Travesía de los cincuenta
Antonio Banderas no está para tonterías. Ya no. Ha hecho todas las que debía, "unas cuantas", zanja sin revelar cuáles. También ha hecho otras cosas. Fue el primer chico Almodóvar. El novio de España. El morenazo por el que Madonna bebía los vientos. El amante latino de Tom Hanks en los peores tiempos del sida. Un símbolo sexual para ellas y ellos. El primer español candidato a los Globos de Oro, a los Tony, a los Emmy. Nuestro primer hombre en Hollywood. Pero también el compañero que devolvió la sonrisa a Melanie Griffith, la frágil belleza sin suerte en el amor. Antonio, el nombre tatuado en el brazo de la rubia americana. El yerno perfecto. El padre ideal.
Todo eso lo ha sido ya. Por eso Banderas ya no está para según qué ruidos. Ahora quiere menos. O más. Aupado sobre el prestigio -y los honorarios- de sus 30 años de carrera, sus 80 películas, su productora, sus negocios y su estatus de influyente estrella mundial, el malagueño está en otra película. Sólo se mueve por placer. Por puro interés. Prefiere darse el gustazo de rodar un par de escenas con sus admirados Stephen Soderberg y Woody Allen que comerse la cámara en cada plano de un filme millonario de alguien que ni le va ni le viene. Eso ya lo hizo antes, gracias. Ha pasado de pantalla. "Me ha desaparecido la ansiedad para convertirse en curiosidad", confiesa por teléfono desde Nueva York, donde ensaya su papel en el musical Zorba el Griego. "Siento que aún no he realizado mis trabajos grandes, esos por los que se me recuerde y deje mi pelín de impronta. Cuando uno se acerca a esa edad no te diré que se ve la muerte cerca, pero tienes conciencia de lo que quieres, y hay que empezar a hacerlo ya. Eso es lo que busco. No es que tenga prisa, pero tampoco tiempo que perder".
Aquellos jóvenes rebeldes detentan hoy el poder
Se les pide el aplomo de un sénior y el aspecto de un júnior
Banderas cumple 50 años el 10 de agosto. Seis días después de que el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ingrese también en el club de los cincuentones. Ambos tenían 15 años cuando murió Franco. Los dos, cada uno en su campo, han tocado la cima. Los varones españoles que andan por el medio siglo fueron los adolescentes de la Transición. Hoy, la élite de aquellos chicos -coetáneos del pánfilo Carlitos de Cuéntame- es la que está en el poder. Sus hermanos mayores -Felipe González tiene 17 años más que Zapatero- hicieron la revolución política, desmantelaron un régimen y levantaron otro, lidiaron con lo macro. Los benjamines, frustradas sus primeras expectativas por el tapón generacional y alentados por cierta rebeldía frente al nuevo estado de cosas, se centraron en lo micro.
Acometieron el cambio social, el cultural, el profesional, el del día a día. Llevaron la modernidad a las empresas, a la calle y, unos más que otros, a las casas. No fue gratis. El halo de transgresión que otorgaba la heroína, y la súbita eclosión del sida, les golpeó duro. Unos 100.000 nacidos entre 1955 y 1965 murieron víctimas de la droga. La nocturna no fue, sin embargo, su única movida. Fueron los primeros que acudieron en masa a la Universidad y se encontraron unas aulas paritarias. Justo entonces se igualó el nivel de estudios de hombres y mujeres. Al poco, ellas tomaron la delantera. Muchos, educados por sus madres como reyes de la casa, se vieron obligados a bregar con amigas, novias, compañeras y alguna que otra jefa que no les pedían ningún favor, sino que les exigían la igualdad que las leyes pregonaban. El descoloque de algunos ante las novedades continúa.
Se ahorraron los rigores del franquismo, pero la crisis del petróleo de 1979 les pilló cuando se incorporaban al mercado. Eran muchos -son las primeras cohortes del baby-boom- y estaban formados, pero se toparon con los mejores puestos ocupados por sus mayores. La competencia fue feroz. La selección, brutal. Los protagonistas de este reportaje se abrieron paso a base de talento, trabajo, oportunidad, o todo a la vez. Ahora emprenden la travesía de los 50. Ni jóvenes ni viejos -la esperanza de vida crece y se estima que el número de centenarios se multiplicará por 10 en breve-, saben que han pasado el ecuador. Leen noticias simultáneas de prejubilaciones a los 50 y extensión del trabajo hasta los 67. Se les pide la experiencia de un sénior y el aspecto de un júnior. En plenitud de facultades, sienten la presión social y el aliento de los que vienen detrás en el cogote. Aquellos jóvenes rebeldes que peinan canas si es que les queda algo que peinar ensayan el nuevo papel del hombre maduro en una sociedad tan envejecida como enamorada de la juventud. ¿Crisis? Ellos prefieren hablar de oportunidad.
El próximo otoño, las fotos de Antonio Banderas inundarán las revistas como imagen de su nuevo perfume. El noveno. Banderas sigue vendiendo colonia por la cara desde que hace 13 años lanzara el primero, Diavolo, un clásico que, como el turrón, vuelve a casa cada año por Navidad. Toda una proeza en un sector saturado que sacrifica marcas -y rostros- sin piedad y donde sobrevivir un lustro se considera un hito.
-Es usted el único español que sigue ejerciendo de sex-symbol a los 50.
-Ja, ja, ja. Bueno, digamos que nos está ayudando la evolución de la medicina, la alimentación y la calidad de vida. El caso es que aún no me han jubilado. De repente parece que la madurez también puede ser interesante y funcionar en el mercado. Hay quien dice que los 50 son los nuevos 40.
-¿Y usted qué opina al respecto? ¿Cómo ha evolucionado su adrenalina y su testosterona en esa última década?
-Para ser realista, todo baja. Ahora puedo tener magníficas amigas sin que haya tensión sexual. Eso era antes muy complicado para mí, tiraba mucho la testosterona. La adrenalina también baja, pero en determinados momentos tienes que tirar de ella para atacar ciertos retos. Para subirte a un escenario en Broadway necesitas un chute. Aún quedan reservas, no me quejo.
La imagen de Banderas estos días dista bastante del icono publicitario. La barba homérica y los kilos extra que se ha dejado brotar para encarnar a Zorba le acercan más a la estampa del cincuentón que las pulidas fotos de promoción. Pero él es ambas personas y personajes. El apolíneo y el dionisiaco. Está más que acostumbrado a los cambios.
"Yo pasé de Mayo del 68 a la movida en una semana", cuenta. "Llegué a Madrid en 1980 sin un duro. Iba a bares donde cantaban tíos con barba y camisa de cuadros, hasta que Sabina me llevó a un club lleno de chicos de pelos de colores y niñas de falda corta. Enseguida noté que algo estaba cambiando, había gente que se estaba cargando la estructura proponiendo algo nuevo. Salimos a la calle y la tomamos. Nos divertimos y sufrimos. Las dudas, miedos y peligros que sentía eran los mismos que tenía España. Descubría cosas a la vez que mi país, eran vidas paralelas. Haber contribuido con mi granito de arena a normalizar ciertas cosas me produce un orgullo terrible".
Se refiere Banderas a los seísmos que provocaban episodios como sus escenas de sexo con Eusebio Poncela en La ley del deseo (Almodóvar, 1987). "Fue un escándalo. A los americanos les horrorizaba más que me acostara con un tío que tirara a otro por un barranco. Me sentí muy bien rompiendo esos tópicos, aunque al principio estuve acojonado por lo que diría mi madre", ríe. Aquel subidón de autoestima personal se correspondía con un creciente clima de confianza en las propias posibilidades. "Teníamos complejo de inferioridad, lo que venía de fuera parecía mejor. Hasta que empezamos a querernos y creernos que podíamos hacer cosas. ¿Cómo? Haciéndolas. Recuerdo parar el rodaje de Átame, en 1988, para ver el Tour que ganó Perico Delgado. Eso era ilusión. La mía fue largarme a Estados Unidos desde Málaga chapurreando inglés. ¿Por qué no? Perico era de Segovia y no hablaba francés".
Pedro Delgado llega en coche a la cita. La nieve que cubre hoy Madrid le ha disuadido de coger la moto con la que rueda por la ciudad. Tampoco se hará los 60 kilómetros que pedalea día sí y día no por los endiablados carriles bici madrileños, si no tan duros, sí el doble de peligrosos que el ascenso al Tourmalet. Delgado cumple 50 años el 15 de abril. Uno no sabe si llamar Perico a un señor de su edad, pero él nos saca del aprieto: "Al primero que le da corte es a mí, pero todos me dicen Perico. Hay quien cree que sigo compitiendo". Quizá sea porque sale en la tele comentando las pruebas que gana otro español, Alberto Contador, que podría ser su hijo. O porque aparenta 10 años menos. O porque tiene tres hijos -uno de nueve años y gemelos de seis- que no le dejan tiempo para "comerse la cabeza con chorradas".
Quizá por todo eso, los 50 no son un gran hito para él, simplemente otro. "La gran frontera para mi generación era el año 2000, de críos pensábamos que iríamos en naves espaciales, y de eso ya hace 10 años", bromea. "No tengo presión de nada ni nadie para deprimirme con que tengo un año más y me queda uno menos. Te da vértigo pensar los años que hace de todo y lo rápido que ha pasado. Pero cuando tú te ves bien, te aceptas. Otra cosa es cómo te ven los demás".
Si alguien sabe de jubilaciones precoces, son los deportistas. A los 34 años, Perico se bajó de la bici. Acreditaba un Tour y dos Vueltas como palmarés deportivo y el primer curso de Enfermería como currículo académico. Sin embargo, en 12 años de carreras le había dado tiempo a forjarse una marca: su nombre. Delgado puso el ciclismo en la agenda informativa. Fue nuestro primer deportista mediático internacional. "Creé un concepto nuevo que aunaba profesionalidad y comercialidad. Ahora hay muchos, pero entonces no". Su descaro, su carisma y sus genialidades en ruta atraían a los espectadores, no sólo a los aficionados. Perico caía bien. Era, más que un campeón, una celebridad. Eso se paga. Y se cobra. "Cuando me fichó el equipo holandés PDM, se reían de mí diciendo que era un nombre a mi medida: Perico Delgado Millonario", cuenta. "Era una etapa de bonanza en todos los órdenes y en el ciclismo también. La bici me hizo ganar mucho dinero, sí". Aún vive de aquellas rentas, admite. "Mis contratos publicitarios no vienen por ser comentarista de televisión, sino porque soy el Perico Delgado que ganó el Tour". Así que ahora anuncia telefonía móvil de última generación en vez de las extintas cintas de vídeo. El asunto es ir con los tiempos. Seguir en el mercado.
Es divertido ver a un señor someterse a una sesión de maquillaje. Las mujeres suelen relajarse y disfrutar del momento. Ellos no. No van a representar ninguna obra de teatro kabuki. Se trata sólo de eliminar brillos y atusarles el pelo para las fotos. Da igual. No lo dicen por pudor, por respeto al trabajo ajeno, porque queda fatal. Pero están tensos. Incómodos. En guardia. Casi todos se encaminan al sillón como quien va al matadero. Todos menos Miguel Bosé.
Llega (tarde) con el séquito de la estrella del pop que es, inmerso en la promoción de Cardio, su último disco. Tres asistentes, un maquillador y un peluquero personal se desviven para que todo esté a gusto del jefe. Éste, a cambio, resuelve las fotos en tiempo récord. Hacen falta muchas tablas para darle aire a estos zaragüelles que su amigo Francis Montesinos le ha cortado en lino y tira bordada. A él le sobran. Hace 25 años que se puso aquella falda con la que epató no sólo a los burgueses de la España de los ochenta. Posa con la soltura de una supermodelo. La cámara le quiere. Y él a ella, no hay más que verle. Con los más y los menos de una relación de 54 años. Toda la vida ante los focos.
"Nunca he pasado inadvertido", reconoce. "Ni con 19 años ni con 50. Pesando 109 kilos o estando estupendo. Pero es porque formo parte del paisaje, de la memoria colectiva". Bosé se acaba de quitar mediante una dieta "ayurvédica" los 25 kilos que los desórdenes de sus tres años de gira le habían endosado. Miguel sabe algo de mercadotecnia. A los 50 años, el que fue Bandido, Lobo y Duende, se reinventó como Papito en una jugada maestra. Asumía sus años en la teoría a la vez que se abría nuevos mercados sin cerrarse ninguno en la práctica. Lo explica él: "En Latinoamérica, papito no es sólo padre. También hermano, amigo, amante, colega, todo lo que puede ser un hombre. Yo ya era papito para mis amigos de allí. Ahora soy Papito para los restos".
Bosé es muy consciente de su influencia. El ex niño terrible se ha convertido en un aristócrata -"me encanta que me llamen señor. El colegueo del tuteo general fue uno de los errores de los socialistas"- de su oficio que no se calla al apagarse el micro. Su concierto Paz sin Fronteras, organizado con el colombiano Juanes en La Habana, abrió informativos el pasado verano. A la vuelta, aprovechó su turno de agradecimiento al recoger la Medalla de Bellas Artes. "Los artistas estamos en extinción. Necesitamos amparo, protección, leyes. Sin fronteras, sin banderas y sin miserias", soltó ante los Reyes y la ministra de Cultura.
"Sé que aquello sentó mal a muchos, pero éste no es el momento de estar callado. El siglo XXI ha de ser el del activismo ciudadano. Se tiene que renovar la clase política a través de la voz de la gente", dice quien, sin embargo, no está dispuesto a cambiar de oficio a estas alturas. Bosé supo, a posteriori, que su nombre "fue barajado" para ocupar la cartera de González Sinde antes de que se le ofreciera a ésta. Pero él no recibió ninguna oferta, asegura. Mejor así: "Me considero incompetente para desarrollar cualquier responsabilidad política", reconoce.
El autor de Bravo muchachos los del 56, una especie de himno alternativo de su quinta ("buenos chicos, buena gente / héroes y delincuentes / con principios diferentes") cree que la heterogeneidad es la única nota común de los hombres de su generación. "Éramos una manada de caballos appaloosa metidos en una cerca. Nos la abrieron y cada uno tiró por su lado. Lo disfrutamos y lo pagamos: nos diezmó el yonquismo. No teníamos pasado. Los que vinieron luego ya tenían opciones, caminos abiertos". Entre ellos, el suyo. Bosé cultiva desde adolescente una imagen ambigua, atractiva para ellas y ellos. Su canción Los chicos no lloran (1990) era un obús contra mitos como el macho ibérico en unos años en los que la homofobia y el machismo aún no eran políticamente incorrectos. El interesado desea advertir, no obstante, de la supervivencia de algunos de esos especímenes entre sus congéneres. Lo hace en estos términos: "El machito es una subespecie obsoleta que me avergüenza profundamente. Hay menos, pero aún tocan los cojones. A mí que no me mire, que le meto dos hostias".
José María Ezquiaga no es exactamente un fan de Miguel Bosé. Cuesta imaginar a este altísimo -casi dos metros- profesor, tímido y cordial a la vez, tarareando Morena mía. Se siente, eso sí, uno de los muchachos del 56 -"aunque nací en el 57"-, y considera al cantante un icono de su generación. "Un tipo que está envejeciendo estupendamente, sin pretender parecer más joven ni perder la capacidad de innovar. Cuando te paras y pierdes la facultad de autocuestionarte es cuando llega la tercera edad. Algunos no llegan nunca. Espero ser uno de ellos".
A diferencia de Bosé, a él sí le "chirría" que le llamen señor. "No me pega, no es el lenguaje de mi generación. Nos formamos en una cultura de compañeros y compañeras, y yo sigo llamando chicos y chicas a los de mi edad. No es afán de parar el tiempo, es que los veo así". Sociólogo además de urbanista -los planes de muchas ciudades llevan su firma-, Ezquiaga sostiene que el aumento de la esperanza de vida ha producido un decalaje de diez años en la edad social de las personas. "Malraux hablaba en La condición humana de un anciano de 52 años. Eso tenía lógica cuando la esperanza era de 60 años. Ahora, con más de 80, los 50 son la mediana edad. Pero creo que, aunque lo que tienes por detrás ya es mucho y lo que queda por delante ya no es ilimitado, uno no se hace viejo hasta que dice: esto no es para mí. Otra cosa es que exista la tentación del reset, de volver atrás, el pavor a envejecer en una sociedad cruel. La nuestra fue la generación del culto a la juventud, y muchos llevan fatal que eso les suceda a ellos".
Ezquiaga alude a la crisis de la mediana edad. Médicos y psicólogos no se ponen de acuerdo en certificar la existencia de ese supuesto síndrome que afectaría a hombres -y mujeres- en el ecuador de la vida. Ningún manual recoge ese desorden, pero hay datos elocuentes. El grueso de los divorcios se produce en cónyuges entre los 40 y 50 años. Ellos se vuelven a casar -generalmente con mujeres más jóvenes- un 22% más que ellas, y no son extraños los casos de segundas tandas de hijos de casados en segundas nupcias con sus nuevas parejas. Ellos pueden. Sus ex no pueden o, sobre todo, no quieren. Ellas han tenido bastante. Algunos de ellos, no.
"Crisis significa cambio, y los 40 y 50 son una edad clave", estima el psicólogo Enrique García Huete, de 55 años. "Si hay estabilidad de pareja, trabajo y entorno, la mediana edad es la de disfrutar de lo trabajado. Si no existe ese equilibrio, todo se viene abajo. Es como cuando, tras 20 años de matrimonio, se rompen todos los electrodomésticos a la vez. Puede ser una catarsis o una debacle: la necesidad de vivir de golpe lo que no se ha vivido. Son los que sucumben a la tentación de las ces: cambio de casa, coche y cónyuge en un intento de recuperar la pasión".
"No hay marcadores biológicos que indiquen esa crisis, a diferencia de la menopausia", disiente Fernando Bandrés, experto en biomedicina. "En ellos no hay merma de la capacidad reproductiva ni la libido, salvo que haya patologías. Lo que sí sucede es que, a esa edad, el estilo de vida pasa factura. Si el tipo ha comido mal, tenido estrés, cometido excesos, éstos se acumulan y se puede producir una desarmonía entre cuerpo y mente. Si a esa hostilidad la llaman crisis, vale, pero generalizar crea alarma injustificada".
El profesor Ezquiaga, casado y con tres hijos mayores, se considera bien servido de pasiones. "Hay quien busca emociones fuertes para quemar sus últimos cartuchos. A los 50 hay un pico de accidentes de moto. Pero hoy podemos vivir situaciones de adrenalina en el ámbito personal y profesional. En mi trabajo, cada proyecto es un vértigo. No necesito capitalizar el éxito en posesiones o compañías despampanantes. Es algo más íntimo, una sensación del deber cumplido".
Acción y compromiso no es lo que ha faltado en su generación, sostiene. Líder estudiantil en la Universidad, empezó a trabajar en el Ayuntamiento de Tierno Galván. "Estaba todo por hacer. Para nosotros, el yes, we can era una evidencia, sólo había que arremangarse. La Administración y la política se veían como una oportunidad de hacer cosas". En su caso, cosas tangibles, como llevar el agua a los barrios, hacer el saneamiento, diseñar la red de transportes. "Veíamos como una oportunidad histórica y un privilegio que nos dejaran actuar. Los que vinieron después se encontraron un mundo más hecho. Se han perdido esa ilusión. A cambio, se han liberado de la culpa genética que nosotros no terminamos de expiar".
Guillermo Solana entiende perfectamente a qué se refiere Ezquiaga. "Nos inocularon un montón de inhibiciones en el terreno sexual, familiar, profesional, incluso en el de la propia imagen. Me identifico mucho con esos cincuentones woodyallenescos con todas sus monsergas a cuestas. Tengo las monsergas católicas de mi madre, las políticas de mi juventud en el PCE -¿cómo voy salir en la foto con un banquero?-, las de la corrección política Si algo envidio a los jóvenes, es su falta de complejos".
Solana ha tocado el cielo. Lleva, de hecho, cinco años en el paraíso. ¿Qué otra cosa puede ser para un doctor en Filosofía experto en el impresionismo y con la tesis dedicada a Van Gogh la dirección del Museo Thyssen-Bornemisza? "Lo mío fue una mezcla de oportunidad y de especialización en un campo no demasiado concurrido", explica sobre el flechazo que surgió entre el entonces profesor y el barón y la baronesa Thyssen hace una década y culminó con su nombramiento al frente de la casa.
Semejante "subidón" profesional ha compensado "el declive natural de la edad. El bajón gordo lo tendré, supongo, cuando me echen de aquí y me despierte del sueño", bromea a medias. Solana no se siente especialmente mayor en un sector en el que "aún se llevan las canas". "Puede que en otras profesiones alguien de mi edad sea visto como un carcamal, pero los grandes museos suelen pedir gente de cierta edad porque implica recorrido y experiencia. No suelen arriesgarse con experimentos". El peligro en su campo es otro, advierte. "En muchos museos ya pasa que los únicos hombres en plantilla son el director y los guardias de seguridad. Las mujeres son quienes los hacen funcionar. Todavía existe prejuicio y resistencia y por eso no hay más directoras, pero eso está cambiando y va a cambiar más. Los tíos somos una especie en extinción en la gestión del arte", augura.
Mientras eso ocurre, él disfruta, antes de cumplir los 50 en octubre, de un plus inesperado del cargo. "A mí no me ha ocurrido eso que dicen algunas mujeres de que se vuelven invisibles a cierta edad. Yo siempre he sido invisible. Pero ahora, cuando voy con Tita (Carmen Thyssen), todos me miran. Primero, a ella, y luego, al tipo que va con ella". No está mal para alguien que siempre quiso ser "un poco viejo". "Me veo mejor que a los 30. Si me pongo un esmoquin, ya no temo que me confundan con el camarero".
"¿Y después de ser tres veces ministro con cuatro carteras, qué? La vida". Josep Piqué -55 recién cumplidos-, ex titular de Exteriores, Industria, Ciencia y Tecnología y Portavoz, lo fue todo en el Gobierno de Aznar. El flechazo mutuo del presidente y el empresario catalán sólo terminó cuando, ya con el PP en la oposición, Piqué se sintió desautorizado y dimitió como responsable del partido en Cataluña. De eso hace tres años. Piqué se reinventaba por enésima vez. A los 52. Ahora es presidente de la aerolínea Vueling y un bien reputado -y mejor remunerado- asesor de organismos públicos y privados de medio mundo. Su agenda es oro. Él lo sabe. El mercado, también. La jubilación, ni se plantea.
Piqué, como Banderas, Bosé, Delgado, Solana y Ezquiaga, ensaya cada día el papel del hombre maduro en un entorno inédito. Julio Pérez Díaz, sociólogo del CSIC -49 años-, observa el fenómeno con interés. "Empiezan una etapa nueva. Ésa nunca ha sido una fase vital mayoritaria. Claro que había quien llegaba a los 90. Pero estos cincuentones, por primera vez, son muchísimos y muy conscientes de que les quedan 30 años o más. Me hablas de personas que han tocado ciertas cimas, muy cribadas, con mucho recorrido por delante. No sé si esta gente llegará a jubilarse de hecho. Tienen cualificación, experiencia y recursos para buscarse la vida. Probablemente inventarán su sitio. Hay mucha potencialidad. Veremos qué pasa".
Josep Piqué resiste "alguna tentación" de volver a la política, que le sigue apasionando desde su juventud en el PSUC y sus cargos con CiU y el PP. Una pirueta no del todo insólita entre los de su quinta. "A veces pienso que podría aportar algo en este momento tan difícil. Pero yo ya he estado en ese baile, he bailado lo mío, y a veces con la más fea", dice el único de estos señores que confiesa haber pasado por cierta crisis de los 50. "Pasé un momento personal delicado, pero he rehecho mi vida sentimental y ahora soy muy feliz". En mayo celebra el primer aniversario de su segundo matrimonio, con la periodista Gloria Lomana.
El "enamoradísimo" Piqué se confiesa algo más bajo de adrenalina -"te vas haciendo más tolerante, ves los matices de las cosas, no eres tan dogmático"- que a los 30. Respecto a la testosterona, deja dicho: "También se modera. Uno va aprendiendo que el vigor físico es importante, pero la fuerza para convencer no se agota".
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