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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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España es un país peligroso

Lo digo sin la menor duda. Lo afirmo. Lo aseguro. España se ha convertido en un país más peligroso que Líbano. Por eso he decidido regresar. No es por amor al riesgo. Es por odio al retroceso. Hay que luchar para impedir que caiga en la miseria moral y política de la que tan trabajosamente salimos hace más de tres décadas.

La mente viaja constantemente -y más en estos tiempos de Planeta Ciberia- y, en cuanto al corazón, visita tantos países como oportunidades tuvo de amar sin reparar en fronteras. Es el cuerpo el que necesita ubicarse, apoyarse en un territorio elegido, como el compás precisa de un punto fijo para trazar su onda expansiva. La carcasa que reúne los viejos órganos es la nave que, anclada -no varada- en el puerto de su elección, envía señales luminosas o paquebotes, avanzadillas defensivas, llamadas de aviso, advertencias que sirven de refugio contra la tormenta. Es la que pide ayuda, reagrupamiento, relanzamiento de los buenos ideales. Esa nave, ese cuerpo, esa voluntad que no quiere rendirse.

"He decidido regresar. No por amor al riesgo. Es por odio al retroceso"

Habrá que retornar al propio país. Así lo haré, antes de que mi propio país me resulte ajeno, a fuerza de mostrarse en permanente reflujo. En estos últimos casi cuatro años, durante los cuales Beirut ha constituido mi domicilio fijo, he visto lo peor de Líbano resurgir y calmarse, calmarse y volver a resurgir; nada sorprendente, por otra parte. Sin embargo, para lo que no estaba preparada es para lo que he contemplado crecer y afianzarse en España, a lo largo de mis visitas, y por el hecho de permanecer continuamente informada. Me refiero al cansancio moral, a la derrota ética. Me refiero a cómo sacan pecho en nuestro país las fuerzas más reaccionarias, más corruptas, más perversas, más malolientes, más antidemocráticas. Me refiero a cómo conviven en nuestro territorio las peores lacras del mafiosismo mediterráneo con las más execrables costumbres del catolicismo más rancio. Me refiero a la estupidez de las izquierdas, siempre prestas para el parloteo y siempre reacias a reflexionar y unirse. Me refiero al socialismo debilitado por sus concesiones a la derecha. Me refiero al provincianismo nacionalista. Me refiero al relajamiento en la enseñanza de valores. ¡Valores! Madre santa, parece que esté hablando de una epidemia definitivamente desterrada cuando nombro la palabra valores.

Será mundial, será europeo, será berlusconiano, será un mal común… me da lo mismo. Quienes sabemos de qué simas llenas de serpientes surgió España cuando alcanzó la democracia, no ignoramos que nuestro retroceso total, nuestra derrota, resultaría infinitamente más perjudicial para nosotros que para cualquier otro país. Aquí la producción de odio y de ignorancia no son sólo industriales. Existe en sus cimientos un gran esfuerzo artesanal y cotidiano, realizado por parte de muchos, y a lo largo de demasiados años. Un paso atrás, y nos veremos pringados hasta el cuello del peor de los productos de tales fabricaciones: el miedo.

Un miedo tapa al otro y, entre todos, los miedos encubren el peor: el miedo a la libertad. Nuestro miedo a la crisis económica, a sus consecuencias reales y tangibles, convierte en secundario para la ciudadanía, por desgracia, el miedo a perder las libertades.

Crecí en una España en la que el miedo era una segunda piel. Pero la esperanza del pueblo y la grandeza de unos líderes políticos forjados en tiempos más duros nos ayudó a que esa piel, seca, saltara de nuestro ser social. Hoy nuestros líderes carecen de estatura, pero nuestro deber es obligarles a que la recuperen. De lo contrario, será cierto eso de que tenemos lo que nos merecemos.

España peligrosa, abocada a un futuro de viejos de espíritu, a su vez eternos inmaduros ante la responsabilidad que todo momento histórico arroja sobre los ciudadanos. Todos bien quietitos, bien lavadito cada cerebrito y, en el horizonte, la única revolución que aparece a la vista, la de la generación del gratis total, frente a la involución no menos evidente, la protagonizada por la generación de la mediocridad completa.

Sí, estoy harta de vivir en Beirut, tan previsible, tan tranquila. Con sus milicianos armados controlando ciertos restaurantes, con su ejército vigilando las calles cada vez que una secta celebra una festividad. Es en España en donde nos la jugamos realmente.

A ver si me organizo y monto la mudanza.

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