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Reportaje:

Nace un nuevo país en África

Juba es una ciudad aplastada. En todos los sentidos. A pocos segundos de aterrizar, ya con el avión enfilando la pista, la imagen de la capital de Sudán del Sur es todavía de dos dimensiones: apenas hay edificios de más de dos alturas y muchos están destruidos. Muy cerca del aeropuerto, un poblado de chozas de paja forma un cuadrado casi perfecto sobre la tierra roja de la sabana y, un poco más allá, el Nilo Blanco y la vegetación abriéndose paso a los márgenes de la ciudad.

Minutos después, en la terminal, los pasajeros, la mayoría periodistas y trabajadores de ONG, reciben sus equipajes. Un operario del aeropuerto lanza los bultos al suelo sin mucha consideración. Una treintena de maletas se han quedado atrás en Kenia. "No nos cabían en este avión. Podrán recogerlas mañana a las tres de la tarde", dice un operario con una sonrisa forzada que trata de pedir todas las disculpas posibles. Ante las protestas, uno de los pasajeros intenta calmar los ánimos. "No podemos exigir mucho. Es normal que ocurran estas cosas. Este país está por hacer".

Veinte años de guerra dejaron al país extenuado: el 90% de la población vive con menos de un dólar al día
"Lo primero que necesitamos es educación. Por eso he vuelto a Sudán del Sur, para montar una escuela"

Claro que está todo por hacer. Sudán se acaba de convertir en un nuevo Estado. La escena del aeropuerto ocurría el pasado enero, pocos días antes de que los sudaneses del sur, población negra cristiana y animista, votaran en un referéndum separarse de sus hermanos del norte, musulmanes y de origen árabe. El estado de euforia se extendió entonces por todo el sur, especialmente en Juba. La capital recibió a miles de personas que, tras un largo viaje por el Nilo, retornaban a su patria de origen después de años de sentirse ciudadanos de segunda en el norte. Otras tantas esperaron durante horas bajo el sol en los colegios electorales para colocar su huella en las papeletas y dar el sí a la separación. El 99% optó por el divorcio. Hubo banderas, ruido de tambores, bailes tradicionales, vino George Clooney y hubo discursos para dar la bienvenida al nuevo país africano, el número 54 del continente.

Pero, pasada la euforia del momento y coincidiendo con el nacimiento oficial de este nuevo Estado este fin de semana, todo lo conseguido puede irse al traste. Ni siquiera está claro cuál será exactamente la frontera que delimitará los dos países. Un simple vistazo a un mapa físico de Sudán, hasta ahora el país más grande de África, basta para darse cuenta de que siempre ha estado dividido en dos. La mancha verde de la selva, al sur; la zona más desértica, al norte. Esa frontera natural ha de llevarse al mapa político, y es ahí donde ambas partes no se ponen de acuerdo. Los enfrentamientos entre los habitantes de uno y otro lado llevaron al presidente norteño, Omar al Bashir, sobre el que pesa una orden de busca y captura por crímenes de guerra, a bombardear varias zonas limítrofes con la intención de demostrar su poder y ganar territorio a la hora de dibujar los nuevos límites. En juego están las ricas reservas de petróleo, la mayoría en el sur.

Desde que Sudán se independizó de Reino Unido en 1956, los tambores de guerra han resonado por todo el país. La colonia siempre había tratado a ambas regiones como dos zonas muy diferenciadas, pero a finales de los años cuarenta decidió unirlos y los límites se desdibujaron. El norte, donde los británicos dejaron más huella y mejores infraestructuras, acabó imponiéndose al sur. Poco después de la independencia, la guerra civil estalló por todo el país. Tras una paz poco respetada entre 1972 y 1983, el conflicto se recrudeció hasta 2005. En esa segunda contienda murieron dos millones de personas.

La memoria de Sudán del Sur es la memoria de esa guerra. Días antes del referéndum, muchos veteranos deambulaban por las calles de Juba con una tarjeta en la solapa de la chaqueta que les otorgaba el estatus de observadores en la consulta. Caminaban con viejos trajes de rayas y se movían con la dignidad de quien se sabe protagonista de un acontecimiento histórico. Contaban sus batallas ante los jóvenes y con ellas se ganaban su respeto. Esas historias hablan de la hambruna de los ochenta, de cómo los poblados sureños quedaban arrasados y de cómo los hombres tuvieron que esconderse en la selva para luchar contra el ejército norteño. Fue una guerra de emboscadas que duró 20 años y que dejó al país con las actuales cifras de pobreza, según la ONU: el 90% de sus nueve millones de habitantes vive con menos de un dólar al día, el 85% de la población es analfabeta y el 33% sufre hambre.

No es difícil acomodar todos esos números en las calles de Juba. La ciudad ha hecho del conflicto su razón de ser y se sustenta casi exclusivamente en la atención a los organismos internacionales que se instalaron allí con el acuerdo de paz de 2005. Hay hoteles por todas partes. En muchos de ellos, las habitaciones son simples contenedores con una humilde cama a razón de 100 dólares la noche que van a parar a sus propietarios extranjeros.

Los jóvenes sudaneses tratan a duras penas de salir adelante en el nuevo país. Para ellos quedan los peores trabajos: guardas de seguridad, mecánicos o conductores de mototaxis. Estos últimos son casi una tribu en la capital. Los llaman boda-boda, palabra que viene de la voz inglesa border (frontera). En una ciudad con largas distancias y casi sin transporte público, los boda-boda se dedican a eso, a ir de un sitio a otro, de frontera a frontera, llevando a los ciudadanos al lugar que deseen por muy poco dinero. Llevan gafas de espejo, vaqueros, camisetas de fútbol y conducen motos de baja cilindrada, normalmente hechas en China. Suelen ir con el tanque medio vacío, ponen cara de duros cuando un blanco intenta regatear con ellos y en general se creen -quizá lo sean- los amos de las pocas carreteras asfaltadas que hay en la capital. Poco antes del referéndum, uno de esos motoristas llamado Moses se quejaba de la dificultad para acceder a los mejores puestos de trabajo: "Si quieres ir al ejército, tienes que ser alto; si quieres trabajar en el Gobierno, tienes que ser alto; en este país, si quieres prosperar, tienes que ser alto".

Los dinkas son la etnia dominante en Sudán del Sur y, sí, suelen ser bastante altos. La mayoría de la población del nuevo país pertenece a esta tribu, que se divide en distintos clanes. Prácticamente ostentan todos los cargos del Gobierno. "Hasta ahora, los sudaneses del sur tenían un enemigo común, los musulmanes del norte. Pero ¿qué pasará a partir de ahora, cuando el país tiene ya que caminar solo?", se pregunta un empresario africano del petróleo que trabaja en Juba. "El problema es la corrupción que están generando los dinkas poniendo a sus primos y a los primos de sus primos en el Gobierno", concluye el empresario.

Hay un dinka al que todos los sudaneses veneran como a un padre. Es John Garang, fallecido el 30 de julio de 2005 en un accidente de helicóptero cuando regresaba de visitar al presidente ugandés, Yoweri Museveni. El helicóptero de la presidencia ugandés en el que viajaba se estrelló en la frontera entre los dos países. Murieron 14 personas.

Garang fue un privilegiado que no olvidó sus orígenes. Tras estudiar Económicas en Estados Unidos, regresó a Sudán y formó parte del Ejército. En 1983, tras la imposición de la ley islámica en todo el país, Garang se rebeló y fundó el Ejército Popular de Liberación de Sudán. La segunda guerra civil de Sudán le convirtió en un líder querido. Su mensaje independentista caló con fuerza y consiguió de las autoridades del norte la promesa de un referéndum. Poco antes de morir firmó un acuerdo con el presidente Omar el Bashir en el que se le concedía la vicepresidencia. Era la primera vez que un negro ocupaba tal cargo en Sudán.

En la tumba de Garang, junto al Parlamento de Sudán del Sur, siempre hay flores. El día del referéndum, miles de personas acudieron allí para votar en el colegio electoral que se montó junto a su panteón. Las colas eran interminables y algunos se quedaban allí a dormir para no perder su puesto al día siguiente. Antes de que el primer ciudadano depositase su voto en la urna, el futuro presidente de Sudán del Sur, Salva Kiir, recordó a Garang en un emocionante discurso. Gran parte del mérito del referéndum era de su predecesor y así lo reconoció Kiir, también combatiente y también dinka, aunque de un clan distinto al de Garang. Kiir, que ha hecho de su sombrero de cowboy su seña de identidad -se lo regaló el presidente estadounidense George W. Bush-, no siempre contó con el apoyo de los suyos. Si Garang representaba la fortaleza y el liderazgo, a Kiir se le ha visto a menudo dubitativo sobre la independencia y su mando se ha puesto en entredicho. Es un estratega, un muñidor de pactos que tendrá que saber mantener los equilibrios entre las distintas tribus para que el país no se rompa a las primeras de cambio.

Existe el peligro de que sea así. El principal punto de conflicto es Abyei, una región simbólica para las dos partes. Abyei tiene petróleo, pero sobre todo agua y abundantes pastos. Allí viven los dinkas ngok durante todo el año. Allí acuden en la época seca los messirias, nómadas musulmanes, para dar pastos al ganado. Ambas tribus quieren que Abyei quede a su lado. Norte y sur han llegado a un acuerdo para desmilitarizar la zona, invadida por las fuerzas norteñas el pasado 21 de mayo, lo que provocó el éxodo de decenas de miles de personas. Las tensiones son históricas y suponen una amenaza permanente para que la guerra vuelva a desatarse entre ambos países.

Pese a los problemas, Sudán del Sur se ha convertido en un nuevo país. Y es así porque EE UU y China han querido. No parece que nada vaya a moverse en el nuevo país sin que ambas potencias estén de acuerdo. China, que en un principio se había mostrado contraria a la separación, acabó dando su bendición. Se desconocen todavía los términos del acuerdo, pero el gigante asiático, sin duda, sacará tajada. Las empresas de ambos países están ya en Sudán del Sur, y el Gobierno de Salva Kiir asiste como una novia cortejada por todos. El 75% de los 6.700 barriles que produce Sudán están en el sur, pero los oleoductos para dar salida al petróleo están en el norte. Las dos partes se necesitan. Después de todo, el petróleo hará que estén condenadas a entenderse.

El peligro, como en todos los países africanos con grandes recursos naturales, es que estos conviertan la tierra en un campo minado para la corrupción. En Juba se ven coches lujosos y todoterrenos gigantescos junto a las oficinas de los ministerios. Mientras tanto, las pocas escuelas que existen están masificadas. Un colegio de la ciudad con ocho aulas alberga a 140 estudiantes por clase, aunque están diseñadas para solo 20. También hay falta de médicos y las clínicas de los barrios están dirigidas en muchas ocasiones por gente que tiene ligeras nociones de medicina.

El coste de la vida ha subido en los últimos meses. El precio de un litro de gasolina roza los dos dólares cuando solía costar poco más de uno. Hay escasez y los boda-boda tienen que recurrir al mercado negro para encontrar combustible más barato. Muchos han tenido que aparcar la moto y la gente se ha visto obligada a moverse a pie, incluso ahora, cuando empieza la época de lluvias. "No sabemos muy bien qué país vamos a tener. Será el nuestro y ahora seremos responsables de lo que nos pase", decía hace meses Moses mientras conducía su moto por las calles de Juba.

"Hay que hacerlo todo. Los puentes, las carreteras, los edificios. Hay que conectar al país, y eso va a costar mucho. Pero para eso hemos venido". Orik Simon, de 38 años, hace carreteras en Juba. Él es uno de los miles de personas que han regresado a la ciudad al albor de la nueva patria. En 1985 tenía 13 años. Un miembro del Ejército Popular de Liberación de Sudán (SPLA) le envió junto a centenares de niños a Cuba porque los consideró demasiado pequeños para empuñar las armas en la guerra. Otros de su misma edad no tuvieron tanta suerte y fueron obligados a luchar. Aquella decisión permitió a Orik formarse, emigrar luego a otros países y licenciarse en algunas de las mejores universidades. Orik ha vuelto ahora para quedarse. "Es mi patria y tengo que darle lo que ella me dio a mí sacándome de una guerra en la que podía haber muerto".

Otros lo tuvieron más complicado. Son los llamados niños perdidos. Jacob Akeck todavía no había votado cuando decidió hablar a este periódico el pasado enero. Estaba tan atareado con asuntos de su ONG, Wadeng Wings of Hope, que no tenía tiempo para esperar en las larguísimas colas que se formaron en todos los colegios electorales. "Tenemos una semana para votar", decía entonces en un poblado a las afueras de la capital. Jacob contó cómo tuvo que salir disparado el día en que las tropas del norte irrumpieron por la noche en su choza de Duk Padiet. Emprendió un viaje lleno de peligros por varios países en el que tuvo que enfrentarse a fieras salvajes, el hambre y la sed mientras escapaba de las balas del ejército norteño. Pasó por varios campamentos de refugiados, sufrió los ataques de las poblaciones indígenas que creían que eran niños fantasma. Vio cómo muchos de sus colegas perdían la cabeza o se suicidaban. Siempre pensó que no había llegado su momento. Salió de África dejando atrás los cadáveres de muchos de sus amigos para recalar en Canadá y estudiar en la Universidad. Mientras Jacob hablaba, su relato era interrumpido por las familias del poblado que querían saludarle y reconocer su valor. En otras ocasiones, los oyentes acudían solo para ser fotografiados y mostrar ante la cámara su entusiasmo por el nuevo país, del que se sentían orgullosos de formar parte.

"Educación", insistía Jacob. "Es lo primero que necesita este país. Nuestro futuro será un papel en blanco si no tenemos lo más básico. Por eso he vuelto a Sudán del Sur, para montar una escuela y formar a los niños. Es lo que me salvó a mí, la educación que tuve en Kenia cuando era un refugiado. Eso es también lo que les salvará a ellos".

Como Orik y Jacob, miles de personas siguen llegando cada día a Juba. Los que lo hacen en barco atravesando el Nilo Blanco hasta el puerto de la capital traen toda su casa a cuestas. Cuando llegan, extienden sus enseres en la orilla del río y esperan allí a que el Gobierno y las ONG les lleven a algún lugar de Sudán del Sur, a una tierra fértil en la que empezar de nuevo.

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