Futuro pluscuamperfecto
Quién de ustedes -si tiene cierta edad- de pequeño no creía que de mayor se desplazaría por los aires con una mochila reactor, se saciaría con píldoras de chuletón concentrado, veranearía en la Luna, viviría en ciudades jardín con aceras deslizantes y tendría un mayordomo robot que haría todo en casa?
Cuesta creerlo, pero esas expectativas que hoy suenan fantásticas fueron moneda corriente a lo largo del siglo pasado. Nos las inculcaban la divulgación científica, las series de televisión, las ilustraciones de la revista Life, las películas de ciencia ficción, los anuncios publicitarios, los planes de colonización espacial de la NASA y los pronósticos de los expertos más eminentes.
El Gobierno de EE UU encargó a Disney un cortometraje para niños sobre las bondades de la energía atómica
El paleofuturismo era muy conservador en lo social. Imaginaba casas llenas de sofisticados robots, pero siempre al servicio de una mujer
En tejidos y alimentos hubo una reacción de vuelta a la naturaleza. La ropa y la comida de plástico simbolizaban lo malo de la civilización industrial
Durante décadas nos bombardearon con pistolas de rayos láser que reemplazarían a las armas de fuego, automóviles que se conducirían solos, naves espaciales que surcarían el Sistema Solar en un suspiro, aviones supersónicos que unirían Europa y Nueva York en tres horas y media. La curación del cáncer estaba garantizada, al igual que una longevidad de Matusalén para todos. Y los bebés, por supuesto, vendrían diseñados de antemano conforme al deseo de sus padres.
¿Quién se acuerda hoy del porvenir radiante que auguraba Nuestro amigo el átomo, el cortometraje encargado por el Gobierno estadounidense a la Factoría Disney para convencer a los niños de que "el átomo es nuestro futuro", pues nos daría una energía barata, limpia e inagotable?
En resumidas cuentas, los mañanas prometedores nunca llegaron y cayeron silenciosamente en el olvido. Allí permanecieron hibernando durante años, hasta que el paleofuturismo se fijó el cometido de rescatarlos de las hemerotecas y filmotecas.
El término 'paleofuturismo' lo acuñó el estadounidense Matt Novak, editor de la revista electrónica Paleo-future. La inspiración la recibió de una visita a Epcot, el centro consagrado a la innovación puntera en Orlando (EE UU): "Era un niño y sin embargo tuve la sensación de que esas visiones del mañana estaban obsoletas". La impresión le llevó a hacer de su blog un museo virtual de futuros con olor a naftalina.
Novak no es el primero en fascinarse con la arqueología de los futuros que no se concretaron. Desde hace tiempo se acumulan estudios dedicados a las utopías modernas y las ferias universales, volcadas en escenificar las maravillas que encerraba el porvenir. Por su lado, la corriente estética del retrofuturismo desató en el cine, la historieta y la arquitectura un furor por las descripciones de los futuros caducos y su tecnología arcaica. Pero la repercusión mediática del blog de Novak indica que el interés por la futurología fallida ha trascendido el mundillo de los especialistas y ha desatado la devoción por reliquias entrañables como las prendas metalizadas al estilo astronauta, helicópteros familiares, cirujanos robot, hoteles espaciales, ciudades dentro de cúpulas, hogares controlados por botones, estadios de fútbol con gravedad cero y prodigios del estilo.
¿Cómo no enternecerse ante el aire rematadamente doméstico de muchas de esas previsiones? Un ejemplo: el vídeo de 1967 de la compañía Philco sobre la cocina de 1999. Frente a una consola, el ama de casa consulta por videoconferencia con su marido y su hijo los menús sugeridos por la cocina robot, y su contenido calórico. Acto seguido, pulsa varios botones en un gran horno microondas, y cuando padre, madre y niño se sientan a la mesa, del aparato salen tres bandejas con sendas raciones calientes.
El paleofuturismo es una forma de moda retro. Ya se sabe: en la moda, el pasado siempre retorna. Pero los futuros pasados regresan solo como moda; en los demás aspectos brillan por su ausencia: los helicópteros privados son prohibitivos, la cirugía sigue a cargo de médicos de carne y hueso, los turistas espaciales se cuentan con los dedos, el robot doméstico más versátil es la Thermomix y no sirve de ayuda con la colada, el cáncer dista de haber sido vencido, y ni el GPS nos libra de atender el volante si no queremos estrellarnos.
En ocasiones, las predicciones dieron en la diana: el sueño de 1967 de "hacer la compra con la punta de los dedos" se materializó en el comercio electrónico. Pero en muchos campos hicieron gala de una extraordinaria miopía. Aferradas a la idea de que los ordenadores seguirían siendo armatostes atendidos por equipos en batas blancas, no anticiparon el PC. Tampoco tuvieron el menor atisbo de Internet o de la miniaturización de componentes (los futuros pasados padecían un gigantismo galopante: todo -los edificios, las máquinas, las autopistas, los satélites- debía tener dimensiones enormes).
tampoco acertaron en lo social. Desbordaban de fantasía tecnológica, pero en los restantes aspectos no se apartaban de la pauta dominante. Ninguna vislumbró, por ejemplo, nada semejante al matrimonio gay. Los paleofuturos se centraban exclusivamente en la familia heterosexual de raza blanca (padre y madre, dos hijos, perro y vehículo propio, para más señas), y sin salirse de los roles tradicionales: podían pergeñar los más sofisticados autómatas hogareños, pero siempre al servicio de una mujer encargada de los hijos.
Por fortuna, tampoco se cumplieron las perspectivas más tenebrosas, que las había y en cantidad. Las computadoras no se han adueñado del mundo. Los robots no han enloquecido. Los científicos locos no han aprendido a fabricar ejércitos de clones esclavos. La explosión demográfica no ha desatado hambrunas. El apocalipsis nuclear no se produjo, ni, en consecuencia, el mundo se ha visto asolado por mutantes caníbales.
La imaginación futurista erró en lo bueno y en lo malo. ¿Por qué tanta ceguera? Los obstáculos técnicos imprevistos tuvieron mucho que ver. La energía nuclear no está exenta de riesgos, como probó trágicamente Chernóbil, ni resultó tan barata como aseguraban y trajo el problema de los residuos radiactivos. Los robots más sofisticados son aún demasiado patosos para hacer de mucamos. Y la automatización del tráfico ha planteado a la ingeniería un reto todavía insuperable.
Por motivos similares se incumplieron las promesas de la era espacial. En 1969, la NASA, eufórica por el éxito de la carrera lunar, auguró que en 1985 pondría un astronauta en la superficie de Marte, y en 1989, 48 hombres vivirían en el planeta rojo y otros 24 en órbita. La realidad es que apenas ha podido llevar a esos parajes algunos vehículos robots de escasa autonomía. De los escollos con los que chocaron los pronósticos dan una muestra las vicisitudes de las estaciones orbitales. Las calamidades sufridas por la base rusa Mir y los retrasos en la construcción de la Estación Espacial Internacional desnudan la fragilidad de los planes de expansión cósmica.
El factor económico también desempeñó un papel. Los aviones supersónicos resultaron poco rentables, a juzgar por la experiencia del Concorde. Otros previsiones eran puras fantasías sin sustento: las mochilas reactor, por ejemplo, no podrían llevar combustible más que para 40 segundos de vuelo.
Tampoco previeron el rechazo social a ciertas innovaciones. La industria química fantaseaba con que los productos sintéticos proveerían la materia prima del mañana. Los materiales naturales tendrían los días contados: la formica sustituiría a la madera; el vinilo, al mármol; el nailon, al algodón, y plásticos especiales reemplazarían al acero y al vidrio. Nadie pensó que las fibras sintéticas caerían en desgracia, tornándose en paradigma de lo superficial y falso. "A comienzos de los ochenta despegó el movimiento de regreso a la naturaleza y la indumentaria de origen químico pasó completamente de moda", explica Susannah Handley, autora de Nailon, una historia de las fibras sintéticas. "Las fábricas de tejidos de poliéster cerraron sus puertas una tras otra, salvo las que se reciclaron para producir filtros de cigarrillos, botellas de gaseosas o sacos de dormir". Para esquivar la mala fama del nailon, los fabricantes cambiaron el nombre por el de poliamida.
Con la alimentación ocurrió otro tanto. Según los pronósticos, a estas alturas nuestros almuerzos se resolverían con un cóctel de píldoras alimenticias. Sin embargo, "la contracultura la tomó contra los alimentos procesados al declararlos el símbolo de todo lo malo de la civilización industrial", dice el ensayista estadounidense Michael Pollan, un conocido defensor de la comida saludable. "Como antídoto contra la comida de plástico aportada por la agroindustria, promovió los alimentos orgánicos. De la noche a la mañana, la comida en píldoras pasó de ser un símbolo de progreso a emblema de la reacción".
A fin de cuentas, era la confianza casi mágica en los poderes de la ciencia y la técnica lo que alimentaba el ingenuo optimismo que rezuman esos cuadros. Pero, al tratarse de anticipaciones producidas por los medios de comunicación para públicos masivos, se adaptaban a los valores y prejuicios dominantes. Además, tras la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos monopolizó la imaginación futurista y se volvió la "patria del mañana", un mañana reducido a versiones idílicas y automatizadas del American way of life.
"Las imágenes de futuro son reflejo de la época en que se crearon", expresa Novak. "Los años cincuenta son considerados la edad dorada del futurismo americano. En esa década, las ideas tecnoutópicas a veces parecían reconciliar un futuro de plástico brillante con las ideas más tradicionales de glamour y sueño americano".
Que la mezcla cuajó lo evidencia su difusión por el mundo occidental, que aceptó ese imaginario como suyo. En España, junto con el Pato Donald, Elvis y las Selecciones del Reader's Digest, incorporamos a nuestra cultura las tostadoras láser, los cruceros atómicos y las colonias espaciales. Esta dependencia tiene su explicación: "En Europa, el debilitamiento de la imaginación futurista y del pensamiento utópico creó un vacío que fue colmado por las fantasías generadas por las marcas comerciales y las industrias culturales de origen estadounidense", observa Daniel Innerarity, catedrático de Filosofía de la Universidad del País Vasco.
Del envejecimiento precoz de los futuros de antaño ha quedado registro en el cine de ciencia ficción. En La guerra de las galaxias (1977), las espacionaves -un icono futurista donde los haya- pierden su aspecto bruñido e inmaculado para semejarse a viejas y cochambrosas instalaciones industriales. Blade runner (1982), el clásico del retrofuturismo, conjuga un escenario oxidado con las trincheras, hombreras y esmóquines de los años cuarenta.
La televisión no tardó en lanzarse a explorar las antiguallas del porvenir. Quizá la obra más representativa del talante irónico que impregna al paleofuturismo sea Futurama, la obra de animación ideada por Matt Groening. La desternillante creación del autor de Los Simpsons ofrece la réplica mordaz al futuro consumista y optimista de la serie infantil de los sesenta Los Supersónicos. En lugar de una familia bien integrada, tenemos una pandilla de vagos y frikis -algunos de ellos mutantes o robots- que se las apaña para sobrevivir en el siglo XXXI entre continuos fallos tecnológicos.
El marchitamiento de las ilusiones futuristas es resultado de la evolución histórica, explican los analistas. "En los años cincuenta primaba la sorpresa ante la novedad de la energía nuclear y la electrónica de consumo", comenta Vivian Sobchack, profesora de estudios fílmicos en la Universidad de California. "En los ochenta perdieron su carácter estimulante. Era la hora de las reconversiones de industrias obsoletas y la decadencia de muchas ciudades americanas. A partir de los noventa surge la nostalgia por las expectativas familiares y cándidas de ayer".
Tal vez haya que resignarse al desfase entre lo imaginado y lo que finalmente se hace presente. El mañana es un horizonte temporal, y el horizonte, dice el diccionario, es una línea imaginaria que se aleja a medida que nos acercamos a ella. No deberíamos afligirnos por esto, advierte Innerarity: "¿Cómo sería una sociedad sin un archivo semejante, un mundo en el que se ha llevado a cabo todo lo que se soñó? Sería una sociedad terrible, sin capacidad innovadora".
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