Un país sin viejos
En los bajorrelieves de los templos de Angkor danzan miles de bailarinas apenas cubiertas con un sucinto sarong de cintura para abajo. A medida que el imperio jemer, que estableció su centro entre el Mekong y el lago Tonlé Sap, fue creciendo en influencia y poder entre los siglos IX y XIV, las caderas de las apsaras se fueron haciendo más redondas; sus cinturas, más estrechas; sus pechos, más llenos. Cuanto más rico el imperio, más voluptuosas; algo así como un paraíso playboy del hinduismo esculpido en piedra. En algunos retablos, estas bailarinas se transmutaban en diosas, devatis igualmente rotundas, pero más ricamente enjoyadas y peinadas. Comparten los muros con tigres, elefantes, serpientes y guerreros, muchos guerreros, que dan testimonio de las batallas épicas hinduistas entre dioses y demonios.
Los jemeres rojos dejaron huérfano al país de un entramado social que debe reconstruirse
desnutrición, torturas y asesinatos acabaron con la vida de casi dos millones de Camboyanos
La foto fija de camboya no puede predecir si seguirá corriendo para dejar atrás su pasado
La educación es otra asignatura pendiente. El futuro del país se detendrá sin ella
Se diría que Camboya, heredera tan digna como empobrecida del esplendor jemer, ha quedado condenada desde entonces a repetir la brutal batalla entre dioses y demonios, entre el bien y el mal, sujeta a los designios de reyes, Gobiernos títeres, genocidas, golpistas, potencias coloniales y vecinos hostiles. Y sólo hace 20 años que Camboya empieza a vencer la batalla contra sus peores diablos.
Phnom Penh es el paradigma del cambio en Camboya. Hay que tener muy buena voluntad para leer entre líneas y entender por qué alguien la bautizó como la perla de Asia: los edificios coloniales que fueron el orgullo de la ciudad se caen a pedazos, y las inyecciones de dinero fresco que desde hace una década están entrando en el país se destinan a levantar nuevos edificios acristalados más que a restaurar las viejas y decadentes glorias. Los adosados, pisos nuevos y urbanizaciones crecen como setas en los alrededores de la ciudad. Y los jóvenes más pudientes ?como los jóvenes de cualquier otra ciudad del mundo? acuden atraídos como moscas al panal de los nuevos centros comerciales, donde pueden patinar, consumir fast food, ir al cine o perderse en alguna de las múltiples tiendas de atmósfera helada que consigue un potente aire acondicionado. Quienes no tienen rieles o dólares que gastar recurren a un clásico del entretenimiento: acercarse a la confluencia del Mekong y el Tonlé Sap, donde se erige la ciudad. Las obras para dotarla de un gran paseo junto a la orilla son un engorro, pero no impiden pasear a las familias, acucarse a las parejas o jugar a los niños, entre vendedores ambulantes y monjes budistas. Apenas hay ancianos en Camboya, así que los pocos que disfrutan del aire menos ardiente de la tarde se convierten en una rareza.
Para entender por qué Camboya es un país sin viejos no hay que mirar muy atrás en su historia.
En Europa, el muro de Berlín todavía aguantaba en pie cuando en Camboya había comenzado a representarse el acto final de la guerra fría. En septiembre de 1989, los tanques soviéticos cargados de tropas vietnamitas abandonaban el país tras diez años de ocupación. Concluía así el pulso que China y la Unión Soviética habían sostenido en Indochina a través de sus respectivos protegidos, los jemeres rojos y del Gobierno de Ho Chi Minh, la primera guerra sostenida en el tiempo entre dos potencias comunistas. La intervención vietnamita de 1979 fue aplaudida en principio por un pueblo machacado que ansiaba liberarse del yugo impuesto por los jemeres rojos, pero acabó en una guerra abierta que dejó aún más exhausto al país.
Ven Vannavouth tenía once años cuando los jemeres rojos entraron en Phnom Penh en 1975 y empujaron a todos sus habitantes a emigrar al campo, dejando tras sí una ciudad fantasma. A ella, a su padre ?funcionario? y su hermano, de 13 años, les obligaron como al resto de sus compatriotas a cultivar arroz, un arroz que servía para comprar armas, pero que Pol Pot nunca utilizó para alimentar a su gente. La desnutrición severa, las enfermedades, las torturas y los asesinatos cometidos a lo largo de cinco largos años acabaron con la vida de casi dos millones de camboyanos.
?Hombres y mujeres estábamos en campos de trabajo separados, pero aun así me las apañaba para saber de ellos. Mi padre murió pronto: era un hombre de ciudad que no soportó la dureza del campo. A mi hermano lo asesinaron cuando protestó al recibir el cuenco de agua sucia con grasa que llamaban sopa, y que era nuestro único alimento. Nunca supe qué habían hecho con su cuerpo?, explica en los pasillos del pequeño pero impresionante Museo de Arte de Phnom Penh, rodeada de las sublimes piezas de la cultura jemer que no expoliaron los franceses. ?Nos trataban como esclavos, en nuestro propio país?, dice con amargura.
Antes de la llegada de los jemeres rojos y su obsesión por convertir en campesinos iletrados a toda la población, Vannavouth asistía a clase no muy lejos de allí, en el colegio Toul Svay Prey, que disfrutaba de cierto prestigio antes de convertirse en la prisión especial S-21. El lugar compite con los campos de la muerte ?The killing fields, popularizados por la película de Roland Joffé? por el título del sitio más siniestro del sureste asiático. Tuol Sleng es ahora el Museo del Genocidio y una parada obligatoria para todos los turistas que visitan la ciudad; los extranjeros pagan entrada por acceder a las instalaciones donde un cartel gráfico recuerda que está prohibido reírse. Nada invita a la risa en las aulas convertidas en celdas de tortura, en los cientos de fotos con los rostros de las víctimas ?los jemeres rojos eran excelentes documentalistas de su propio horror?, en la alberca del patio donde ahogaban a los presos, pero aun así se oyen risas en Tuol Sleng; una válvula de escape a la angustia que sigue flotando en el ambiente.
Kaing Guek Eav tenía 32 años cuando se hizo cargo de la escuela y la transformó en el centro de tortura S-21 como comandante de los victoriosos jemeres rojos. Bajo su mando se calcula que al menos 14.000 camboyanos fueron torturados allí antes de ser asesinados. Duch, el sobrenombre por el que se le conoce, es ahora un hombre de 66 años, contrito y de lágrima fácil, el primero de los cinco altos cargos del régimen de Pol Pot en comparecer ante un tribunal mixto por crímenes de guerra. Naciones Unidas, junto con los jueces locales, lleva a cabo una experiencia inédita para tratar de impartir justicia. En la sala, que ofrece a los periodistas señal en directo de televisión, hemos visto llorar a Duch y pedir perdón a las víctimas que narran los horrores y la brutalidad de la prisión. Claro que con la misma intensidad, Duch ha sido capaz de rebatir a algunos testigos que, a su juicio, faltaban a la verdad, como el del hombre que tenía ocho años cuando fue detenido junto a su madre, llevado a Tuol Sleng y que vive para contarlo por los pelos, porque justo en ese momento se produjo la invasión vietnamita que en febrero de 1979 puso pies en polvorosa a Duch y al resto del ejército jemer. ?Es imposible lo que cuenta?, rebate Duch: ?Yo mismo me aseguré de que ninguno de los niños que entraron en Tuol Sleng saliera con vida?.
Está previsto que la vista oral acabe este mismo otoño, y que la sentencia se conozca a principios de 2010. Demasiado tarde, dicen algunos. Mejor tarde que nunca, opinan otros. Un despilfarro, coinciden casi todos.
Las claves por las que un pueblo puede soportar el peso de una historia tan emponzoñada van más allá del puro instinto de supervivencia. En Camboya no es necesario hacer un ejercicio de memoria histórica, porque esta memoria está a flor de piel: cualquier camboyano de más de 40 años puede narrar su propia pesadilla, aunque sólo las víctimas lo hacen. Pero Camboya es un país de una juventud insultante. El autogenocidio cometido por los jemeres, la guerra antes, durante y después de Pol Pot y el exilio consiguiente redujo en casi dos millones el número de habitantes, de manera que hoy sólo un 3% de la población tiene más de 65 años. Los abuelos son una rareza en Camboya, mientras que más de la mitad de los 14 millones de camboyanos tiene menos de 21 años. El lastre del pasado se hace así más liviano, pero las nuevas generaciones tienen que pagar su parte de la onerosa factura del pasado: el exterminio de las clases ilustradas compuestas por docentes, médicos o ingenieros, considerados elementos subversivos por los jemeres rojos, dejó al país huérfano de un entramado social que se está reconstruyendo casi desde cero.
Es el caso del sistema educativo, que en los años cincuenta y sesenta comenzó a extenderse con un modelo propio, alejado del elitista sistema francés y que consiguió, con el rey Sihanouk, un aceptable nivel de excelencia. El régimen de los jemeres rojos lo dinamitó: acabó con las escuelas, las universidades, los libros de texto y con todos los maestros que no consiguieron escapar. Ahora, la falta de cualificación de los docentes y el bajo salario que reciben, y que completan pidiendo dinero a los escolares, es una de las asignaturas pendientes del país. Mientras el sistema lucha por sobrevivir, surgen las escuelas privadas, financiadas por donantes y ONG, convencidas de que el prometedor futuro de Camboya se detendrá en seco si las nuevas generaciones no aprenden algo más que a leer y escribir. La tasa de estudiantes universitarios en Camboya es de apenas un 2%, comparada con el 20% de media de los países vecinos de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (ASEAN).
A sus 77 años, Hoa Mai Nguon está obsesionada con la educación de las niñas camboyanas. Como parte de esa generación casi desaparecida, con la determinación de quien se sabe una superviviente, cree que la reconstrucción del país pasa por las mujeres. ?Fuimos siempre las grandes olvidadas del sistema educativo, y aún hoy, en las familias más pobres, las chicas son las primeras en abandonar los estudios en detrimento de sus hermanos?. Nguon es vicepresidenta de Escuela para Todas, el proyecto impulsado por la revista Marie Claire que, de momento, ya ha conseguido levantar Happy Chandara, una escuela impoluta para niñas de familias sin recursos, a 17 kilómetros de Phnom Penh, con un objetivo declarado. ?Tenemos que conseguir que un porcentaje importante de estas niñas, las que mejores capacidades tengan, sigan estudiando. Será la única forma de que puedan imbricarse en el futuro de su país y ser un motor de crecimiento?, explica Nguon. Las crías de Happy Chandara desayunan, juegan, aprenden, estudian y ríen en un entorno muy distinto al de las chabolas a las que luego regresan, y parecen felices, si no plenamente conscientes, de que podrían ser la primera generación de camboyanas a las que la educación les salve de la miseria.
Aunque Camboya sigue siendo un país pobre ?un 36% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza?, también es cierto que ha compartido con sus vecinos más emergentes, Tailandia y Vietnam, la década dorada en la que la expansión y el crecimiento económico del sureste asiático parecían imparables. La industria textil, con su mano de obra poco cualificada, el turismo ?especialmente en Angkor?, la agricultura y el boom de la construcción han comenzado a transformar una economía que era casi de subsistencia. La crisis económica global ha frenado en seco ese crecimiento que difícilmente superará este año el 3%, de acuerdo con los organismos internacionales: muy lejos del 10% de media que Camboya llegó a conseguir en los últimos diez años. En este primer semestre, de acuerdo con The Economist Unit, las exportaciones de productos textiles se han reducido un 20%, lo que ha llevado a cerrar algunas de las fábricas que han proliferado en todo el país, y muy especialmente junto a la frontera vietnamita, bajo el rutilante nombre de Manhattan Special Economic Zone.
Todo ello implica una pérdida importante de puestos de trabajo que, según algunos cálculos, sólo en la industria textil, que emplea a 50.000 trabajadores, podría haber llegado al 17%, sin contar la economía sumergida que nutre el sector textil. Una situación que, para bien o para mal, no permite de manera fácil encontrar datos fidedignos sobre el auténtico alcance de la crisis.
Para tomar la temperatura real, conviene desviarse un poco del camino. Y a unos 15 kilómetros de Phnom Penh, ya en el campo, en un lugar discreto que no oculta lo que es, pero que tampoco se publicita demasiado ?para evitar problemas?, se encuentra un taller escuela de Acción para las Mujeres en una Situación Precaria (AFESIP). Cerca de sesenta jóvenes se afanan en las máquinas de coser y las clases de patronaje, corte y confección. Unos metros más abajo de la carretera, en un ambiente más festivo, otras tantas chicas aprenden los secretos del mejor estilismo: peluquería y maquillajes imposibles. La mitad de ellas peinan y maquillan; la otra mitad hacen de improvisadas clientas. Y un poco más allá, en un centro parecido, las mismas chicas hacen prácticas con clientes reales: gente humilde de la zona, campesinos o huérfanos que ni siquiera pueden pagarse un corte de pelo.
Todas son ex prostitutas, la mayoría analfabetas, casi todas portadoras del VIH, y todas han dado el paso de dejar la calle. AFESIP es la ONG de la camboyana Somaly Mam, que fue una de ellas antes de convertirse en símbolo de la lucha contra la esclavitud sexual, lo que le hizo merecedor del Premio Príncipe de Asturias en 1998.
En la casa de acogida de Tom Dy, las chicas aprenden a leer, matemáticas básicas y los rudimentos de una profesión que podrán ejercer en las fábricas o peluquerías o, si son de carácter ambicioso, a través de su propio negocio. Pero Sao Chhoeruth, coordinador nacional de AFESIP para Camboya, que tiene a su cargo esta y otras dos casas de acogida más, está preocupado. ?La industria textil ha estado absorbiendo a todas las jóvenes que iban saliendo de nuestros talleres, pero están cerrando tantas fábricas que ya no encuentran trabajo. Y sin una salida laboral, todo este esfuerzo para reintegrarlas en la sociedad es inútil?. Chhoeruth está tramando reconvertir su taller textil, pero no sabe bien hacia dónde encaminar los pasos.
El Gobierno de Hun Sen ?todo un personaje y uno de los últimos dinosaurios asiáticos en el poder? tiene otros planes. La agricultura sigue siendo el motor económico de Camboya. Los campos de arroz cosechado de la manera tradicional, con bueyes de agua y niños subidos a sus lomos conduciéndolos, proporcionan imágenes bucólicas para los turistas, pero resultan poco rentables. Sin embargo, estos campos de arroz se han convertido en objeto de deseo, y países como Kuwait, tan secos y desérticos como llenos de divisas, han posado su petromirada en la humilde y fértil tierra de los jemeres. El alza de los precios de los alimentos básicos, que puso de los nervios al planeta en 2007 y 2008, ha llevado a muchos países sin sector agrícola, pero con dinero y bocas que alimentar, a comprar grandes extensiones de terreno en África, América del Sur o el sureste asiático. En Camboya, el Gobierno de Hun Sen y el primer ministro kuwaití han estado intercambiando visitas oficiales que podrían desembocar en un acuerdo para que cerca de 50.000 hectáreas de terreno sean explotadas durante 99 años por el país situado en el golfo Pérsico. Kuwait se garantiza las lentejas y a cambio ofrece inversiones en carreteras, créditos para la construcción de pantanos que, a su vez, permitan centrales hidroeléctricas que, a su vez, permitan algo más que la agricultura primaria: un alivio tras cosechas como la actual, arruinada por la sequía que ha arrasado 40.000 hectáreas. La oposición camboyana sólo objeta que los términos exactos del acuerdo con Kuwait no son precisamente transparentes, una crítica más de las muchas que recoge un Gobierno acusado abiertamente de corrupción.
Human Rights Watch está denunciando un serio acoso del Gobierno a la libertad de expresión agravado por los últimos éxitos del primer ministro en los tribunales, donde se persigue por difamación a cualquier miembro de la oposición o la sociedad civil que denuncie prácticas ilegales. Su mayoría en el Parlamento le permite un buen margen de maniobra, como por ejemplo sacar adelante una ley sobre ONG que, escudada tras los riesgos del terrorismo, puede convertirse en un eficaz instrumento para acabar con todas aquellas organizaciones incómodas para el poder.
Algo que no puede permitirse un país que sigue siendo muy dependiente de la ayuda exterior y que sigue arrastrando lacras como la prostitución infantil, una de las mayores tasas de incidencia de sida de Asia o los devastadores efectos de las minas antipersonas que todavía alfombran la frontera con Tailandia. La foto fija no refleja hasta qué punto Camboya está avanzando y huyendo de sus peores demonios, ni es capaz de predecir si seguirá corriendo como hasta ahora para dejar atrás su pasado.
Es lo que hizo Hoa Mai Nguon cuando regresó a Phnom Penh en 1996 después de haber huido de los jemeres rojos con sus dos hijas en brazos y dejando atrás a sus padres y a su marido, farmacéutico como ella. ?Habían pasado casi 20 años sin noticias, pero tenía una mínima esperanza de averiguar qué había sido de ellos, quizá incluso de encontrar con vida a mi marido. No fue así, y me sentí como una muerta en vida caminando por las calles que había amado tanto, al ver mi antigua casa abandonada? Pensé en todos los seres queridos que habían sido torturados y asesinados, y supe que la fortuna me había señalado para seguir viviendo por alguna razón?.
El duelo había acabado, era la hora de volver y ponerse a trabajar. Y en Camboya aún queda mucho trabajo por hacer.
Un futuro por hacer. Sólo el 3% de la población de Camboya tiene más de 65 años. En la imagen, un parque público lleno de niños en el centro de Phnom Penh. enmascarar la miseria. Dos niños vagabundos juegan con unas máscaras en el camino de subida al templo Watphnom, rodeados por monos. tradición y cambios. Dos camboyanos rezan ante un monje a cambio de unas monedas. Abajo, el mercado central de Phnom Penh en reconstrucción. Un país en reconstrucción. A la izquierda, un monje habla por teléfono junto al templo de Watphnom. Arriba, un niño en el interior de su casa, y abajo, la plaza central de Phnom Penh con el palacio Real al fondo. ventanas de esperanza. En la escuela Happy Chandara, las niñas de familias sin recursos pueden jugar, ríen y aprenden.
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