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Reportaje:

Tal como éramos

De la rigidez y academicismo de los primeros daguerrotipos de mediados del siglo XIX al retrato digital del siglo XXI, los fotógrafos han plasmado la memoria del último siglo y medio en España con sus cámaras. Un libro y una exposición la recogen ahora en un álbum irrepetible.

Cuando François Arago hacía público el invento del daguerrotipo, en enero de 1839, España se enfangaba en la fratricida extravagancia de las guerras carlistas. A pesar de los desastres bélicos, la población alcanzaba ya la cifra de 14,6 millones de habitantes, que se convertirían en 15,5 millones en el ecuador del siglo. Si no la aristocracia del talento, a la apergaminada nobleza española sucedió la nueva aristocracia del dinero, que sentó las bases de la incipiente industrialización del país. Pero no hay que olvidar que esta industrialización nacía impulsada por capital extranjero. No es nada extraño, pues, que los primeros pinitos de la fotografía en España tuviesen protagonistas extranjeros, con la excepción de un puñado de científicos liberales muy ligados a los ambientes intelectuales de Londres y París. Profesionales como Charles Clifford o Jean Laurent fueron los protagonistas de la historia de la fotografía española decimonónica, junto a una docena de excelentes profesionales españoles, como Martínez Sánchez o José Spreafico, que sólo comenzaron a trabajar en las vísperas de la revolución de 1868. Ellos fueron los creadores de esa imagen española del siglo XIX que late en las viejas y amarillentas fotografías que han conseguido conservarse a pesar de la incuria y de la ignorancia oficiales.

Tras largos años de lucha pertinaz entre la libertad y las cadenas, España inició el siglo XX atenazada por el trauma profundo de la pérdida de sus colonias. En el año 1898, más de un 60% de los casi diecinueve millones de españoles estaban aún uncidos a las cadenas del analfabetismo, otros tantos eran braceros sin tierra y tan sólo un 19% trabajaba en la industria, mientras que sólo un 1% de latifundistas poseía el 42% de la propiedad privada. La situación económica y cultural del país no dejó de manifestarse en las estructuras comerciales de nuestra fotografía, siempre vicaria de la industria extranjera. En 1905 se consumían 164.000 negativos de cristal anuales, que eran importados de las factorías europeas. Y no sólo se importaban los negativos, sino las cámaras y papeles, y consecuentemente los modos y las modas de trabajo, especialmente en el campo de la llamada fotografía artística, mayormente practicada por los fotógrafos amateurs, fuertemente influidos por las corrientes pictorialistas europeas. Pero la versión más netamente española del pictorialismo fue la que se desarrolló a partir de 1920, cuando ya se había producido su acabamiento en Europa y América.

Las desmesuras mitológicas y alegóricas en la fotografía dejaron paso a una temática renovada, que buscaba su raíz en el componente casticista, tan caro al regeneracionismo burgués de la época. Su figura más eminente fue José Ortiz-Echagüe, cuya obra, anclada estéticamente en Zurbarán y Zuloaga, buscaba recrear una España que, más que en sus pueblos incógnitos y menesterosos o en su conmovedora voluntad de superar los estragos de su historia, sólo existía en su alucinado prejuicio de una patria que él quería una, grande, mística y guerrera.

Contrastando con la pretenciosidad pictorialista y la estomagante artificiosidad de los retratistas a la moda, trabajaron decenas de modestos fotógrafos populares, como Luis Escobar, que sin la más mínima pretenciosidad supieron plasmar la imagen de las gentes en aquellos años ya remotos. Buena parte de los mejores retratos de entonces, de los más conmovedores y dignos de perpetuación y de memoria, fueron obra de aquellos sencillos profesionales y de los primeros reporteros, que, como Alfonso y Campúa, comenzaban a publicar sus imágenes en las emergentes revistas gráficas, como Blanco y Negro, Nuevo Mundo, Mundo Gráfico, Crónica y Estampa. En otros ámbitos de la creación fotográfica, y al amparo del renacimiento cultural que supuso la trémula esperanza republicana, se desarrolló una cierta vanguardia, que encontró un leve eco en España a través del trabajo de Catalá Pic, Nicolás de Lekuona y otros que se decantaron por una vertiente decididamente documental, como Joaquín Gomís y Aurelio Grasa.

El triunfo de las tropas rebeldes alzadas contra la República inauguró un régimen a medio camino entre el fascismo de manual y la dictadura militar y eclesiástica que predijera Azaña. Fueron años de represión, de penitencia y de terror. En el terreno de la cultura, las consecuencias fueron devastadoras: la mayoría de los escritores, artistas, músicos, científicos y fotógrafos debieron buscar amparo en el exilio; otros fueron encarcelados y depurados, o se vieron forzados a llevar una existencia semiclandestina. Por motivos obvios, la realidad de la España de la época no tuvo el más mínimo reflejo en el arte, la literatura ni, por supuesto, en la fotografía, que, alineada abiertamente en las corrientes neoclásicas del cuarentañismo, apestaba al formol de una vieja sentimentalidad castiza y zarzuelera. La España Una y Grande -ya que no Libre- volvía a recurrir al viejo academicismo pictorialista, frente a la imagen de postración e indigencia que ni los más conspicuos propagandistas del régimen podían ocultar. El pictorialismo de raíz patriotera representado por Ortiz-Echagüe constituía la tendencia más acorde con el espíritu triunfalista y mitificador de las nuevas autoridades y con la mugre moral y artística de la dictadura. Algo que no iba a variar hasta el final de la autarquía, en 1959.

En aquel páramo cultural no iba a resultar fácil para los fotógrafos acercarse a la fotografía abanderada por las vanguardias documentales de la posguerra. La realidad del país sólo llegó a ser reflejada por los fotógrafos populares, cuya humildad les preservó de los excesos retóricos de la época. Entre ellos hay que recordar a Virgilio Vieitez y Manuel Ferrol. Extramuros del anacronismo pictorialista comenzaron a trabajar fotógrafos como Catalá-Roca, cuya huella se dejó sentir en la brillante generación que le siguió, integrada por fotógrafos como Cualladó, Paco Gómez, Ramón Masats y Miserachs, reunidos alrededor del movimiento Afal, abanderado por Pérez Siquier y José María Artero.

En el tránsito hacia los años sesenta se inició un tímido deshielo político de la dictadura. El final de la autarquía provocada por el Plan de Estabilización de 1959 apenas influyó en la fotografía, pero supuso el final del pintoresquismo oficialista. Los años setenta fueron determinantes en la evolución de la fotografía española, con el trabajo de una brillante generación de fotógrafos de prensa profundamente comprometidos con la lucha por la democracia, que introdujeron un renovado y más moderno estilo de trabajo. Muchos de ellos se agruparon en torno a la agencia Cover, creada en 1979 por Aurora Fierro y Jordi Socías.

La muerte de Franco y el laborioso proceso de transición hacia la democracia tuvo efectos inmediatos en el campo de la cultura, aunque el arte comprometido del tardofranquismo iba a dejar paso a otro más complaciente y pretendidamente cosmopolita, lo cual no dejó de sentirse en la fotografía, seducida por la retórica de un vanguardismo pedáneo de los modelos canonizados por la crítica y el mercado internacional. De ahí el eclecticismo, la intertextualidad y otras coartadas posmodernas. Éstas han ido llevando a una creciente hibridación de técnicas y estilos, presente en la obra de pintores, autores de performances y fotógrafos que raramente aceptarían ser calificados como tales, que han acabado por convertir las cámaras en objetos perfectamente prescindibles. En otros ámbitos de la creación fotográfica, los años setenta y ochenta fueron testigos de una sólida generación de fotógrafos que frente a los autodenominados fotógrafos "creativos", partidarios de elaborar sus imágenes en el mezquino ámbito de sus estudios, consideran que su estudio es el ancho mundo, convirtiendo su trabajo en un espejo luminoso de la España de la transición. Esto comenzó a conocerse a partir de la publicación, en 1989, del espléndido trabajo de Cristina García Rodero España oculta.

Los años ochenta fueron también testigos de una vuelta a la fotografía de raíz intimista, caracterizada por su extraordinaria calidad formal y por su distanciamiento con la materia fotografiada: edificios y paisajes degradados, ámbitos desolados, objetos profanados por el olvido. Esta corriente se ha ido consolidando en los últimos años, que han sido testigos de trabajos extraordinarios, como el magistral Extraños (2002), de Castro Prieto. En el campo de la fotografía pura hay que mencionar a García-Alix, que ha creado una crónica fascinante de su tiempo y de sí mismo a través del retrato de los miembros de su generación más agraviados por el infortunio, que son dignificados por su mirada sabia, honesta y piadosa. Entre los fotógrafos conceptuales destaca la obra de Chema Madoz, creador de un universo propio hecho de sugerentes invenciones visuales, que son mostradas por la cámara sin la más mínima manipulación.

En el tránsito hacia los noventa se van consolidando algunas de las corrientes ya apuntadas en los años anteriores, aunque un renovado eclecticismo de raíz posmoderna ha acabado por definir un creciente mestizaje de técnicas y estilos, en consonancia con buena parte de la producción artística contemporánea, más atenta a las exigencias del mercado que a sus propias motivaciones creadoras. Pero, al margen de estas actitudes de desconfianza hacia la propia naturaleza del lenguaje fotográfico, buena parte de los fotógrafos españoles de más talento no se han resignado a renunciar a lo real.

Sus imágenes nos hablan de las cosas más humildes y cotidianas, desde los rostros, los ritos y las formas de vida y muerte del país, hasta el desgarro de la guerra, el exterminio o la soledad. Mi criterio a la hora de seleccionar las obras y los autores que componen esta exposición ha sido el de buscar aquellos que prestan más atención a la medida del hombre que al artificio de las cosas; fotógrafos que devuelven a la realidad una parte de lo que de ella toman, recordándonos que la fotografía no es sólo el resultado de una contemplación, sino una forma personal de mirar.

Así he ido construyendo, durante más de veinte años, esta historia social de la fotografía española, que quiere ser a la vez un testimonio visual y una crónica sentimental de más de un siglo y medio de la vida española. Algo que sólo puede hacerse recurriendo al trabajo de los fotógrafos que no sólo tratan de atrapar un testimonio en la edad eterna de sus imágenes, sino dejar en ellas la huella de su propia mirada, creando así este deslumbrante retablo gráfico que nos ayuda a evitar los estragos de la desmemoria y la desconsideración del olvido.

La exposición 'Memoria gráfica de España' se puede ver en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. El libro 'Historia de la fotografía en España' está editado por la editorial Lunwerg.

Cuatrillizos en un tándem de cuatro plazas. Hacia 1900. Colección de la Biblioteca Nacional.
Cuatrillizos en un tándem de cuatro plazas. Hacia 1900. Colección de la Biblioteca Nacional.PAU AUDOUARD

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