Cosas que cambian
Las certezas e incluso las medias certezas se han ido ya todas a freír por saco. Primero ocurrió con los chinos: dejaron de comer arroz -que está por las nubes y escasea- para ponerse a ingerir filetes, y ya no puedo repetir ese lugar común árabe -o libanés- que tanto me gusta: "Te quiero como arroz hay en la China". Hubo.
A continuación, el desbarajuste económico condujo a los constructores a abandonar la idea de poseer un tercer yate. No contento con ello -el Destino, quiero decir-, el hombre a quien yo más creía en el mundo, el caballero encargado, en mi banco, de poner a buen recaudo mi escueto fondo de pensiones y de salvarlo de especulaciones pecadoras, contesta últimamente a todas mis preguntas con Evas Sivas y Úbedos Cerros. Recordaré por la eternidad su frase: "Si esto se pone más mal, ¿qué más te da?". Ya ven.
Por otro lado, nuestro mundo es tan inconsistente que asisto aterrada al desparrame del sentido común. A Rajoy se le vituperó por la única verdad que ha pronunciado -que el desfile militar es una lata; cualquier desfile de cualquier patria, añado-, y nadie ha roto ni media lanza por él. Ni siquiera los chicos que desfilan, que son los que más sufren. Los medios informativos en general certificaron que Obama se apuntó un gran triunfo con la defensa que de su persona y candidatura hizo Colin Powell -el hombre que mintió ante la ONU sobre las armas iraquíes de destrucción masiva: con sus mapitas y sus foticos, además-, cuando lo lógico es que semejante panegírico desanimara a unos cuantos votantes.
Y yo vivo torturada desde hace unos días por el hecho de que La Marsellesa sea abucheada en los estadios donde juegan equipos procedentes del Magreb -y quién sabe si de otras partes- con equipos franceses, integrados casi siempre por futbolistas procedentes del Magreb -y quién sabe si de otras partes-, para pasmo de la Francia y de la Europa, que son ellas muy propicias a pasmarse. Los himnos nacionales serán lo que serán -el nuestro es más bien feíto, y con letra aún peor-, pero los mayores sabemos que La Marsellesa es otra cosa. Posiblemente la más hermosa canción común al género humano y a sus anhelos de libertad que se ha escrito nunca. Curiosos, los franceses. Aparte de Brassens, Ferré, un poco de Brel y otro poco de Gainsbourg, y unas cuantas interpretaciones de Reggianni, la canción de amor francesa resulta bastante exasperante escuchada ahora. Quizá la culpa la tiene Sarkozy. O la gente que le votó: pero tanto amour para acabar en esto... Francamente, resulta chocante. Y sin embargo, La Marsellesa es la más bella canción de amor de largo aliento. Algo así como el resultante de mezclar en una coctelera Le Temps de Cérises, Plaisir d'Amour y el grito de Marlon Brando-Kovalsky ("¡Stellaaaaaa!") en Un tranvía llamado Deseo. La humanidad, humana en su deseo animal y dignísimo de libertad, igualdad y fraternidad, con un poco de buen sexo practicado a cualquier hora y sin curas de por medio.
De ahí el acierto de incluir su interpretación, la de La Marsellesa, en la película Casablanca. Conozco a gente mucho más joven que yo que también llora en esa secuencia. Fíjense que posee todos los ingredientes del mundo de ahora, aunque trastocados. Los judíos, perseguidos, esperan huir. Los búlgaros, también, y se ganan nuestra simpatía. Los malos son nazis y, además, tontos. Los franceses están deseando dejar de ser colaboracionistas. Los checos son héroes de la Resistencia. Y lo mejor de todo: los marroquíes no salen.
Pero ha corrido el tiempo y se han deslavado las certezas, y aquel himno, que bien podríamos canturrear mientras las dolorosas fosas de la memoria colectiva se abren para devolver la paz y algo de justicia, se ha convertido en signo de desdén y de opresión para quienes se encuentran en las gradas. Los extras de la película reclaman su derecho a la voz.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.