Estrellas cercanas
Tensión en el plató. Maribel Verdú está de morros. Lleva 10 horas transfigurándose sucesiva y apasionadamente en algunas de las divas míticas del cine en sus papeles más legendarios, con el consiguiente trasiego de maquillaje, peluquería y vestuario. No acaba de verse caracterizada como Liz Taylor en Cleopatra. Y, aunque se somete disciplinada a las indicaciones del equipo, está impaciente por resolver la última foto antes de irse a cenar con Aitana (Sánchez-Gijón) y otras amigas de toda la vida. Imperturbable, el veterano fotógrafo Manuel Outumuro dispara las ráfagas que considera oportunas y la invita a ver el resultado en la pantalla del iMac. Cleopatra se baja del trono y suelta por esa boca:
Coronado: "Maribel es una maravillosa artesana de su oficio"
Verdú: "Jose no ha hecho más que ganar con los años"
-Hostia, tío, qué fotón, me encanta, perdona que me haya puesto tan plasta. Es brutal, te lo juro, qué caña, está de puta madre.
Así es Maribel. Torrencial. Malhablada a la manera castiza. Sincera suicida para bien y para mal. Ladradora pero no mordedora. Entusiasta, auténtica. Intensa. A su lado, aunque va más que convincentemente vestido, maquillado y peinado como el Marco Antonio que inmortalizó Richard Burton, Jose Coronado, que acaba de pasar por el mismo y engorroso trance, parece por su actitud el hombre tranquilo de John Ford. Así se ha mostrado de la primera a la última pose. Cordial, correcto, comedido. Profesional. Colaboración, toda. Entusiasmo, el justo y necesario.
Pese a esa aparente diferencia de caracteres, o quizá precisamente por ella, Coronado y Verdú mantienen una química a prueba de décadas dentro y fuera de la pantalla. En la vida son, más que amigos, "hermanos". En el cine, más que colegas, casi siempre amantes. Hasta el punto de que Jose -así, sin tilde, pronunciado a la llana como a él le gusta- ha sido la pareja de hecho de Maribel en la ficción desde que protagonizaron juntos la comedia Salsa rosa hace 20 años.
"Jose es, con diferencia, el actor con el que más he trabajado. Junto a Antonio Resines y Jorge Sanz, él ha sido mi novio oficial en el cine. Fíjate que hasta Pedro, mi chico, que es lo contrario de un marido celoso, me dice: 'Joder, tía, es que es encender la tele y si no estás follando con uno, es con otro", dice Maribel muerta de risa. "En serio, Coronado es un pedazo de actor que se ha despojado de todo lo accesorio y no ha hecho más que ganar con los años. Y un amigo del alma. Hemos compartido muchas cosas y somos cómplices a saco. Además, fue él quien me dio el Goya, y eso no se olvida". "Aunque a veces vaya de reina", bromea él, "Maribel es una obrera, una maravillosa artesana de su oficio, un animal cinematográfico con una intuición y una inteligencia magnífica que además sigue con la misma ilusión de siempre. Solo tienes que ver la emoción y la intensidad que le ha metido a estas fotos".
Más allá de los juegos florales en público típicos de colegas en promoción, la estima mutua salta a la vista. Debe de ser por eso, porque "con Maribel, lo que sea" y "con Jose, sí a todo", por lo que Verdú y Coronado, dos de las estrellas más reconocidas del país, han aceptado a la primera la propuesta de meterse en la piel y el papel de otras estrellas, por muy lejanas que sean, para festejar el inicio de la temporada cinematográfica que marca el Festival de San Sebastián. Y también, por qué no, para darse un homenaje a ellos mismos. Tienen mucho que celebrar.
A pesar de que les separa casi una generación -Jose cumplió 54 en agosto, Maribel hace 41 en octubre-, los dos han culminado casi a la vez 25 años de carrera. Coronado sale en cada plano de No habrá paz para los malvados, el trepidante thriller de Enrique Urbizu que tanto ha gustado en San Sebastián, quizá el papel de su vida. Verdú, hiperactiva, empalma un rodaje con otro mientras aguarda en ascuas el estreno de De tu ventana a la mía, ópera prima de la directora Paula Ortiz, una película potente y poética a la vez que se presentará en la Seminci de Valladolid a finales de octubre. A varias semanas vista de ambos eventos, los dos expresaban sus expectativas al respecto. Cada uno a su estilo. "Lo de mi Paulita va a ser la caña, ya verás", augura Verdú. "Urbizu es Urbizu: hay buen runrún, pero nunca se sabe, ya veremos", templa Coronado.
Llegaron a la profesión por casualidad. Ninguno eligió ser actor. Más bien fue el medio el que les escogió a ellos. Por su belleza, por su simpatía, por su desparpajo. Coronado tenía 30 años y "mucha vida y mucha noche" a la espalda. Verdú, 13 y "todo por vivir". La cámara se enamoró de ellos cinco minutos antes de que ellos empezaran a corresponderle. Solo entonces apareció la vocación. La constancia. El oficio. Cinco lustros después, el idilio continúa. Con sus altos y sus bajos, con sus fases de pasión y desencuentro, como en cualquier relación larga. Pero con la resistencia y la cintura suficientes por su parte para mantenerse un cuarto de siglo en el mercado. Alternando proyectos alimenticios con otros de prestigio. Tomando riesgos. Bregándose no solo en el cine, también en el teatro y la televisión cuando eso era anatema entre los puristas. Y sin "hacer ascos" -admite Coronado- a la "bendita publicidad" que les ha permitido vadear más de una época de vacas flacas.
Así, quienes fueran dos de los símbolos sexuales de la España de los noventa han madurado -ella se ha afilado, él se ha redondeado- y se han convertido en clásicos sin perder esa vena popular que les hace creíbles a la hora de vender yogures con bífidus y causas humanitarias -él-, o trajes de baño y cosméticos de lujo -ella- desde las marquesinas de los autobuses, las revistas y la televisión. Se han ganado a pulso la consideración del público y la industria. Maribel, como es ella, a lo grande: viene de dos años de gloria después del Goya 2009 por Siete mesas de billar francés, su colaboración con Coppola en Tetro y el Premio de Nacional de Cinematografía 2009. Coronado, como es él, de un modo más discreto e íntimo: "Hace tiempo que percibo el respeto de los colegas, y lo agradezco profundamente". Aunque los dos rechazan la palabra poder, se nota que son conscientes de su influencia. Saben que su nombre abre puertas, moviliza recursos, hace que ciertas cosas sucedan. Sus dos últimas películas son el ejemplo perfecto. Tanto el veterano Urbizu como la debutante Ortiz reconocen que escribieron sus papeles para ellos. No eran su primera sino su única opción. Sus fuentes de inspiración. Sus bazas seguras. Hablamos con ambos actores del oficio, de la madurez personal y profesional, del presente y futuro de sus carreras. Cada uno en su estilo. Con cada uno en su territorio.
Santos Trinidad, el protagonista de No habrá paz para los malvados, es un "perfecto hijo de puta que, por salvar el culo, salva el mundo", en palabras de quien le da vida en pantalla. Un policía corrupto, alcohólico, en las últimas, al que una noche se le va la mano con el whisky y el gatillo y mata a las tres personas equivocadas. Lo que viene después son dos horas de testosterona, tensión y tiros, pero también de emoción, amargura y piedad, de las que sale una con el estómago en la boca y el corazón en un puño. Jose Coronado ha citado en su domicilio, un elegante pisazo en la zona de negocios de Madrid, inmediatamente después de la proyección. Abre la puerta una empleada oriental y aparece el anfitrión. El atormentado Trinidad, un tipo sucio, abotargado, ido, muta en este cordial y atractivo cincuentón con pantalón y camiseta de estar por casa en gustoso algodón gris plomo. Barba de una semana. Relajado. Descalzo. Zen. Definitivamente, Coronado parece un hombre tranquilo. Solo el casco de la motazo con la que se sigue moviendo por la ciudad y los posavasos de cuero con el conejito de Playboy remiten al espíritu del "golfo" -lo dice él- niño bien y guaperas, exestudiante de derecho y medicina, y exempresario de ocio y agencias de modelos que se metió a actor por su cara bonita pasados los 30.
"Santos Trinidad es un regalazo de bodas de plata que me ha hecho Enrique. Hoy ves tus primeros papeles y te espantas de la impostura y los trucos de los que tirabas. La ambición del actor maduro es conquistar la naturalidad. Yo no sé si estoy maduro, si es que se llega a estarlo alguna vez, pero ya no soy el imberbe de antes y sé cómo se manejan las herramientas del oficio. En esta película, el reto era lograr la empatía del espectador con esa bestia, la contención era fundamental, y para eso no hay más utensilio que trabajo, trabajo y trabajo".
'No habrá paz...' es la tercera colaboración de Coronado con el director Enrique Urbizu. Fue en la primera: La caja 507 (2002), y en la segunda: La vida mancha (2003), cuando muchos atisbaron y confirmaron en el bello Jose el poso de un actor de primera clase. Sólido. Convincente. Versátil. Él lo sabe. No le sorprende la pregunta.
-Hay quien dice que solo debería trabajar con Urbizu, porque es quien le hace brillar como actor.
-[Ríe]. Ojalá, ya firmaba yo por eso. Enrique es la crème de la crème. Es cierto que saca de mí lo que nadie. Quizá porque confío en él como en nadie. Me dice que me tire por un barranco y me tiro porque sabe lo que quiere y lo consigue. Con otros directores soy más precavido. He hecho ciertas cosas, me he dado ciertas hostias, y aunque no me arrepiento de ningún papel porque todos me han llevado a donde estoy, sí me he vuelto más prudente, ir a salvar mi personaje y no entrar en la mediocridad de algunos.
Urbizu considera a Coronado su "actor fetiche", sí. Pero cree "injusta" la idea de que solo deslumbra bajo su batuta. "Jose es quien es por él mismo, independientemente de con quien trabaje", sostiene el director. "Me gusta su pinta, su apostura, esa masculinidad con la que borda los tipos duros. Han pasado 10 años de La caja 507, y desde entonces ha ganado en confianza expresiva, economía de medios y eficacia como intérprete. Es un valor tan seguro que, al tenerlo como protagonista de mis películas, me he podido arriesgar con el resto del reparto".
Coronado, que estuvo semanas zampándose "unos Magnum de aúpa" para encarnar al desfondado Santos Trinidad -"Urbizu me pone unos nombres de coña: en La caja me llamó Rafael Mazas, el cabrón"-, ha recuperado la forma. Los años han limado las aristas faciales que le convirtieron en el mascarón de proa de los actores de su generación. No parece lamentarlo. "Tuve la suerte de que cuando empecé éramos muchos menos, ahora hay 10 veces más. Pero no, no me preocupa la competencia de los jóvenes porque jugamos en espectros diferentes. Yo tengo 54 tacos y ya no me van a llamar para ser el novio ni el hijo de nadie".
-Aún puede ser un galán maduro. Siempre se ha reconocido como un seductor. ¿Cómo lleva el paso de los años?
-No creas, cada vez beso menos. Entre los 30 y los 40 era diario, pero en la última década ha bajado mucho [ríe]. En serio, el hombre tiene un punto de cazador: le pasa a un albañil y al director del FMI, que pierde los papeles por un trofeo. Es acojonante, pero es así. A mí me ha bajado muchísimo ese punto. Antes no dejaba pasar algo que me gustase y pudiera conseguir. Ahora me pasan constantemente mujeres preciosas por delante y las dejo correr porque he formado mi vida con otras cosas: mi familia, mis hijos, los míos. Supongo que eso es la serenidad de la madurez.
-¿Cómo se ve dentro de 10 años?
-Pues aquí, haciendo otra entrevista contigo por haber interpretado a un jubilado de Telefónica, o a un viejo verde, o lo que caiga. Eso es lo maravilloso de esta profesión, que nunca se acaba. Hay personajes de todas las edades. Todos somos necesarios.
Durante tres años después del estreno de Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001), Maribel Verdú llegó a pensar que ya no era necesaria. Que el mundo del cine, su mundo, se había olvidado de ella. "Venía del boom de Y tu mamá..., y de repente el teléfono dejó de sonar. No me llamaba ni Dios. ¿Por qué? No tengo ni idea. Bueno, sí la tengo, y se lo he dicho a ella, que es amiga: la culpa fue de Leonor. En esta profesión, aparte del talento, también funcionan las modas, era el momento de Leonor Watling y ella se lo llevaba todo. Hasta que llegó Guillermo del Toro con El laberinto del fauno y me rescató del ostracismo".
Si es como dice, a Maribel le ha dado tiempo a estar de moda varias temporadas durante sus 25 años de carrera. Esta es la última, de momento. No para. La frase que ella misma teclea en el estado de su WhatsApp es una buena crónica de su agenda de rodaje. "Como estrellas fugaces" rezaba en junio. "Blancanieves", en julio. "Empiezo Fin" dice estos días. Ahora mismo tiene el iPhone en silencio, pero se intuye el soniquete constante de los recaditos. "He descubierto tarde la tecnología, pero me flipa. Las redes sociales, no: tengo solo 30 amigos y soy muy analógica para eso. Pero el mundo mensajes y correos me encanta. ¿Sabes lo que dice Jose en su WhatsApp?: 'Solo urgencias, el W me pone nervioso'. ¿Te lo imaginas, histérico con los ruiditos y las teclitas?", ríe.
Maribel ha citado en el Café del Arte de la calle de Alcalá, una zona muy céntrica y muy de barrio a la vez. Hasta hace poco vivía en este edificio, y este local era una prolongación de su salón. Se sabe la vida y milagros de los empleados. Mari, la encargada -"una tía con una historia personal tremenda, pero ahí la tienes, pintada como una puerta y con la sonrisa puesta desde las siete de la mañana; eso es currar duro, y no lo nuestro"-, no está, y Maribel no se va sin antes dejarle una nota cariñosa. Ella ha venido en autobús, "el 20, son un par de paradas", desde su nueva casa, justo enfrente de la Real Academia de Arte Dramático. Alguna vez la han invitado a dar una charla a los alumnos. A ella, que no ha pisado una escuela de interpretación en su vida. Empezó a actuar casi antes que a vivir desde que, a los 13 años, después de darse un atracón de gominolas, entrara con sus trenzas y su uniforme de colegio de monjas a pedir una manzanilla en la cafetería de los estudios Cinearte y le echara el ojo un colaborador del director Vicente Aranda. La huella del crimen (1985) fue la primera de más de 60 películas y decenas de obras de teatro y series de televisión que acredita hoy la maestra Verdú.
-¿Notó el momento en que pasó de ser júnior a sénior?
-Claro que lo notas, tía. Como que de repente eres la más vieja del rodaje, para empezar. No me da nada de yuyu, soy de esas anormales a las que les encanta cumplir años. Ves que se te acerca gente joven a felicitarte y sientes su respeto. Mola, da mucha satisfacción.
Aunque solo se llevan nueve años, la directora Paula Ortiz (Zaragoza, 1979) creció viendo a Maribel Verdú en pantalla: "Esa tuerta de La buena estrella, esa superviviente de Y tu mamá también se me quedaron grabadas". Era en ella en quien pensaba cuando escribía el guión de su primera película en una universidad de Nueva York hace cuatro años. "Para mí, Maribel es una clásica", confiesa. "Necesitaba a una actriz frágil y fuerte a la vez para encarnar a una mujer capaz de generar vida y sacarla adelante en medio del páramo. Y ella tiene el físico, la fuerza y la capacidad emocional para tirar del personaje. No soy ilusa. Pensaba que diría que no a una primera película de una desconocida, sin producción, sin apoyo, sin equipo. Pero dijo sí. Fue el primer nombre con el que empezamos a tirar del proyecto. Es por ella que estamos aquí, y se lo agradeceré siempre". Aquí es la sala de proyección de un estudio de sonido de Madrid donde una emocionadísima Ortiz asiste al primer aplauso que cosecha su película, recién montada y sonorizada, ante el productor Montxo Armendáriz, el segundo sí que obtuvo después del primer sí de Maribel.
Días más tarde, Verdú escucha regocijada el relato de los hechos, y tira balones fuera. "El mérito es de Paula, pobrecita mía. Su historia me fascinó desde el principio. Como la Blancanieves de Pablo Berger, otra ópera prima que acabo de rodar. Me gusta hacer primeras películas. Yo también me beneficio de su energía y entusiasmo. Es un riesgo acojonante, porque nunca sabes. Pero cuando aciertan, qué gusto da haber estado ahí". En todos estos años, Maribel ha hecho de todo: bueno, malo y regular, admite, pero siempre bajo su responsabilidad. "Mi carrera la he gestionado yo. Los aciertos y los errores son míos. Lo que sí creo que tengo es intuición. A veces, tienes que hacer cosas que no te apetece nada porque no te queda más remedio, pero sabes que la estás cagando. De unos años a esta parte, intento que eso no suceda. Hacer cosas especiales, escogidas. Y puede que me equivoque. Desde el éxito de El laberinto del fauno, he rechazado propuestas muy comerciales de fuera porque creo que no me aportan nada. Pero luego piensas que igual pecas de exquisita, y que, tal y como está el patio, a lo mejor te valorarían de otra manera haciendo Misión imposible 4".
-Ha pasado la frontera de los 40 y no para de trabajar. ¿Cree que se está abriendo el abanico de papeles para mujeres maduras?
-Ojalá. Confío en que no estemos tan enfermos para hacer pelis solo para y con niñatos de 17 años. El otro día vi Los chicos están bien y flipé con Julianne Moore y Annette Bening. Qué pedazo de tías, con 50 tacos y sin haberse tocado nada, con lo que es Hollywood. Eso es el futuro, tía, verás.
-¿No cree que, sin salir de España, hay colegas suyas que se han cargado su carrera precisamente por tocarse?
-Perdona, no es que lo crea, es que estoy convencida. Pero en eso estoy con Sally Field, que dice respecto a su papada: "Ya sé que tengo cortina, pero es mi cortina". No juzgo a nadie, que conste. He visto a cerebros privilegiados sucumbir. Hay que tener mucha cabeza y mucha autoestima para jugar con eso, y no entrar en ese mundo, que tienen todas la misma ceja, y el mismo pómulo, y el mismo morro.
-¿Usted no ha notado esa presión?
-[Silencio de tres segundos]. No. Sé que está, no soy imbécil, pero no lo noto porque me niego, porque no quiero. Yo soy flaquita y voy a ser toda pellejos, como Bette Davis. Tengo mis arrugas de reírme, de tanto pensar [ríe], y también tengo mis patas de gallo, como decía una amiga muy bestia, de tanto soltarle a los tíos [achina a tope los ojos]: "Que dices que te chupe ¿qué?"[se troncha]. No, en serio, tía, mejor intentar envejecer con dignidad y hacer los papeles que te corresponden por edad. A eso aspiro.
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