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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Esas opiniones tan raudas

Javier Marías

Francamente, a mí me asombra -y me da muy mala espina- la inmediata seguridad con que la mayoría de nuestros opinadores profesionales, columnistas, tertulianos, analistas, "especialistas", se pronuncian ante cualquier acontecimiento que ocurra en el mundo. Aunque pille por total sorpresa, da la impresión de que ellos no sólo lo tuvieran previsto, sino que además le hubieran dedicado de antemano jornadas completas de reflexión. Hace poco, tras el terremoto y el tsunami del Japón y su afectación a la central nuclear de Fukushima, las televisiones, radios y diarios se llenaron al instante de supuestos expertos en todo ello, que hablaban con soltura del "reactor número 4, que es el peligroso", o del plutonio y el uranio, como si llevaran toda una vida estudiando sobre el asunto; y no sólo eso, sino que pontificaban con voz engolada o solemne sobre lo que debía hacerse con la energía nuclear, así en general, en el planeta entero. No hace falta decir que a casi todos se les notaba, al primer vistazo, que no tenían la menor idea de nada, que se habían apresurado a tomar cuatro datos de Wikipedia y otros cuatro de lo que iban publicando los periódicos más serios, y que con eso -santo cielo- se habían formado sin demora una opinión bien contundente. A la gran mayoría, qué quieren, se les nota a la legua que tan sólo son una pandilla de farsantes. Y cuanto más claras aseguran tener las cosas, más farsantes y cantamañanas parecen.

"No soy capaz de pronunciarme sobre lo sucedido con Bin Laden, y puede que no lo sea jamás"

Lo mismo ha sucedido con el asesinato, ejecución o simple apiolamiento de Bin Laden. Aquí no se trataba tanto de poseer conocimientos científicos cuanto de condenar o aplaudir la operación, en función de su carácter "ético", "legítimo" o "moral". No me parece un asunto fácil de dirimir. Se ha contado que el propio Presidente Obama dedicó dieciséis horas a meditar, antes de tomar su decisión, quizá imitando una vez más a su modelo el Presidente Bartlet, encarnado por el actor Martin Sheen en El ala oeste de la Casa Blanca, que de hecho dedicó mucho más tiempo -varios capítulos de esa magnífica serie- a dilucidar una cuestión semejante, a saber, si daba o no la orden de cargarse a un ministro de un país árabe, de cuyo apoyo y financiación de actos terroristas había plena constancia. A Bartlet le repugnaba obrar al margen de la ley, pero sabía que con la eliminación de aquel ministro estaría salvando muchas vidas de compatriotas. La serie mostraba la complejidad del dilema, y cuando Bartlet por fin daba la orden, lo hacía sin la menor certeza de estar siendo justo, violentándose a sí mismo y con la conciencia de que nunca estaría en paz con esa acción suya, de que siempre conviviría con ese peso y ese pesar. A nuestros tertulianos y analistas, a nuestros políticos y a no pocos ciudadanos que han expresado su veloz opinión en las redes sociales y en cartas a la prensa, no les ha llevado ni diez minutos ver la cuestión con meridiana claridad y pronunciarse al respecto, sea para aprobar o reprobar la operación llevada a cabo por los SEALs en Abbottabad.

No he visto a nadie decir: "No lo tengo claro"; o "He de reflexionar sobre ello, tal vez durante muchos días, y aun así es posible que no llegue a una conclusión"; o "El asunto es complejo, carezco de una opinión formada". No. Todo el mundo aquí la tiene, a los treinta segundos de enterarse de la noticia. Supongo que también la habrían tenido, de haber vivido entonces, sobre la tentativa de ¿asesinato? ¿ejecución extrajudicial? que llevaron a cabo unos cuantos oficiales alemanes contra Hitler en 1944, con Von Stauffenberg a la cabeza, y de la que supongo enterados a muchos lectores tras las películas de Pabst, Hathaway y más recientemente Tom Cruise (no recuerdo el director), que interpretó al propio Stauffenberg con su parche en el ojo. El ejército alemán de la época, como es lógico, consideró altos traidores a los conspiradores y los fusiló de inmediato. Hoy se los tiene por héroes, hasta en su propio país, como quizá se tendría por héroe a quien hubiera logrado cargarse a Franco durante su larguísima y sanguinaria dictadura. Aunque no faltaría gente que les reprochara, a ese "héroe" inexistente y a Stauffenberg, no haber llamado educadamente a las respectivas puertas de Franco y Hitler y, tras preguntar "¿Se puede?", no haber procedido a relevarlos del mando y arrestarlos, no sin leerles antes sus derechos cumplidamente. No sé. En 1998 cité de un libro extraordinario que hasta 2009 no ha podido leerse en español: Diario de un desesperado, de Friedrich Reck, un caballero prusiano, conservador y civilizado, que acabó muriendo en 1945 de un tiro en la nuca en el campo de concentración de Dachau. En 1936 contó cómo cuatro años antes había coincidido con Hitler en un restaurante muniqués, solo y sin sus acostumbrados guardaespaldas, pues éste ya era entonces una celebridad. Como las calles eran poco seguras, Reck llevaba siempre una pistola cargada. "En el restaurante casi desierto", dice el autor, "podría haberle disparado con facilidad. De haber tenido la menor idea del papel que esa inmundicia iba a desempeñar, y de los años de sufrimiento que iba a infligirnos, lo habría hecho sin pensarlo dos veces. Pero lo vi como a un personaje salido de una tira cómica, y así no le disparé". De su Diario se desprende que Reck no era mala persona ni un asesino, y aun así, tres años antes de que se iniciaran la Segunda Guerra Mundial y sus atrocidades, ya escribe: "Lo habría hecho sin pensarlo dos veces". Yo no soy hoy capaz de pronunciarme sobre lo sucedido con Bin Laden, de cuyos crímenes hay plena constancia, y puede que no lo sea jamás. Por eso me asombra tanto -y me da tan mala espina- que en España todo el mundo tenga tan clarísima su opinión, a favor o en contra, tanto da.

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