Veinte años después
Aquella noche del 9 de noviembre de 1989 cayó en Berlín una mera pieza de dominó. Luego fueron cayendo en cadena muchas piezas más, sin interrupción, hasta cambiar la faz del continente europeo. Y, en cierta manera, del planeta entero. Fue la primera en caer, pero no la causa última del hundimiento del mundo soviético. La corriente de fondo que condujo a la desaparición en una noche de aquel muro, que se había erigido también en poco más de una noche en 1961, 28 años antes, fue la previa quiebra del sistema soviético, erosionado por la ineficacia colosal de la economía de Estado, la esclerosis de su casta dirigente, el agotamiento de su ideología y su incapacidad para mantener la carrera armamentística en la recta final de la guerra fría.
Al mundo bipolar y congelado de la guerra fría iba a sucederle un nuevo mundo globalizado
Construido para impedir precisamente la fuga hacia el Oeste, fue la presión de quienes querían salir del país la que directamente lo derribó. El gesto de los alemanes tenía algo de premonitorio, tanto en la esfera europea como en la mundial. Al mundo bipolar y congelado de la guerra fría, que había garantizado la estabilidad del planeta, iba a sucederle un nuevo mundo globalizado, caracterizado por la desaparición de fronteras comerciales, económicas y financieras, el incremento de las comunicaciones y de las migraciones e incluso la aparición de una nueva división internacional del trabajo.
El muro había sido la clave de bóveda sobre la que se sostenía la aparentemente sólida arquitectura de la guerra fría. La capital del Reich hitleriano, dividida en 1945 entre las cuatro potencias vencedoras de la II Guerra Mundial, fue durante los 44 años de división de Europa y del mundo en dos bloques el punto de mayor tensión y lugar de confrontación entre los dos sistemas. No es extraño que fuera precisamente ahí, en este punto crucial de intersección de las fuerzas enfrentadas, donde se resolviera y terminara una etapa singular y difícil de la historia del mundo.
Aquel continente dividido y en buena parte ocupado militarmente es ahora un continente unificado donde se gozan los mayores niveles de libertad y de bienestar del mundo. La frontera que lo partía y le separaba del imperio soviético se ha desplazado hacia el Este y limita ahora con los restos del imperio ruso, donde no ha menguado la idea de un poder expansivo y con derecho de vigilancia sobre el continente. Esto se produce ahora gracias a las necesidades energéticas europeas y al fabuloso caudal de gas y petróleo de los yacimientos rusos.
El peligro de una guerra nuclear desencadenada por las dos superpotencias, que se cernía sobre Europa y el mundo en 1989, ha desaparecido. Otros peligros han venido a sustituirlo, pero ninguno con la fuerza y la verosimilitud de aquella promesa de destrucción total. Nada que ver, en todo caso, con lo que había en Europa hace dos décadas, como era una amenaza directa de destrucción mutua asegurada esgrimida por unos arsenales instalados y preparados, y por centenares de divisiones blindadas listas para actuar a un lado y otro lado del telón de acero.
Y una nueva Europa mestiza y multicultural, por primera vez toda entera continente de recepción de inmigrantes, ha emergido precisamente en el momento en que Estados Unidos se mira en el espejo europeo para reformar su sistema de salud y repensar el papel del Estado. No es, sin embargo, una situación tranquilizante, porque estos cambios no se producen sin resistencias. La aparición de populismos xenófobos, la resurgencia de un integrismo cristiano y los brotes de nacionalismos y de chauvinismos que a veces protagonizan Gobiernos perfectamente civilizados son los últimos y más preocupantes frutos de esta mutación del continente europeo.
El eje del mundo también se ha desplazado, del Atlántico al Pacífico. Europa, que había sido el mayor campo de batalla mundial durante el siglo XX y la región donde se almacenaban los mayores arsenales destructivos, se ha convertido en un continente menos relevante y, en todo caso, el más tranquilo del mundo, después del último brote de violencia étnica en los Balcanes.
desde aquella noche admirable de noviembre de aquel año también admirable de 1989, los europeos occidentales pudieron empezar a darse cuenta de que había terminado una etapa de su historia. Lo que correspondía a partir de entonces era hacerse cargo de sus propios asuntos, sobre todo en seguridad y defensa, después de esos 50 años en los que la garantía de paz y estabilidad no pertenecía a sus Gobiernos y sus ejércitos, sino a Estados Unidos.
La unificación del continente, la adopción de alguna forma de identidad política común y la creación de la moneda única se convirtieron en cuestiones urgentes. El actual aniversario ha sido un excelente momento para revisar esos 20 años y comprobar el retraso de Europa respecto a aquellos propósitos, parcialmente colmados con el Tratado de Lisboa, revisión a la baja de la fracasada Constitución Europea, cuya entrada en vigor se ha conseguido justo para el último mes de 2009.
Sucede todo esto en el mismo momento en que se configura una nueva geometría política mundial en la que destacan dos actores de primer nivel, condenados a emparejarse, como son Estados Unidos y China, y el protagonismo de nuevos actores, como Brasil y la India. La Unión Europea que sale de las celebraciones de este 20 aniversario aparece así como un agente internacional menor, con menos vocación de protagonismo que ansias de protegerse. Todavía, y quizá para siempre, gigante económico y enano político.
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