Niños refugiados. Crecer sin raíces
Luisa María vive en una chabola miserable, una de tantas que se apelotonan en un suburbio de Barrancabermeja, un municipio colombiano del departamento de Santander. De ojos y cabello negros, dientes blancos, una tez de un moreno aterciopelado, su mirada resulta transparente y sincera. No le importa explicar que su casa está hecha de maderos viejos, con un suelo de barro siempre húmedo. Cuando llegan las lluvias, en julio, la humedad es insoportable, y Luisa tiene que acostarse entre escalofríos. Su madre saca entonces todas las cazuelas imaginables para aprovechar el agua que chorrea de las goteras y los agujeros. Luisa tampoco duda en afirmar, orgullosa, que es la dueña de una de las dos camas dobles de su hogar, aunque debe compartirla con su hermana Katia, de 10 años, y sus dos hermanas gemelas, Henri y Nina. Su madre y su hermana mayor tienen un poco más de suerte al dormir juntas. "Es la única familia que conozco que no gana lo suficiente para comer", explica el fotógrafo holandés Ton Koene, autor de las fotografías que ilustran este reportaje. "Los chicos se van a la cama cada noche con los estómagos vacíos, pero la familia es tan dulce y hospitalaria que resulta toda una contradicción".
Un gran oleoducto atraviesa el poblado procedente de la mayor refinería de petróleo de Colombia, con chimeneas de más de 60 metros de altura. Durante la noche, sus luces se reflejan en las aguas del río Magdalena. A más de un kilómetro y medio todavía huele a azufre, aunque, afortunadamente, la casa de Luisa está más alejada. En la refinería se procesan casi tres cuartas partes de la gasolina que se consume en Colombia, pero eso no mejorará el futuro de esta niña. Mucho antes de que ella naciera, durante los años cuarenta y cincuenta, surgió el movimiento sindical más poderoso del país alrededor de ese petróleo. Las confrontaciones violentas entre las distintas facciones políticas en Barrancabermeja -un reflejo de lo que sucedía en otras partes de Colombia- dejaron 15 años después un terreno abonado para que prendieran aquí las primeras semillas del Ejército de Liberación Nacional colombiano (ELN). Más adelante, en los noventa, vendrían las FARC. La lucha entre el ejército del Gobierno, los paramilitares y las guerrillas convirtió a la región -y otras muchas zonas del país- en un territorio de guerra. Es paradójico que la familia de Luisa haya venido a parar a este suburbio, en busca de más seguridad, huyendo siempre de la misma clase de violencia, la que ha empujado a poblaciones enteras en Colombia de las zonas rurales a las urbanas: guerrilleros que irrumpen en una casa de campesinos apropiándose de las gallinas, los cerdos o dinero, que vuelven con más frecuencia hasta que hay que huir para salvar la vida.
En una mañana, la vida de Luisa cambió. Con su madre y sus hermanas escapó en canoa por el río hasta llegar a las inmediaciones de Barrancabermeja en un par de horas. Los guerrilleros buscaban a su padre, que huyó para evitar un balazo en la cabeza. "A menudo me escribe y a veces hasta hace una llamada por teléfono, pero nunca dice dónde se encuentra. Me echa de menos, al igual que yo a él, y promete que vendrá a casa cuando la guerra haya acabado", le contó a Koene. Luisa va a la escuela. Le gustaría asistir a todas las clases y no a la mitad, pero no hay suficientes profesores. No sabe lo que es comer tres veces al día, la casa tiene sólo una bombilla y muchas veces no hay dinero para pagar la luz, pero la niña juega en las afueras siempre que puede, va a nadar a un lago cercano y le encanta jugar al voleibol. Koene ha pasado varios años en diversos países del mundo fotografiando los rostros de los niños refugiados para un libro escrito en colaboración con la periodista Natalie Righton. La niña es especial. Él y su editor le envían dinero. "Es como un ángel. Pero me suicidaría si tuviera que vivir como ella", admite.
Luisa es uno de los cuatro millones de colombianos que han abandonado sus hogares por las guerrillas desde 1985, de acuerdo con la asociación Refugees International. Y un espejo de la situación de un océano de niños en todo el mundo. Las cifras resultan aterradoras. De acuerdo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), se calcula que existen unos 25 millones de niños -calificados como menores de 18 años- de un total de 50 millones de personas que han sido obligadas a abandonar su país o desplazarse de sus casas por culpa de los conflictos bélicos. Los que logran traspasar las fronteras de sus propios países, nos explica Agni Castro-Pita, representante de la oficina de ACNUR en España, pueden acogerse a la protección internacional como refugiados, de acuerdo con la convención firmada en 1951. Los desplazados estarían teóricamente bajo el paraguas de sus propios países, lo que muchas veces se traduce en nada. La radiografía se hace más compleja y borrosa: unos 25 millones de desplazados internos no pueden acogerse a la protección internacional como refugiados.
Detrás de la desesperación que empuja a estas inmensas poblaciones flotantes están las guerras y la persecución, por supuesto. Si nos elevásemos lo suficiente para contemplar hoy mismo la Tierra y pudiéramos mirar a través de los ojos de los satélites militares de reconocimiento, contemplaríamos un mundo en un volcánico estado de guerra. Al final del pasado milenio, 35 países ardían en 41 conflictos, de acuerdo con la organización canadiense Plughshares. Durante 2008, el número de enfrentamientos armados descendió hasta 31. El último ha estallado el pasado mes de octubre en la República Democrática del Congo, al norte de la provincia de Kivu, cuando un grupo de rebeldes atacó al ejército congoleño. En menos de seis semanas, 250.000 personas tuvieron que huir de sus casas, y el número estimado en la actualidad en esa provincia se acerca al millón, según Unicef, trayendo las escenas, tristemente familiares, de asesinatos, violaciones y saqueos de casas y tiendas. El año pasado, Afganistán continuó siendo el primer productor de refugiados. En 28 años de conflicto -incluyendo la última guerra-, y a pesar del retorno de cuatro millones de refugiados desde 2002, Pakistán e Irán siguen dando cobijo a más de tres millones de afganos; la franja de Gaza y Líbano acoge a más de dos millones de palestinos en 59 años de conflicto. Y la guerra abierta entre el Gobierno sudanés en el oeste del país, en Darfur, contra los grupos de las milicias islámicas, emprendida en 2003, ha desplazado a 2,5 millones de civiles. Y el número de iraquíes desplazados dentro y fuera del país se acerca a los 4,5 millones.
Otras cifras revelan una sobrecogedora estrategia militar, que tiene en su punto de mira a la población civil. Sólo así se explica la muerte de dos millones de niños durante los años noventa. O que algo tan inofensivo como un colegio se convierta en un objetivo estratégico. Los conflictos bélicos en Mozambique conllevaron la destrucción del 45% de las escuelas, según el ACNUR. Hoy, quizá el número de refugiados sea menor que antes, según Castro-Pita, "pero hay un mayor aumento de desplazados internos".
El caso de Sudán es ilustrativo. Darfur es el último de los conflictos que se extienden a lo largo de casi un cuarto de siglo en este país, una guerra que ha colocado unos 300.000 refugiados sudaneses directamente en países como Uganda, Kenia, Etiopía y Egipto. Pero Sudán es también un país de acogida de refugiados. Su parte oriental, una de las menos desarrolladas, ha dado cobijo a más de 135.000 personas llegadas de Etiopía y Eritrea, países que llevan décadas desangrándose en guerras. "En Sudán, nosotros trabajamos con refugiados que han llegado hasta allí, pero al mismo tiempo asistimos a desplazados internos sudaneses", asegura Castro-Pita. "Se produce, además, una incidencia de sudaneses que salen a buscar asilo a los países vecinos". El año pasado, la inestabilidad en el vecino país, Chad, produjo un flujo migratorio de unos 20.000 chadianos que alcanzó el oeste de Darfur en busca de refugio, al tiempo que desde Darfur han escapado a lo largo de estos últimos años cerca de 250.000 refugiados a los campos de Chad.
Uno de ellos es un niño de 12 años llamado Zanussi Nimir. Ahora vive en un campo de refugiados en Nyala, Chad, pero tuvo que salir de su aldea precisamente por culpa del ataque de soldados sudaneses. Nimir recuerda perfectamente los tiros en la distancia mientras cuidaba de un rebaño de ovejas en una zona desértica de Darfur. Su madre le cogió de la muñeca junto con uno de sus hermanos. Escaparon a través del desierto. Los soldados patrullaban los alrededores y la única esperanza para Nimir consistía en esconderse tras unos arbustos resecos y rezar. Aquel día, el viento sopló fuerte, se levantó arena. Tardaron tres días en cruzar la frontera. Y frente a un gran lago, ya en Chad, logró reunirse con el resto de su familia. El asalto a su aldea había dejado casas quemadas y vecinos asesinados. Éste es su testimonio, recogido por la periodista Natalie Righton: "Tuvimos suerte, porque la tormenta de arena nos hizo invisibles. Unos días después, vino un hombre blanco al lago y dijo que nos iba a ayudar. Nos aseguró que ya no tendríamos que pasar miedo nunca más. Su nombre era Naciones Unidas".
Nimir y su familia reciben cada primera semana del mes ayuda alimentaria directa de ese hombre llamado Naciones Unidas -dos sacos de arroz, uno de judías, aceite vegetal, sal y azúcar-. Los suyos están acostumbrados a las duras condiciones del desierto, extraen agua para beber y cocinar, y saben lo valiosas que son las ovejas o los camellos por la leche nutritiva que proporcionan. El chico acude a la escuela, una desencajada tienda de plástico en cuyo interior apartan a los niños a la derecha y las niñas a la izquierda. Hasta que llegó al campo como refugiado, nunca había ido al colegio: una nota positiva después de salvar la vida. Sin embargo, los campos de acogida, en muchos casos, son como bolsas en las que se detiene el tiempo: una vez que se cae en ellos, el futuro puede esfumarse para siempre. "Hay niños que han nacido y que mueren en un campo de refugiados y que no han conocido otra cosa que las rejas de un campo de refugiados", asegura María Jesús Vega, responsable de relaciones externas de la oficina del ACNUR en Madrid. Ella conoce la realidad de estos campos repletos de refugiados somalíes, localizados en Dadaad, al noreste de Kenia. A finales de 2006, las tropas gubernamentales somalíes, con ayuda del ejército etíope, derrotaron a las milicias islámicas y recuperaron el control de Mogadiscio, la capital. Pero la guerra no cesó: los constantes hostigamientos entre contendientes empujaron a mediados de 2007 a una oleada humana de 750.000 personas fuera de sus casas. Lo que significa más presión para los campos de refugiados en países limítrofes, como es el caso de Kenia.
"Dadaad se encuentra en una zona semidesértica, a unos ochenta kilómetros de la frontera con Somalia. En la actualidad viven allí unas doscientas mil personas, la mayor parte somalíes", asegura Vega. Esta población está repartida en tres campos. "Allí hay gente que está viviendo desde hace más de quince años". Son ciudades prisión. Las autoridades kenianas no permiten que los refugiados salgan de los campos. ¿Cómo controlar la seguridad de decenas de miles de personas? Al depender del país que los acoge, la seguridad es muy endeble. Los campos de refugiados no siempre otorgan refugio. En Gueckedou, al sureste de Guinea, se han venido organizando hasta 60 campos de acogida desde 1998 para recibir a más de 300.000 personas procedentes de Sierra Leona, desde el momento en el que los rebeldes del Frente Unido Revolucionario (RUF) fueron desalojados del poder. Este país africano vivió una década sangrienta cuyos horrores aún resuenan. Las organizaciones no gubernamentales denunciaron por entonces casos de niños sometidos a abusos sexuales en los mismos campos, bien por familiares cercanos o al cuidado de otras fa-
milias, y niñas que se han visto obligadas a prostituirse. La ubicación de muchos de los campos, peligrosamente cerca de la frontera con Sierra Leona, les ha expuesto a los ataques de las guerrillas, a matanzas y secuestros. La protección a veces es una ilusión; los informes de Naciones Unidas hablan de historias de terror en las que los niños fueron secuestrados por los demonios que creían haber dejado atrás.
La organización Human Rights Watch documentó la presencia incluso de combatientes en estos campos de refugiados con "un número grande de niños soldado en sus filas". Desde que acabó la guerra civil en 2002, Sierra Leona experimenta una transición pacífica con unas elecciones democráticas que en 2007 dieron el poder al partido de All People Congress (APC), cuyo presidente es Ernest Bai Koroma.
Las historias de niños soldado secuestrados, entrenados y a veces drogados para matar han dado la vuelta al mundo. Jonathan pudo convertirse en uno de ellos. De carácter afable y abierto, ahora tiene 24 años, se expresa en un español bastante razonable y tiene una buena caligrafía. Escribe el nombre de la zona semidesértica donde vivía, Adi Quala, al norte de Eritrea. "¿Qué echas de menos?". "Nada", responde con rapidez.
Cuando tenía 16 años, los soldados entraron en su casa, le registraron y le pidieron la documentación. "Yo estaba muy gordo por entonces y no creyeron que tenía los dieciséis". Explica que el reclutamiento de los jóvenes en Eritrea es obligatorio, sobre todo en época de guerra. Los enemigos son los etíopes, hay un condicionamiento político para odiarlos. Jonathan muestra su carné de testigo de Jehová, asegura que su religión le impide empuñar un arma, pero es llevado a una cárcel militar, Brigada 6, y luego trasladado a otra. En una cárcel de Eritrea hay golpes y palizas, por supuesto. Y tortura psicológica. Un compañero es arrastrado fuera por los soldados. Poco después, a Jonathan le llega el eco de un solo disparo. Uno solo. Luego le cuentan que le han matado. Ocurre varias veces. En ocasiones piensa que es un engaño, un tiro al aire, un ardid para obligarle al reclutamiento, pero no los vuelve a ver.
Jonathan estuvo encarcelado durante un mes, pero un soborno al jefe de la cárcel le abrió las puertas a la libertad. Alguien le trasladó en coche de madrugada y le llevó hasta la casa de su abuelo. El dinero salió de su entorno familiar. Vinieron a buscarle de nuevo dos semanas después con intención de reclutarle, pero no estaba en la casa en ese momento. Vivió un tiempo con su tío y tuvo que salir del país. Pasó casi tres meses en Egipto con un visado de turista, y antes de que expirase, logró un billete para trasladarse hasta Honduras para de allí dar el salto a EE UU y encontrarse con su padre, que tenía la nacionalidad norteamericana: primero una escala en Barcelona, luego otra en Madrid. Aquí, las autoridades le explicaron que no podría proseguir el viaje y tendría que regresar a Eritrea. Entonces, Jonathan pidió asilo y solicitó en España el estatuto de refugiado. Tuvo suerte. Ahora trabaja como auxiliar de biblioteca en Televisión Española.
De acuerdo con Pablo Pérez, religioso mercedario que ha trabajado con niños refugiados y coordinador del programa La Merced, casas de Refugiados e Inmigrantes Menores y Jóvenes no Acompañados, "España no es tierra de asilo. Sólo el 5% de las resoluciones resulta positivo". Tanto la legislación sobre el refugiado como la identificación de la persona que pide refugio van por detrás. La inmigración y las leyes de extranjería resultan demasiado opacas y miopes para distinguir al emigrante económico, que llega ilegalmente a nuestro país en busca de una vida mejor, y la persona que ha sufrido persecución probada por causa de sus ideas políticas, raza, sexo o procedencia. Se trata de un cajón de sastre: en cierto sentido, el problema es análogo al de la esclavitud actual, cuando las autoridades carecen de la sensibilidad suficiente para distinguir al emigrante ilegal del hombre o mujer que es objeto de tráfico por las mafias y que se convierte en esclavo laboral o sexual. Pérez cuenta historias terribles, como la de un menor de 13 años que un día, a la vuelta del colegio, comprobó que su poblado, ubicado en algún lugar entre la frontera de Liberia y Costa de Marfil, estaba ardiendo. Encontró a su padre con una guadaña en la mano derrumbado delante de la puerta de su casa. Había sido asesinado por intentar proteger a su familia, su madre y sus tres hermanos pequeños, y todos estaban muertos. "Las personas mayores del pueblo le dijeron que se dirigiera a un puerto, y el chico acabó embarcándose como polizón, llegando finalmente a Canarias. Y de allí nos lo envían a nuestra casa", dice Pérez. El chico empezó una nueva vida, y tras el primer año en un colegio privado, fue nombrado delegado de curso.
El terror que provoca en un menor africano la huida a través de un caluroso y polvoriento paisaje para escapar de la muerte debe de ser de la misma clase en todos los lugares. Como el de un niño de nueve años que tuvo que huir a través de las montañas del Himalaya por culpa del hostigamiento de los militares chinos. Es el caso de Lobsang Lungtok. Su testimonio fue recogido por Ton Koene cuando tenía 12 años. Ahora vive en la capital de Nepal, Katmandú, como un monje. El viaje no fue nada fácil. Duró seis días, y Lungtok aún recuerda el color negro de la congelación que vio en los dedos de las manos y los pies de tres personas que le acompañaron en la escapada junto con sus padres. Gracias a los yaks, pisando sólo por donde estos animales pisaban, consiguieron evitar los terrenos blandos y las trampas bajo la nieve. Lograron atravesar la frontera que separa a Tíbet de Nepal, aunque de vez en cuando veían el humo de las hogueras que los soldados chinos hacían para calentarse. "No querían que traspasáramos la frontera, y si nos hubieran visto, nos habrían disparado. Me enfadé, pero mi padre me dijo que callase y no me moviera, ya que de otra forma los soldados chinos nos habrían oído".
Es una entrada ilegal, por supuesto. El Gobierno chino tiene un acuerdo con Nepal para que no acepte más refugiados tibetanos. Pero el hecho es que estos niños y sus familias siguen arriesgándose en las montañas para alcanzar el borde con Nepal. Hace casi sesenta años, China se anexionó Tíbet. Eso ha ocasionado un desplazamiento de unas 150.000 personas, muchas de ellas, niños. Hay algo en la sangre de muchos de estos chicos tibetanos que les impulsa a estudiar budismo y convertirse en monjes, ya que pueden recibir educación y alimento. Pero eso choca radicalmente con las restricciones impuestas por los chinos, que dejan abiertos sólo un número limitado de monasterios. "Como consecuencia, la mayoría de los niños en Tíbet no pueden estudiar budismo ni convertirse en monjes", dice Koene. Esta situación les impulsa a salir del país, a veces sin la compañía de sus padres. "La mejor descripción que podríamos hacer de ellos es que son refugiados religiosos".
Mugi Songi, una chica birmana que ahora vive en un campo de refugiados en Tailandia, pertenece a la etnia kayan, cuyas mujeres son conocidas como las mujeres jirafa. Desde los cinco años, la niña lleva en el cuello una serie de anillos metálicos que pesan cuatro kilos y que proporcionan la ilusión de un cuello eterno. La aldea de Songi, Nai Soi, se encuentra ubicada en plena selva tailandesa. La dictadura militar en Myanmar ocupa el décimo lugar entre los países fuente de refugiados, con un número estimado en unos 203.000 en 2007, de acuerdo con la agencia internacional del ACNUR.
Myanmar llamó la atención de la prensa internacional por culpa del espantoso ciclón Nargis, que dejó unas 77.000 víctimas y miles de desaparecidos en mayo del año pasado. Luego, el país se esfumó para los medios de comunicación. Songi tuvo suerte. Ahora acude a la escuela en Nai Soi. Su padre tenía un elefante en Myanmar con el que recolectaba madera del bosque, pero tuvieron que abandonarlo por lo peligroso del viaje. Su madre lleva una tienda en la que se venden souvenirs para los turistas. Nai Soi acoge a unos trescientos birmanos, y la mitad pertenece a esta etnia donde las chicas alargan sus cuellos con los anillos a su alrededor. La proximidad con la ciudad de Mae Hong Son atrae a los turistas al campo de refugiados de Nai Soi: pagan una entrada por pasar. Pueden fotografiarse con una niña o mujer kayan por unos 5,5 euros (250 baths tailandeses). Los oficiales tailandeses se llevan su parte y proporcionan estipendios mensuales a las mujeres jirafa.
Las que llevan los anillos cobran más, entre 33 y 70 euros al mes. La vida aquí es mucho mejor que en otros campos. Songi es una refugiada y no puede salir de su aldea, pero estudia y puede comunicarse en cuatro idiomas, incluido el español. Algunas organizaciones humanitarias han rechazado este turismo calificándolo como "un zoo humano, éticamente inaceptable", dice Koene.
Es una definición discutible. ¿Se critica a un grupo de refugiados por cobrar una entrada y vivir mejor que otros? Por otra parte, algunos medios de prestigio como The New York Times o Los Angeles Times vienen recogiendo desde hace años testimonios de mujeres que denuncian que se han visto obligadas a llevar los pesados anillos en el cuello en contra de su voluntad para que el negocio no decaiga; el periódico digital australiano The Age narra la historia de Mu Lon, una mujer que llevó los anillos cuando tenía 12 años. Ahora tiene 23, se ha despojado de ellos, pero las autoridades no le permiten emigrar a Nueva Zelanda o Finlandia por el temor a que se produzca un éxodo de las mujeres jirafa, a pesar de que cumplen los requisitos de la Oficina Internacional de ACNUR para ser reasentadas en otros países. Falta la firma del gobernador de Mae Hong Song, que ha justificado su negativa, según el citado medio, por considerar a las mujeres jirafa "una especie en peligro de extinción que necesita protección".
Koene se refiere a las conversaciones que ha mantenido con algunas de estas refugiadas. "Me dijeron que si no querían llevar los anillos, no tenían por qué hacerlo. Nadie les forzaba a ello. Hay gente que ha tenido problemas, mientras que otros creen que es su elección el exponerse como una atracción turística. Si no desean hacerlo, pueden volver a los campos principales". A este fotógrafo holandés le han pedido que no escriba nada negativo sobre la aldea, ya que sus miembros dependen de los ingresos de los turistas, y de no ser así, perderían un contacto con un mundo exterior que necesitan.
Los millones de niños refugiados retratan duramente la condición moral del mundo, de la propia humanidad. Al mismo tiempo, estos niños nos enseñan que los sueños son posibles. María Jesús Vega nos relata el caso de Abass Mohamed, un chico somalí que ahora tiene 25 años. Llegó a los campos de refugiados de Dadaad junto con su familia en 1992 y los abandonó 16 años después. "Abass estudió en la escuela del campo de refugiados y en 1997 fue el segundo mejor estudiante de la región. Su mérito fue haber estudiado en condiciones durísimas, a 45 grados centígrados por las mañanas, sin apenas material ni libros, sin electricidad y viviendo en una choza de dos habitaciones en las que conviven 11 miembros de su familia". La milagrosa visita de un profesor de la Universidad de Princeton, que supo de los progresos del joven gracias a los trabajadores sociales del campo, cristalizó en 2005. Abass obtuvo una de las tres becas ofrecidas por la prestigiosa Universidad de Nueva Jersey (EE UU) y fue aceptado. Comenzó a estudiar biología en 2006. ¿La razón? "Trata sobre la vida", manifestó un año después en una conferencia en la misma universidad.
"No importa realmente si estás en Colombia, Sudán, Myanmar o en China", concluye Koene. "Los niños siempre son los mismos; tienen los mismos deseos y sueños, y las mismas dificultades, a pesar de las enormes diferencias culturales entre ellos. Estoy asombrado aún por lo fuertes que son, cómo logran enfrentarse a todos los problemas y ansiedades que les asaltan cada día, la escasez de alimento y agua, la falta de escuela, o la violencia. Sonríen. Si no lo sabes, no lo ves".
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