Dormir en cápsulas
Parecen casetas para perros, pero son las habitaciones de un hotel. Sin baño, sin vistas, sin armario. Por no ofrecer, no dan ni la posibilidad de estar de pie. Es la moda de los hoteles-cápsula de Japón, diseñados para ejecutivos sin tiempo para volver a casa
Cae la noche y brilla el neón en Tokio, la ciudad más poblada del mundo, con 26 millones de habitantes. Los establecimientos comerciales del barrio de Shinjuku rugen de actividad. Las bocas de metro engullen a mujeres y niños de camino a casa y escupen a decenas de miles de ejecutivos y trabajadores trajeados. Las corbatas lacias y la mirada perdida. El silencio reinante en el suburbano muta en el exterior para convertirse en una cacofonía de músicas y reclamos comerciales. Los sex shops y las tiendas de electrónica se llenan, al igual que las monstruosas salas de recreativos en las que jóvenes vestidos de forma extravagante dan saltos como poseídos sobre los círculos de luces de algunas máquinas al ritmo de música electrónica. En otros recintos, personas de toda edad y condición son abducidas, junto a sus ahorros, por las atronadoras máquinas tragaperras.
El cubículo no tiene ningún ángulo recto ni esquinas afiladas, que suponen un peligro en tan reducido espacio
En estos hoteles se entablan relaciones sociales y económicas vitales en la jerarquizada sociedad nipone
"Ante la creciente importancia de la mujer en el mundo de los negocios, hemos decidido hacer mixto el hotel"
Una extraña metamorfosis se apodera de las calles a medida que avanzan las manecillas de los relojes. Los bulliciosos comercios echan sus persianas, los jóvenes se dispersan y una sórdida atmósfera se apodera de gran parte de la zona. El barrio rojo comienza a hervir, e impresionantes negros dos por dos hacen acto de presencia como recién salidos de un partido de la NBA. Vestidos con amplios pantalones vaqueros, y haciendo gala de pesadas cadenas y llamativos anillos de oro, susurran cifras al oído de los hombres que pasan a su lado. Hiroshi acaba de terminar una importante reunión en una compañía financiera nipona. Son casi las once de la noche y su hogar queda a más de 80 kilómetros. Telefonea a su mujer. Al día siguiente fichará a las ocho de la mañana, por lo que no le compensa regresar a dormir. Cuelga el aparato y no tarda en dejarse seducir por una buena oferta que le lleva a un local de nombre sugerente: Girls Fortress (La Fortaleza de las Chicas).
Una hora después, Hiroshi se encuentra descalzo en el vestíbulo del Green Plaza Shinjuku, el mayor hotel-cápsula de Tokio. Y del mundo. Comienza la hora punta en el establecimiento, y la ordenada cola sigue el serpenteante recorrido delimitado por cintas rojas. A estas alturas, las corbatas ya se han escondido en algún bolsillo de la chaqueta. A pesar de que el reloj da la medianoche no se ve un solo bostezo. El precio -4.300 yenes (31 euros)- da derecho a Hiroshi a pasar la noche en una cápsula, a guardar sus pertenencias en una estrecha taquilla en la que le esperan la yukata (el tradicional albornoz japonés) y una toalla, y a hacer uso de las instalaciones colectivas del hotel, que se publicitan como propias de un establecimiento de cuatro estrellas. El recepcionista ofrece una llave-pulsera a Hiroshi, que se ajusta a la muñeca, y le dirige hacia la zona de taquillas, estrechos espacios diseñados para contener un traje y un ordenador portátil, el equipaje del hombre de negocios japonés.
Junto a medio centenar más de hombres silenciosos, cambia su traje por el albornoz, la única vestimenta permitida en el interior del hotel. Con las zapatillas de celulosa en las que luce el logo del Green Plaza, Hiroshi recorre interminables pasillos repletos de cápsulas que dan la sensación de encontrarse en un cementerio. Filas de dos pisos de nichos. Un piloto verde encendido avisa de cuáles están ya alquiladas, aunque la mayoría de ellas tiene recogida la esterilla de bambú que hace de puerta, y aparece vacía. Busca su cápsula, la 2136, y se introduce en el pequeño cubículo amarillo: 1 metro de alto, 1 de ancho y 1,90 de largo. Hace calor. Abre la boca del aire acondicionado, situada en el techo sobre la cabeza, a pocos centímetros de la única fuente de luz del interior. Una fresca corriente de aire inunda el pequeño nicho, acompañada de un susurro. Un blanco haz de luz revela los detalles del alojamiento, que no cuenta con ningún ángulo recto ni esquinas afiladas, que suponen un peligro en tan reducido espacio. En el lado izquierdo, la pared sólo cuenta con un espejo circular y un panel en el que se explican las rutas de escape en caso de emergencia. También se detallan algunas prohibiciones como la de fumar en el interior o la de pernoctar dos o más personas en un solo cubículo, algo incomprensible para la mentalidad occidental. El lateral derecho cuenta con un pequeño saliente a modo de repisa, y sobre él se encuentra el panel de mandos, con el que se controla desde la intensidad de la luz hasta el canal del televisor. Tras comprobar que la pantalla empotrada en el techo funciona, se dirige con su toalla al quinto piso del hotel, donde están los baños y las saunas comunitarias.
Reina un ambiente animado. Son las 0.45 y las jóvenes masajistas no dan abasto. Son las únicas mujeres autorizadas a permanecer en el interior. Los clientes llegan procedentes de las duchas y del baño turco, ansiosos por despojarse del estrés que no han podido abandonar en burdeles o comercios, con la ayuda de sus expertas manos. Por 3.300 yenes (23 euros), el masaje resulta económico. Para quienes esperan su turno hay diferentes opciones: desde salas de recreo con ordenadores de los que mana el inconfundible sonido de los disparos de juegos de guerra hasta restaurantes abiertos las 24 horas. Decenas de japoneses observan un partido en las pantallas colocadas en fila en un amplio salón en el que flota el olor a cerveza.
De repente, un extranjero hace acto de presencia; un occidental. Las miradas le siguen y los conocidos acercan sus cabezas en voz baja con socarronas sonrisas dibujadas en el rostro. Silencio. La japonesa es la sociedad más endogámica del planeta, y los elementos ajenos no son especialmente bienvenidos en lugares tan herméticos como el Green Plaza Shinjuku. El extranjero, por su apariencia nórdico, no tarda en desaparecer en busca de su cápsula.
Antes de las dos de la madrugada son pocos los que ocupan ya su habitáculo. Aunque los japoneses están acostumbrados a los espacios reducidos, aprovechan la ocasión para entablar relaciones sociales, vitales en la jerarquizada sociedad nipona. En el hotel se dan cita empleados y jefes, socios y rivales. Se suceden las conversaciones de índole económica al calor de los vapores de las saunas.
Poco a poco, los espacios comunitarios van despejándose, aunque nunca quedan vacíos. Hay quienes prefieren dejarse abrazar por el sueño en la sexta planta, en cómodos sofás situados frente a mudas pantallas planas. La mayoría, sin embargo, hace uso de su pequeño espacio amarillo chillón. No es fácil acostumbrarse a la estrechez. Parece como si faltara el aire. Con la luz encendida, la cápsula provoca una sensación de agobio que va derivando en claustrofobia según pasa el tiempo. Mantener la persiana subida ayuda, pero resulta inevitable atraer con ello indiscretas miradas. Una vez apagada la luz, el espacio parece hacerse aún más pequeño, y cualquier movimiento puede acabar en un golpe seco contra las paredes del cubículo. La respiración resuena en las paredes. Es la sensación más cercana a ser enterrado vivo.
Pasan las horas y el sueño no aparece. Los ronquidos de los vecinos, las películas pornográficas a todo volumen y los movimientos del obeso de la cápsula de encima se lo impiden. El irregular flujo del aire acondicionado colándose a trompicones por la rejilla sobre la cabeza resulta música celestial comparado con los gemidos de la actriz porno que finge un orgasmo en la cápsula 2315 o con los ronquidos del hombre de Yokohama que disfruta de la 2324. Pero los efectos secundarios del intermitente chorro de aire hacen mella. Ahora hace un calor sofocante, y un poco más tarde son necesarios tres edredones para combatir el frío. Pasa el tiempo en el reloj digital del aparato de radio. Números verdes sobre fondo negro. Las 2.30, las 3.00, las 3.30
Las 7.00. Comienzan los agudos pitidos de los despertadores incorporados en la propia cápsula, las músicas polifónicas de los móviles, los bostezos y las características sintonías de Windows al iniciarse. Los golpes en las paredes de la cápsula aumentan su intensidad. Hay que salir arrastrándose, vestirse el albornoz de algodón con el logo del hotel y dirigirse al baño. Dos filas de siete lavabos cada una. Cinco baños como ése en cada planta. Gárgaras, legañas, maquinillas de afeitar, cepillos de dientes, mezcla de colonias y after shaves. El ritmo es ya frenético. Empujones, reverencias de disculpa y caras largas. La recepción se llena de japoneses en camiseta de tirantes que adquieren un kit completo de camisa, corbata y gemelos. Están de oferta por 3.500 yenes (25 euros), y al trabajo hay que llegar impoluto. Hiroshi escoge una combinación de azules y, tras adquirir un café en un Starbucks, se une a la marea humana que se dirige a la boca de metro.
El primer hotel-cápsula abrió en Osaka en 1977. La carestía del suelo elevó los precios de los hoteles convencionales a límites inasequibles para el ciudadano corriente, y este nuevo tipo de alojamiento fue expandiéndose por las grandes ciudades de Japón. Su ubicación, cerca de las estaciones de metro y tren, ya que muchos de los que perdían el último viaje decidían hospedarse en ellos ante lo costoso de realizar el trayecto en taxi. Generalmente, los japoneses cubren grandes distancias desde su hogar hasta el lugar de trabajo, y el transporte público tiene una aceptación excepcional. La mayoría no utiliza el automóvil para sus desplazamientos.
Teramako Nagashi abrió su establecimiento, el Capsule Inn Akihabara, en el año 1987. Siguiendo el esquema habitual, el hotel está situado junto a la estación de Akihabara, en la capital del país. "Aunque se han abierto muchos hoteles de cápsulas en otros barrios y por razones muy diferentes, al nuestro siguen llegando sobre todo hombres de negocios que han salido tarde de trabajar y tienen que volver pronto a la mañana siguiente", explica el propietario. A su negocio sólo se puede acceder a partir de las cinco de la tarde, y hay que abandonar la cápsula antes de las diez de la mañana si no se quiere pagar un recargo de 1.500 yenes. Su hotel cuenta con 208 cubículos de fibra de vidrio amarilla verdusca distribuidos en siete plantas, de las cuales una está destinada a las mujeres. "Ante la creciente importancia de la mujer en el mundo de los negocios del país, hace cuatro años decidimos cambiar y hacer mixto el negocio", comenta Teramako. "Es posible que dentro de poco dediquemos una planta más a las mujeres".Yuka Honda se niega a plegarse al tradicional papel de ama de casa que desempeñan muchas mujeres japonesas tras su graduación en la universidad. Ella es una de las que se han instalado en el sexto piso del Capsule Inn Akihabara, donde los dibujos de la señalización de los baños todavía revelan que el establecimiento estaba dirigido en exclusiva al género masculino. A diferencia de lo que suele ser habitual, esta joven natural de Osaka, de 28 años, ha decidido establecerse en este alojamiento durante toda la semana que dura el curso de reciclaje al que la ha enviado su empresa, dedicada a la nanotecnología. "Es mucho más barato que uno tradicional, y como sólo lo utilizo para dormir, no tengo ningún problema con los horarios estipulados".
Hui Ling también ha decidido alojarse en el Capsule Inn. En su caso, "para vivir una experiencia diferente". Procedente de Singapur, esta joven de 24 años es una entusiasta de la cultura del Sol Naciente. "No podía dejar pasar la oportunidad de vivir algo que sólo está disponible aquí", explica. Como ella, muchos turistas se ven atraídos por una forma de alojamiento que se ha convertido en un símbolo de la forma de vida japonesa. "Y además resulta barato", puntualiza Ling.
Pero el local de Teramako no sólo da cobijo a ejecutivos que han perdido el último tren o a turistas en busca de sensaciones exóticas. Son las 0.30, hora punta en el trabajo del propietario, que se turna en la recepción con dos empleados más. Comienza un goteo de clientes que hacia la una deriva en todo un aluvión. Hacen su aparición hombres de negocios procedentes de cenas de trabajo. Y con ellos el aroma del alcohol. Se rompen las rígidas formas niponas: algunos olvidan descalzarse a la entrada, otros tararean los éxitos pop del momento e incluso hay quien nunca llega a su cápsula. "En más de una ocasión he tenido que dejar a alguien que durmiera en las escaleras. Estaban tan borrachos y eran tan gordos que no era capaz de hacerles ir hasta la cápsula", cuenta Teramako con una sonrisa.
El fenómeno de los hoteles-cápsula es todavía exclusivo de Japón. Son fiel reflejo de la sociedad y la cultura niponas, de un país entregado al trabajo que supone todo un quebradero de cabeza para la mentalidad occidental. Sin embargo, el encarecimiento de las tarifas hoteleras en Europa y el auge de las compañías de bajo coste ya han impulsado a varias empresas a construir establecimientos con habitaciones diminutas en ciudades en las que el suelo edificable tiene precios astronómicos. Quien quiera un lugar barato para dormir en Londres ya tiene la opción de pasar la noche en un easyhotel, con minúsculas habitaciones acordes con la línea aérea a la que pertenece, Easyjet.
Hasta ahora se podía viajar a ciudades como la capital británica por el equivalente a un trayecto en metro, pero a la hora de conseguir un techo bajo el que resguardarse, el ahorro en el billete de avión se echaba a perder. Ya no hay que preocuparse: es posible dormir en una minúscula habitación por 30 euros la noche. Este tipo de hotel comienza sus andanzas por otras capitales europeas como París o Bruselas. Es la interpretación europea, edulcorada, de los hoteles-cápsula. Japón no sólo exporta electrónica.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.