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Reportaje:

Ser negro en España

Guillermo Abril

Hace poco, Marcia Santacruz, una colombiana de 32 años y sonrisa expansiva, se encontraba tomando una copa de vino con varias amigas españolas. Todas muy educadas. Gente bien. Desgranaban una conversación interesante sentadas en el sofá, cuando, de pronto, la tertulia dio un giro inesperado. Una de las españolas tomó aire y dijo: "Marcia, es que tú no eres tan negra. Quiero decir, que no eres como los negros de África. Ni siquiera vistes como ellos". Sorpresa. Marcia es del color del chocolate. De piel tersa y refulgente. Negra como su padre y su madre. Negra como sus abuelos. Pero, al parecer, en España, la ropa, los estudios y el dinero determinan el nivel de melanina. Matizan el tono de la piel. Esta afrocolombiana, que llegó a Madrid para estudiar un master en Administración Pública, dice: "En el imaginario de los españoles un negro es sinónimo de trabajo doméstico. De pobreza e ilegalidad. En su inconsciente piensan que no puede existir una negra latina que les hable de Sartre". Aunque exista.

España no es un país abiertamente racista. No tiene un partido xenófobo con representación parlamentaria. Ni expresa un rechazo evidente hacia el negro, salvo por parte de grupos marginales de ultraderecha. Lo nuestro es el rechazo que los sociólogos llaman "sutil". Un racismo torpe y cotidiano. De andar por casa. Instalado en la mirada. El del clásico comentario: "Yo no soy racista, pero...". O el del dependiente que despacha a un negro el primero para que abandone la tienda cuanto antes. Un racismo igualmente dañino, según los expertos. Propio de un país en el que los negros han pasado de ser un elemento singular y exótico a formar parte de un mismo saco que se percibe con cierta inquietud: el inmigrante. Aquí no existe un Barack Obama ni una Oprah Winfrey. No hay demasiados referentes de éxito. Ni hemos transitado el camino de la lucha racial. La presencia negra es reciente. Una explosión de finales de los noventa a esta parte. En España viven unos 683.000 afrodescendientes. Un 1,5% de la población; algo más del 10% de los extranjeros, según el Alto Consejo de las Comunidades Negras. Lo más impactante es su crecimiento exponencial: en 1998, no superaban los 77.000. Y sólo el año pasado nacieron en territorio español cerca de 7.500 descendientes de africanos. Los cálculos de esta asociación, que aboga por la visibilidad de su comunidad, son aproximados. Por un lado contaron a los extranjeros residentes en España procedentes de países con población negra, y cruzaron el resultado con el porcentaje de afrodescendientes en esos países de origen. Estos números tienen un margen de error. Por suerte, no contamos con un censo étnico; la diferencia racial no aparece en el DNI. Pero la cuantificación de una minoría puede mirarse a través de otro prisma. Sobre todo si la iniciativa parte de la propia minoría. Supone la primera piedra de su visibilidad. Un dato que dice: "Somos una comunidad en crecimiento. Aquí estamos. Tenednos en cuenta".

Porque hubo un tiempo en que los españoles (blancos) se frotaban los ojos al verlos. Y no lo creían. Donato Ndongo-Bidyogo, escritor y ministro del autodenominado Gobierno de Guinea Ecuatorial en el exilio, con sede en Madrid, llegó a España cuando su país era aún colonia española. Una provincia en continente africano. La única ciento por ciento negra. En un texto reciente titulado Una nueva realidad: los afroespañoles, el ecuatoguineano recogió varias anécdotas de sus primeros años en territorio blanco. Por ejemplo: "Las mujerucas que, en las navidades de 1965, corrieron despavoridas y espantadas al verme en un pueblo del interior de la zona levantina, llevándose las manos a la cabeza y gritando '¡un negre, un negre, Deu meu, un negre!' [...] mis compañeros de colegio, que me raspaban la cara y las manos con sus dedos y se extrañaban de que no quedaran tiznados; mis primeros amigos blancos, cuya principal curiosidad era saber si también mi pilila era negra".

Los guineanos de la ex colonia fueron los primeros en llegar de forma generalizada. Hoy suman algo más de 23.000 personas. Es el tercer país africano que más negros ha aportado a España, por detrás de Senegal (47.000) y Nigeria (35.000). Pero su migración fue bastante diferente. Venían a estudiar a la metrópoli. A formarse. Hoy constituyen quizá la comunidad negra más integrada. Culta. Con afrodescendientes de segunda y tercera generación. Lucía Asué Mbomío, reportera del programa Españoles por el mundo (TVE1), es una de ellas. Habla con acento de barrio si se pone a ello. Dice que es su vena macarra. Nació y se crió en Alcorcón, municipio del sur de Madrid, de madre blanca y padre ecuatoguineano. Tiene 28 años y una habitación en un piso compartido, empapelada con orgullo de raza. Del "I have a dream", de Martin Luther King, al "Yes we can", de Obama, pasando por una muñequita de trapo que se trajo de Cuba, blanca por dentro, negra por fuera, o al revés, según el sentido en el que le cuelgue la falda.

Lucía forma parte del Alto Consejo de las Comunidades Negras -"no es la típica ONG de blancos para negros", dice- y de un grupo bastante popular en Facebook, llamado A mí también me han cantado la canción del conguito en el colegio. Cuenta que de pequeña, en clase, era la niña bonita. La nota original y desconocida. La miraban con curiosidad, le tocaban la melena afro, y eso era todo. Sufrió la canción del conguito y la del Cola Cao, cierto. Pero los prejuicios raciales nocivos, asegura, son más recientes. Los de tipo autobús: "Deja pasar, guapa, porque encima que vienes a mi país...". Dice que ella podría pasar por londinense, por parisiense, por europea. "Pero aquí es difícil que te acepten como negro y español". A ella le irrita profundamente que, cuando conoce a alguien, enseguida le preguntan: "Y tú, ¿de dónde eres?". Como si no pudiera haber nacido aquí. Como si un español-español de pura cepa tuviera que ser, a la fuerza, blanco.

Miquel-Angel Essomba, un catalán de 38 años y de padre camerunés, director de la Unesco en Cataluña, se hacía la misma pregunta hace poco, mientras caminaba por Amsterdam y era entrevistado por teléfono para este reportaje: "Voy por la calle y, de verdad, aquí no veo una cara igual. Ni se me ocurre parar a alguien y preguntarle: 'Oye, ¿tú de dónde eres?'. Se me quedaría mirando con cara de pato". Amsterdam es una de las capitales del mestizaje en Europa. En torno al 50% de su población es de padres extranjeros; los blancos son minoría, según el experto holandés en discursos racistas Teun Van Dijk, profesor de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. "En España, el fenómeno de la inmigración es más reciente", continuaba Miquel-Angel Essomba en su paseo. "Y para la normalización se necesita el paso de una generación. Hay cosas que sólo las cura el tiempo".

El tiempo es una condición necesaria. Pero también hace falta contacto y cooperación en condiciones de igualdad entre quienes se perciben distintos. Fernando Chacón, profesor de psicología social de la Universidad Complutense de Madrid, lo explica a través de un experimento social realizado en Estados Unidos en 1936. Se organizó un campamento de verano con chicos de barrio. Desde el principio, los monitores dividieron a los chavales en dos grupos, sin distinción de razas. Se les dieron elementos distintivos. Un color, una bandera. Luego se introdujeron juegos competitivos entre ellos. Si querían conseguir algo, tenían que superar al otro equipo. Los recursos eran escasos. Un tuyo o mío. El prejuicio y la distancia entre los competidores se fue agravando. Los de un grupo acabaron asaltando las instalaciones del otro. Hubo pelea. Entonces, se dio un giro en la dirección del campamento. Se les dijo a los chicos que no había agua. Que si querían conseguirla tendrían que unirse para cavar una zanja y canalizar el bien necesario. Un "juego colaborativo" en el que todos eran iguales y perseguían un objetivo común. El contacto y la cooperación fueron limando asperezas. Desapareció la rivalidad. Fin del experimento.

Fernando Chacón añade a su explicación que el prejuicio y la discriminación son procesos muy básicos. De origen biológico. En estrecha relación con la autoestima y el autoconcepto de uno mismo. Con la pertenencia al grupo como extensión de la personalidad. "Los que inicialmente se consideran distintos, se incluyen a sí mismos en una categoría superior", asegura este profesor. "La única forma de superar el prejuicio es, por tanto, la recategorización". Es decir, pasar de ser "un niño negro" o "un niño inmigrante", por ejemplo, a "un estudiante de primaria", sin que el color suponga un elemento diferenciador. Y ahí es donde el contacto y la cooperación juegan un papel clave. Permiten el conocimiento mutuo.

Awa Cheikh Mbngue, una senegalesa de 36 años, madre de tres niños españoles, cuenta que sus hijos han ido a la guardería desde los tres meses. Crecieron mezclados en la escuela pública, entre niños de todos los colores. "Nunca notaron que fueran distintos. Sus compañeros blancos han crecido con ellos, viendo la diferencia desde que empezaron". Los problemas han llegado este curso, con el cambio a un colegio donde el color de la piel ha sido una sorpresa. La pequeña de las hijas, nueve años, volvió a casa hace unos días y dijo: "Mamá, ¿qué pasa? Les hablo a las otras niñas y no me contestan". Su madre dice que ninguna de las compañeras está habituada a jugar con una negra. "No le hablan. La ven rara".

Una maestra de educación infantil, acostumbrada a la mezcla racial en sus aulas, se muestra rotunda: "Los niños no tienen prejuicios". A partir de los cuatro años, se empiezan a dar cuenta de sus diferencias. De si uno u otro es negro, blanco, latino o asiático. "Pero eso no afecta a sus juegos ni a sus relaciones. Si crecen juntos, en ningún caso tienen problemas para tocarse o acariciarse", asegura la maestra.

"Cambia todo cuando hay costumbre", agrega Awa Cheikh sobre el caso de su hija en el nuevo colegio. Y habla desde la experiencia: Awa lleva 18 años en España. Llegó en avión, como la mayoría de inmigrantes. Sola. Se buscó la vida. Enseguida entró a trabajar como interna en una casa de la urbanización de la Moraleja, al norte de Madrid. Servicio doméstico, con su uniforme y todo. Era una época en la que las miradas se posaban sobre ella como si fuera un fantasma. En diciembre de 1991, recuerda, sólo había dos mujeres senegalesas en Madrid. Con ella, tres. En el chalé donde trabajaba le dieron su plato, su tenedor, su cuchara, su baño. Comía aparte. Vivía aparte. Nunca se mezcló con la familia. "Era como una esclava", dice. Hoy se ha reconvertido en educadora social del Colectivo La Calle, una ONG que acoge a menores subsaharianos que llegaron en cayuco. Awa preside también la Asociación de Mujeres Senegalesas. Y dice que los ojos escrutadores del blanco se han ido apaciguando. Que nota una mayor tolerancia. Cosas de la costumbre. Su último "golpe fuerte de discriminación racial", añade, lo sufrió en un tren, en 2001. Como viajaba con el bebé, compró un billete en preferente. Entró en el vagón, buscó su sitio. La señora de al lado (blanca) se levantó inquisitiva: "¿No se habrá equivocado de vagón? Esto es preferente". Awa dijo que no. Que ella también había pagado un billete caro. La señora no daba crédito. ¡Una negra! Llamó al revisor. Y éste (blanco) pidió de inmediato los billetes a la senegalesa. Awa se negó. Dijo: "Yo no enseño mi billete hasta que vuelva usted atrás, siga su recorrido habitual, y llegue mi turno". La intervención de un joven (blanco) que se encontraba por allí zanjó el desafortunado episodio. Y una negra marchó en clase preferente de Murcia a Madrid.

Esta aparente normalidad convive con la aparición de ciertos datos preocupantes. Las estadísticas del Centro de Estudios sobre Migraciones y Racismo (Cemira) muestran una radicalización de las posturas racistas entre los jóvenes. En una encuesta realizada a más de 10.000 estudiantes de 13 a 19 años, un 21,6% respondió en 2008 que, si de ellos dependiera, echaría del país "a los negros de África". En 1986 sólo respondió afirmativamente a esta pregunta un 4,2%. Y la tendencia desde mediados de los ochenta ha sido siempre al alza, aunque con altibajos.

El profesor Tomás Calvo Buezas, catedrático de Antropología Social de la Universidad Complutense y fundador del Cemira, se muestra, sin embargo, optimista: "El recelo hacia ellos no ha crecido en proporción a su presencia. Y esto es un dato positivo". Los negros nunca han ocupado las posiciones de mayor rechazo étnico entre los españoles. El podio está reservado a gitanos y marroquíes, según sus estudios. "Cuando apenas había negros en España", continúa Calvo Buezas, "se tenía una imagen de compasión hacia ellos. Una visión positiva al fin y al cabo. Se decía: 'Es un pobrecito de África, que despierta nuestra solidaridad'. Según se han ido haciendo más presentes, sobre todo en los medios, donde aparecen entrando en España en cayuco, a pesar de que sean los menos los que llegan así, su imagen pública ha empezado a ser negativa".

A Sidibé Moussa, un maliense de 37 años, le preguntaron en una ocasión si era verdad que los negros practicaban el canibalismo. "Las imágenes y los mensajes que se transmiten sobre nosotros, de guerra y pobreza extrema, influyen en la forma que tienen los españoles de vernos", dice. "La población piensa que somos unos salvajes. Se basa en discursos que nos tachan de delincuentes. Y nosotros tenemos que ir demostrando que no es así". En el último informe sobre España de la Comisión Europea contra el Racismo y la Intolerancia, elaborado por el Consejo de Europa, se señalaba con preocupación un dato del Centro de Investigaciones Sociológicas: el 60% de la población realiza una sinapsis entre los conceptos "inmigrante" y "delincuencia". "En todas partes hay buena gente y mala gente", dice Sidibé sobre el asunto. "Pero si te comportas y te integras, desaparece el problema".

En su caso, lo logró en Recas (Toledo). Cuando llegó a esta población con abundante mano de obra negra, se encontró con inmigrantes por un lado y población local por otro. La relación era nula. Puramente laboral. Él motivó el primer contacto con los nativos. Dice que le parecía raro que, con tanto maliense y senegalés en la zona, un blanco pintado de negro siguiera haciendo de Rey Baltasar en la cabalgata del 5 de enero. Sidibé, que después de ocho años por tierras españolas preside la Asociación de Malienses en España, tomó la iniciativa. El Rey Mago negro era por fin negro y las relaciones sociales comenzaron a fluir con naturalidad.

Moussa Kanouté, un compatriota que cruzó el estrecho en 1995 acurrucado en la panza de un camión, tiene otra perspectiva. Dice que el racismo, que ha sufrido a pedrada limpia en Roquetas de Mar (Almería), es un mal endémico. "Algo que no se puede terminar. Está desde el principio de los tiempos. Pero se puede mejorar". Moussa vive en el extrarradio de Madrid. A veces, cuenta, se siente un poco español. Catorce años aquí son muchos años. Se exalta viendo jugar a la selección de fútbol, por ejemplo. Si marca un gol, lo siente un poco suyo. Entonces algún español (blanco) le mira con el gesto agrio. Luego pregunta: "¿Qué haces celebrándolo con nosotros?". Y en lugar de levantarla, el negro agacha la cabeza.

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Sobre la firma

Guillermo Abril
Es corresponsal en Pekín. Previamente ha estado destinado en Bruselas, donde ha seguido la actualidad europea, y ha escrito durante más de una década reportajes de gran formato en ‘El País Semanal’, lo que le ha llevado a viajar por numerosos países y zonas de conflicto, como Siria y Libia. Es autor, entre otros, del ensayo ‘Los irrelevantes’.

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