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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Escenas de efímera exasperación II

Javier Marías

Escena séptima. También habrán comprobado cómo una de las cosas más sencillas y rápidas a la hora de comprar algo -pagar-, se ha convertido en la más enrevesada e inacabable, lo cual explica las enormes colas ante cualquier caja registradora. Antes la gente sacaba unas monedas o unos billetes, los entregaba, recibía el cambio y se largaba sin más. Ahora la operación es complicadísima y eterna. La dependienta pasa el objeto adquirido varias veces por un hueco, para desmagnetizarlo y que no pite al salir; luego lo pasa por otro sitio para que su código de barras sea leído, por lo regular sin éxito, por lo que al final ha de teclear unos números extraños que antes debe consultar. Después le arranca trabajosamente etiquetas con un cúter. A continuación pregunta al cliente si tiene carnet del comercio en cuestión, o de socio preferente, o de puntos, o no sé qué de doble cero, y como todo el mundo tiene algo, pasa el plástico correspondiente para aplicar descuento o acumular lotería o lo que sea. El comprador saca entonces la visa, la empleada le pide el DNI, aquél no lo encuentra; cuando por fin da con él en el fondo del bolso, a menudo la tarjeta no funciona. "¿Tiene otra?", y vuelta a rebuscar. "A ver, pruebe con esta". Por fin la segunda es aceptada, y el cliente ha de desplazarse hasta una pantallita en la que debe firmar, pero la firma con frecuencia no se ve, así que a intentarlo de nuevo con pésimo bolígrafo. ¿Hemos terminado? En modo alguno. "Es para regalo", dice el comprador, y entonces se procede a envolver un escuálido CD con toda clase de lacitos y perifollos. No saben cuántas veces he dejado lo que llevaba en la mano al ver que me precedían tres o cuatro personas obligadas a pasar por este largo trance. Siempre pago en efectivo, eso que la gente ha olvidado y que en algunos países ya es hasta motivo de sospecha.

"Si ya van dos o tres personas juntas, taparán la calle como una barrera infranqueable"

Escena octava. Si uno entra en una farmacia española, debe saber de antemano que se pasará media tarde allí. Es comprensible que alguien haga una consulta, del tipo "¿Qué me recomienda para el dolor lumbar?" Lo que ya no lo es tanto, y sin embargo sucede sin cesar, es que el comprador de cualquier medicamento explique al empleado por qué lo toma y lo necesita, cómo y cuándo se lo administra, lo que le dijo el médico al respecto, el efecto que le hace o no le hace y cómo su prima, que también lo probó, le tenía intolerancia. Si uno aguarda su turno en una farmacia, es raro que no se vea obligado a escuchar un par de disertaciones más bien deprimentes sobre eczemas, o antiastringentes, o antidiarreicos, o sobre los diversos y originales comportamientos de un cuerpo en perpetua observación. No sé cómo no hay más suicidios en el gremio de los farmacéuticos.

Escena novena. Cada vez hay más individuos con perros por las calles de las ciudades. Si digo "perros", es porque ya es menos raro el sujeto que lleva dos o tres que el que tira tan sólo de uno, como acaecía antaño por lo general. Estos dueños de perros, habrán observado, se gastan unas correas flexibles que les permiten darles a sus animales cuanta cuerda necesiten, de tal manera que, entre los muchos chuchos y las larguísimas correas, ocupan la acera entera y la convierten en una trampa mortal para los transeúntes sin bicho. Uno tropieza, se cae, con el consiguiente alboroto canino, o bien queda enredado y atrapado en una madeja que en pocos segundos lo hará sentirse como una momia vendada y quizá embalsamada.

Escena décima. Si a esto añadimos que en numerosas ciudades, pero sobre todo en Madrid, el Ayuntamiento llena las calles de malignos obstáculos (aquí un quiosco descomunal, allí unos chirimbolos, más allá mil bolardos, cinco contenedores de tamaño gigante, ochocientos andamios, vagones de cascotes, torrecillas del metro, pivotes, papeleras que nadie vacía y que rebosan porquería que cae a los suelos, máquinas de barrer que emiten un espantoso ruido y levantan más polvo del que recogen, mimos odiosos, bandas de pseudomariachis y de pésimos músicos de jazz, por no hablar una vez más de las zanjas, socavones y vallas de las infinitas obras), caminar por ellas supone jugarse la vida, o por lo menos las piernas.

Escena undécima. Tal vez por eso, y porque se ha perdido toda traza de cortesía y educación, ya casi nadie cede el paso ni tan siquiera se "estrecha" al cruzarse con alguien. La mayoría de la gente no se aparta ni desvía un ápice de su trayecto, como si los demás fueran invisibles, y lo normal es que, si no tiene uno la prudencia de hacerse a un lado, sea arrollado o reciba un topetón. No importan el sexo ni la edad de los peatones autómatas: lo mismo un joven con sus cascos de música que una señora gorda con su móvil al oído, nadie facilitará el paso simultáneo de dos caminantes, todos se limitarán a embestir.

Escena duodécima. También es cada vez más difícil adelantar a nadie. No se sabe por qué causa, una sola persona tiende a ocupar la acera entera, bien porque zigzaguea, bien porque se "ensancha" inverosímilmente, a lo cual contribuyen no poco las abultadas bolsas que todo el mundo porta. Si ya van dos o tres personas juntas, taparán la calle durante minutos como una barrera infranqueable. Entre unas cosas y otras, yo suelo avanzar por la calzada, en permanente riesgo de ser atropellado por un coche y morir, lo más probable es que junto a un bolardo o a un perro que ladra. La verdad, no sé cuál preferiría que fuera mi última visión.

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