tite Street, que albergó la casa desde la cual Oscar Wilde salió condenado por su homosexualidad. El Londres de las placas azules, que son las que indican las personalidades que han habitado esas viviendas, es maravilloso. En la débil frontera que delimita Belgravia de Chelsea, las placas azules son maravillosas manchas de pedigrí. Vivien Leigh tenía su casa a un paso de la de Noel Coward, y, en efecto, la correspondencia entre ambos narra perfectamente la larga y complicada relación de vecinos, socios y egos que compartieron. Mozart escribió una de sus primeras sinfonías en lo que ahora se llama Mozart Place, tan solo unas cuadras debajo del número que alojó a Vita Sackville West y su vital salón literario.
Todo el mundo tiene un Londres y casi todo el mundo se queja de su clima, lo cual es una tontería, porque en Londres hay tantos climas como horas tiene el día. Mi teoría es que la ciudad se ha hecho de varios lugares comunes para defender su idiosincrasia. El más recurrente es que se come fatal, una de las grandes mentiras del mundo moderno. En los últimos años se ha desarrollado una corriente de rescate de la comida tradicional inglesa que ha contribuido mucho a que la gastronomía sea una de las nuevas industrias del momento. Algunas de las figuras de ese renacer son celebridades en el panorama británico, como Jamie Oliver y el omnipresente Gordon Ramsay. El auge de este tipo de cocina ha permitido que la ciudad se pueble de restaurantes que o bien son imponentes y acumuladores de estrellas tanto de calidad como de carne y hueso, que es el caso de The Wolseley y Scott's, en Picadilly y Mount Street, respectivamente, o bien son experimentos sofisticados como los Hakkasam, tanto el de Soho como el de Mayfair; el Hunan en Pimlico, donde van apareciendo deliciosas "oriental tapas". Están también los gastropubs que ofrecen ciervo y cualquier animal con cuernos; Roka, el japonés que adoran los enloquecidos de las tabernas niponas, o Cambio de Tercio, el laboratorio de ideas hispanas que tenistas españoles como Feliciano López y Rafael Nadal convierten en casa cuando juegan en Queen's o Wimbledon.
Londres tiene sus refugios. Mucha gente visita los que se emplearon para protegerse de los bombardeos alemanes en la Segunda Guerra Mundial, otros encuentran jardines de remanso detrás del Covent Garden y algunos consideramos sus museos exactamente como templos de reposo y meditación. Me confieso un enamorado del Victoria & Albert porque me encanta su concepto de ser un centro de cultura para los súbditos de la época victoriana. Su famosa colección de monumentos reproducidos en escayola, donde están tanto el Pórtico de la Gloria como la Columna de Adriano, siempre me ha fascinado, porque fueron erigidos para enseñar a los ingleses las maravillas de ese mundo que siempre les resulta ajeno. En la actualidad, la institución ha renovado la cuarta planta para exhibir su impresionante colección de cerámica y porcelana, y que va, desde luego, de la antigua etrusca, pasando por la China más imperial, haciendo una escala considerable en Judea, Toledo y Valencia, y culminando en el delirio rococó de los alemanes, franceses y, por supuesto, ingleses. Nunca se es lo suficientemente gay, o afectado, si uno no se ha conmovido delante de un plato Sèvres o una figura Meissen.
Mis otros dos refugios son las Tate (la británica y la moderna) y el British Film Institute. Entre una y otra Tate puede hacerse un recorrido a través del Támesis. Sostengo que no se les hace suficiente justicia a los puentes del Támesis. Y a sus vistas. Por un lado tienes el esplendor de Westminster, un edificio que sirve desde el principio para alojar políticos y legislación, y con una de las arquitecturas más perfectas del gótico. Y la catedral de San Pablo, un poco pastiche de estilos y tendencias, a la que tengo especial afecto desde que la descubrí como telón de fondo de una película de Hitchcock que pocos recuerdan: El proceso Paradine. Mientras siga en el recorrido entre la Tate Britain y la Tate Modern, no deje de ver las estatuas escondidas en los bajos del puente de Blackfriars. Son divinas, pintadas con esos colores fuertes de las proas de los barcos ingleses, y llevan siglos asombrando a quienes las ven desde abajo. Cuando la marea desciende, que es a cada rato en este neurótico y siempre cambiante Támesis, al llegar a la Tate Modern, la maxicatedral del arte moderno, uno puede acercarse al lecho del río y observar su extraña irrealidad.
El British Film Institute es mi iglesia. Grandes clásicos del cine se recuperan, digitalizan y reestrenan en pantalla grande en este sitio. Hace dos años recuperaron Il Gatopardo, de Visconti. En 2011 han hecho lo mismo con El año pasado en Marienbad, el filme más monótono y estilístico del siglo pasado. Se puede ver todo Almodóvar, todo Disney, todo Bertolucci, Gilda o Jules y Jim en una misma tarde. Y cuando sales de ver esas maravillas, tienes enfrente Somerset House, convertido en escenario favorito de los videoclips de las herederas de Amy Winehouse. O el hotel Savoy, resplandeciente, con su restauración millonaria y todas las luces del mundo. Y debajo del hotel, uno de los secretos mejor guardados de Londres: Temple City, que es una ciudad amurallada levantada para alojar residencias, bibliotecas y oficinas de la Universidad de Londres. Si entras por Embankment, vas ascendiendo por un prodigio de viviendas y jardines hasta llegar a Fleet Street, a la que sales por una puertecita de madera que jamás imaginarías que resguarda este trozo de ciudad.
Ay, Londres, Londres, para mí es como cuando Nabokov arranca Lolita y describe la musicalidad del nombre. Uno de los sitios más bizarros para disfrutar mezclas es Madame Yoyo's, un antro de Soho construido en los cincuenta para albergar cabarés y tímidos strip-teases y que ahora es el local de rigor para bailar sin fin en la noche. Londres vuelve a poblarse de antros, The Box reúne a lo más extravagante del cabaré y los ricos acuden para excitarse ante lo escabroso. En una esquina del hotel Saint Martins Lane está Bungalow 8 y la imponente presencia de su creadora, Amy Sacco, que es como la reencarnación de Regine, esa mítica francesa que dominó el horario nocturno de la jet-set en varias capitales del mundo. Todas las ciudades importantes tenían un Regine's. Amy ha hecho lo mismo con su Bungalow 8, que deslumbró primero en Los Ángeles, luego ha sido el lugar para esperar siglos ante su puerta en Manhattan y ahora ha abierto en Londres. Es muy pequeño, seriamente elegante, y de repente aparece ella, altísima (puede medir un metro ochenta y cuatro sin tacones), rubia, generalmente vestida por Tom Ford (que es uno de sus mejores amigos) y hablando con esa voz ronca llena de afecto y la educación de una anfitriona al mando de una finca donde siempre hay algo que hacer. En una de las peores épocas para todo, Sacco ha sabido defender la necesidad de reunirse por si de verdad el mundo estalla y necesitamos salir a reconstruirlo con una resaca de campeonato.
En Londres siempre se descubre algo, como Paddington Quay, detrás de la estación del mismo nombre y donde se levantan edificios de nuevo cuño, pero también moran esas barcazas que pueblan los canales de la ciudad, por donde avanzó la revolución industrial. A sus orillas se levantaron zonas residenciales como Regent's Park, Maida Vale y Little Venice. ¿Por qué no seguir hacia Oxford Street, el maremágnum total, y entrar en Selfridges? Londres es la gran capital de las compras. Todos los países petrolíferos se pirran por Harrods; los escaparates de Harvey Nichols imponen tendencias, pero Selfridges es la gran meca.
Todo es posible, incluso el sexo furtivo, que es lo que practican los protagonistas de mi novela, Dos monstruos juntos. Es la historia de una pareja de españoles, Alfredo y Patricia, que han tenido un gran éxito con un restaurante en Nueva York y deciden mudarse a Londres, precisamente el 15 de septiembre de 2008, el día que Lehman Brothers, el banco inversor, quebró y nadie pudo contener la debacle financiera que nos ha hecho ver crecer a los indignados, el terror de las primas de riesgo, las intervenciones de los bancos centrales. En la novela, igual que en la realidad, Londres poco a poco va generando un raro mantón protector, poblado por personajes complicados y atractivos, hambrientos de emociones, desequilibrados, temerosos de ver su mundo desvanecerse. La ciudad que odian y aman y que contiene las murallas donde crecen y apagan sus amores.
'Dos monstruos juntos', de Boris Izaguirre (Planeta), está a la venta en España desde el 13 de septiembre.
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