Darwin, discutido 200 años después
Los siglos justos después del nacimiento de Charles Darwin, el hombre que postuló que las especies se transforman en otras gracias a la selección natural sin ninguna intervención divina, nos topamos con un hecho chocante: en EE UU, la nación científicamente más avanzada de la Tierra, el 48% de sus habitantes piensa que el ser humano fue creado directamente por Dios en los últimos 10.000 años, según una encuesta de una revista científica de prestigio, PLoS Biology. Y la mujer que aspiraba a ocupar el segundo cargo político más poderoso del planeta, la gobernadora republicana Sarah Palin, manifestó en 2006 que el creacionismo debería enseñarse en las escuelas como un punto de vista alternativo a la evolución, al ser "importante un debate saludable", recoge la revista Nature. ¿Qué se podría pensar de una potencial vicepresidenta que simpatiza con la idea de que la Tierra tiene sólo unos cuantos de miles de años de edad? "Me encantaría que alguien le hiciera esa pregunta", responde Tim Berra, profesor emérito de Evolución de la Universidad de Ohio. "Es realmente frustrante y desmoralizador comprobar que la mitad de los norteamericanos no aceptan la evolución".
Berra es el autor de un nuevo libro, Charles Darwin, la historia concisa de un nombre extraordinario (John Hopkins University Press). Ahora que se acerca el bicentenario -Darwin nació en Shrewsbury, Inglaterra, el 12 de febrero de 1809-, destaca el renovado interés de los fundamentalistas religiosos en avivar un falso debate atacando la teoría de la evolución con "puntos de vista alternativos", lo que resulta "ridículo". Y aunque es un juego muy norteamericano, dar el mismo tiempo al adversario, la igualdad de oportunidades, "lo que debe enseñarse en una clase de ciencia es precisamente ciencia, no religión". Estos ataques se han hecho más sutiles. Los nombres han cambiado. En el mejor de los casos se habla de "los puntos débiles y fuertes" de la evolución. En el peor, de "diseño inteligente", la existencia de una misteriosa intencionalidad o una inteligencia sobrenatural detrás de la aparición de la especie humana. Hay iniciativas legislativas en media docena de Estados norteamericanos -desde Alabama hasta Florida- para introducir falsas dudas. Todas han encontrado el rechazo de los tribunales, pero eso no ha impedido que el creacionismo se deslice ilegalmente en muchas clases. Entre el 12% y el 16% de los profesores estadounidenses de biología muestran su simpatía, según la encuesta del PLoS. La anécdota es Tejas, uno de los Estados más numerosos, con 23 millones de habitantes. En el Consejo Estatal de Educación de Tejas, Don McLeroy, su presidente, y siete de sus 15 miembros son partidarios del creacionismo. Un voto les separa de imponerlo en las escuelas. McLeroy posee un doctorado y una carrera de ingeniería, y según el diario The New York Times, sus creencias religiosas no suponían interferencia en su tarea educativa, a pesar de que estaba convencido de cosas "increíbles como la historia de la Navidad, en la que ese niño pequeño nacido en un pajar fue el que hizo el Universo".
Los antievolucionistas también han dado el salto a Europa, aunque aquí la situación es mucho más compleja. A pesar de que el 70% de los europeos aceptan la evolución, se han producido algunos intentos de prohibir su enseñanza de las escuelas. En 2004, la ministra italiana de Educación Letizia Morati la retiró como asignatura por instigar una perspectiva excesivamente materialista en los estudiantes, causando entonces un revuelo público. En Hesse, Alemania, dos colegios enseñaban abiertamente el creacionismo con la bendición del democristiano Karin Wolf, vicepresidente de ese Estado federal. En Turquía se distribuye literatura creacionista importada desde Estados Unidos por grupos islámicos, ya que la idea de la evolución no es aceptada por el islam. Otro ejemplo que rechina: Maciej Giertych, miembro polaco del Parlamento Europeo, biólogo y con un doctorado en fisiología vegetal, no cree en la evolución y ha organizado seminarios para transmitir a los parlamentarios la idea de que se está adoctrinando a los estudiantes con una hipótesis falsa. En España, la incursión de estos grupos es aún tímida, aunque se han intentado organizar conferencias en algunas universidades españolas sin éxito. Y en el Reino Unido, la cuna de Darwin, el grupo denominado Truth in Science (La Verdad en Ciencia) trabaja activamente enviando material audiovisual a las escuelas para que el diseño inteligente sea mostrado como una "alternativa", definiéndolo como una hipótesis -imposible de chequear científicamente-, "que sostiene que ciertas características del universo y de los seres vivos se explican mejor por una causa inteligente".
Darwin publicó su libro El origen de las especies en 1859. Los ecos de la polémica que causó son muy viejos y se apagaron poco después. "Eso fue hace 150 años", nos dice John Van Wyhe, historiador de la ciencia de la Universidad de Cambridge y autor de una página web que recoge todos los trabajos de Darwin y que ha recibido más de 50 millones de visitas desde 2006 (darwin-online.org.uk). "En unos quince o veinte años desde la publicación, la controversia sobre su obra finalizó. La comunidad científica internacional aceptó que Darwin tenía razón sobre la evolución. Y eso ocurrió hace mucho tiempo. Los que ahora le atacan no solamente desconocen la ciencia, sino la historia, y creo que es necesario recordárselo". La polémica de El origen de las especies no fue ni general ni extendida: las críticas vinieron fundamentalmente de los sectores más religiosos, pero la recepción por parte de los científicos de la época fue considerar que "Darwin era un genio", asegura este historiador. Así que este debate creacionista procede de los muy conservadores grupos evangelistas norteamericanos de principios del siglo XX.
Sobre Darwin se han construido otros falsos mitos, asegura este experto. Uno de ellos se refiere a la exasperante lentitud con la que publicó su obra definitiva muchos años después de su famoso viaje en el HMS Beagle alrededor del mundo (desde su partida de Devonport, en Inglaterra, el 17 de diciembre de 1831, hasta su regreso a Falmouth, el 2 de octubre de 1836). Muchos han querido ver en este retraso cierto miedo para informar al mundo sobre sus conclusiones; otros sugieren que Darwin temía hacer daño a su mujer, Emma, con la que acababa de contraer matrimonio (el 24 de enero de 1839), por la sensibilidad religiosa de ella. "Es el tipo de historias que a la gente le gusta oír", dice Van Wyhe. "Cuando Darwin regresó, empezó a tomar notas sobre la teoría de la evolución, pero aún no estaba madura. Y antes de que les diera forma, tenía que escribir libros sobre todos los especímenes que recogió durante el viaje, lo que le llevó unos 18 años". Realmente fue un escritor muy prolífico: publicó tres libros de geología, cinco volúmenes sobre zoología, cuatro sobre cirrípedos, su libro sobre el viaje del Beagle, y muchos artículos científicos, antes que su obra cumbre. El prestigio ganado como naturalista, nos dice Van Wyhe, facilitó a los científicos la aceptación de la selección natural y la transformación de las especies.
Otra leyenda sugiere que la observación de los distintos picos de los pinzones de las Galápagos, cuando el HMS Beagle llegó allí en 1835, encendió en Darwin una chispa con nombre propio: la evolución. Esta idea es falsa, asegura Van Dyhe. Surgió a mediados del siglo XX en una reunión de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. Alguien asoció los dos conceptos, fueron reproducidos en el diario The Times y, posteriormente, recogidos en varios libros (y a finales de los setenta, dramatizados en una espléndida serie de la BBC que recreaba el viaje del Beagle). En realidad, Darwin no escribió ni una sola vez la palabra 'evolución' en su obra cumbre (lo que no quiere decir que explicase con enorme acierto que las especies se transforman gradualmente en otras con el tiempo). Ni siquiera sabía que aquellas aves de las islas eran pinzones, y, de hecho, acudió a uno de sus amigos, el ornitólogo John Gould, para que los clasificara correctamente a su regreso a Inglaterra.
Darwin tenía un más que agradable aspecto físico. Un hombre alto, que superaba 1,80 metros, corpulento, sin ser gordo -el viaje del Beagle le había proporcionado una complexión atlética-, ojos grises, vestido de forma conservadora como correspondía a su época, con trajes de frac, camisa de lino con cuello, y sombrero alto, según describe Deborah Heiligman en su obra Charles and Emma (Henry Holt and Company Books), publicada recientemente en EE UU, y que aborda un singular retrato de su matrimonio con Emma Wedgwood, su prima. Los Darwin y los Wedgwood estaban emparentados y era costumbre casarse en familia. Darwin aparece como un hombre seguro de sus convicciones, aunque le desagradaba su nariz, que juzgaba desproporcionada y bulbosa. Heiligman recalca la anécdota de un hombre que lo anotaba todo. En 1838, tras dos años de estancia en Londres, y dentro de una habitación alquilada en la calle de Great Malborough, Darwin cogió una pieza de papel y escribió en el margen izquierdo la palabra "casarse", bajo la cual enumeró las ventajas del matrimonio. A la derecha realizó una lista con las ventajas de la soltería, como la libertad sin límites para escribir y dedicarse a la vida social en reuniones en clubes.
La frialdad a la hora de colocar las cosas en una balanza resulta más superficial que real. La obra de Heiligman profundiza en el aspecto emocional de Darwin, el corazón detrás de la corteza de una mente analítica. Un hombre apasionado por su trabajo de naturalista, sí, pero que buscaba en la familia y en los hijos -le agradaban bastante los niños- la contrapartida perfecta. Darwin tenía miedo a casarse, por el dolor que le produciría la muerte de un hijo, algo que ocurría, dependiendo de la clase social, en uno de cada cuatro o cinco hijos nacidos en la Inglaterra victoriana. El parto también se cobraba una mortalidad entre las mujeres muy alta, un fallecimiento cada 200. La medicina de la época, sin antibióticos, en la que se usaban sanguijuelas para sangrar a los enfermos, dejaba un camino muy duro para cualquier matrimonio, incluido el de Darwin, pese a pertenecer a una clase acomodada. Su padre, Charles, fue un buen médico y alguien con una mente bastante liberal, lo que era constante en su familia (su abuelo y sus hermanos siempre se declararon librepensadores).
Darwin se arriesgó. Tuvo diez hijos, de los que tres murieron. Mary falleció poco después de nacer el 16 de octubre de 1842, y Darwin se refugió en sus escritos sobre geología volcánica tras enterrar al bebé. El peor golpe de su vida vendría cuando su segunda hija, Anne, muere a los 10 años por culpa de unas fiebres, tras una larga agonía en una casa de curas, sin que los médicos pudieran hacer nada. Tim Berra lo resume de forma dramática: "Charles estuvo cada minuto con ella". Darwin escribía constantemente a su mujer, Emma, que estaba embarazada de siete meses y no pudo trasladarse. "El correo en esos días era muy eficaz, y a veces había dos recogidas de cartas al día. Si él escribía el lunes, solía tener la respuesta de ella el martes, y quizá la de él ese martes por la noche". Todas estas cartas se han conservado y, para Berra, reflejan la fuerza que sostenía al matrimonio, la dimensión humana de Darwin. "Fue un padre devoto, terriblemente familiar, muy distinto del tipo de padre envarado e inflexible de la época victoriana".
Darwin fue una criatura de su época y alguien también que iba por delante: religioso al principio, dejaría la Biblia a un lado: el argumento de que la Tierra y las criaturas fueron creados en seis días resultaba incompatible con los hechos y con su trabajo. Para Berra, la muerte de su hija Annie "acabó con cualquier resquicio de cristiandad en Darwin. No podía racionalizar el hecho de que una criatura inocente sufriera durante tanto tiempo por el hecho de que fuera la voluntad de Dios".
Esa incompatibilidad no afectó a su matrimonio. Fue como un crisol en el que convivieron ciencia y religión. Su mujer, Emma, creía en la Biblia y era una sólida cristiana. "Escribió una carta en la que odiaba la idea de que, por culpa de sus pensamientos científicos, no pudieran estar los dos juntos en la eternidad", dice Berra. Sin embargo, como señala la escritora Deborah Heiligman, Emma siguió manteniendo sus creencias cristianas, pero se hizo más tolerante con las ideas de su marido. Su convivencia fue muy estrecha, hasta el punto de que, en 1876, una carta de Darwin refleja que jugaba con su esposa al backgammon cada noche, y anotaba los resultados: "Ella ha ganado en 2.490 ocasiones, mientras que yo he ganado, ¡hurra! ¡hurra!, 2.795 veces".
La mente analítica de Darwin se salió de los moldes conservadores antes de alcanzar los 30 años. Aunque en 1807 el Parlamento británico había firmado la legislación que prohibía la esclavitud, Berra recuerda una anécdota que Darwin tuvo con el capitán del Beagle, Robert Fitz Roy. En una plantación de esclavos en Brasil, el joven naturalista comentó lo espantoso que era vivir en esas condiciones. Fitz Roy, quien estaba a favor de la esclavitud, llamó a un trabajador y le preguntó si se sentía feliz bajo el yugo de su dueño, a lo que contestó afirmativamente. Darwin le preguntó entonces al capitán: "¿Cómo puede creer en la respuesta de un esclavo en presencia de su maestro?". La respuesta enojó tanto a Fitz Roy, que prohibiría a Darwin cenar con él en el barco, como era costumbre.
Otro aspecto menos conocido de Darwin fue su contacto con la lengua española. El viaje del Beagle duraría casi cinco años, pero, en realidad, su estancia en el barco fue de 18 meses. El resto lo pasó fundamentalmente en países y regiones donde se hablaba español. "Estuvo viviendo durante semanas y meses en Suramérica, conviviendo con gente que hablaba español. Toda la información que recababa sobre las montañas y los animales era en ese idioma", dice Van Wyhe. "En su cuaderno anotó los nombres de muchos lugares, y de aves, en español. Y también escribía sus preguntas colocando el signo de interrogación antes de la frase y al final".
En octubre de 1844, el periodista Robert Chambers publicó un libro anónimo llamado Vestigios de la historia natural de la creación (Vestiges of the natural history of creation, en inglés), en el que se argumentaba que las especies se estaban transformando todo el tiempo. La obra, para estupor de Darwin, tomaba en consideración las teorías de su amigo y geólogo Charles Lyell, que postulaban que la Tierra era dinámica y cambiaba con el tiempo. Causó una reacción muy notable en el público, aunque las descripciones geológicas y zoológicas eran muy pobres. El libro, sin embargo, era incapaz de proponer un mecanismo para esta transformación como era la selección natural. Darwin siguió a lo suyo, escribiendo sus notas y perfeccionando su teoría. Catorce años después recibió una carta de un joven naturalista llamado Alfred Russell Wallace, que había viajado por todo el mundo recogiendo especímenes y llegado a una conclusión parecida a la de Darwin. La leyenda dice que la carta de Wallace empujaría a Darwin a publicar su libro un año después. Pero lo cierto es que en 1958 ambos firmaron dos trabajos que fueron presentados a la vez en la Sociedad Linneana de Londres, con una introducción de Charles Lyel en la que afirmaba que estos dos caballeros habían llegado de forma independiente a la misma e ingeniosa teoría.
Aunque hay diferencias entre Darwin y Wallace, concluye John van Dyhe. "Wallace pensaba más en grupos de organismos, y Darwin lo hacía con individuos. Wallace no aceptó que las plantas y los animales domesticados por el hombre suponían un ejemplo paralelo de la evolución en la naturaleza. Y en los últimos años, Wallace pensó que los seres humanos teníamos algo sobrenatural que nos hacía tan especiales, algo de lo que Darwin no pudo encontrar ninguna evidencia".
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