42 años esperando la muerte
No entiendo cómo los otros jueces ignoraron las pruebas. El mayor dijo: 'Es culpable'. Eso bastó. Me ordenó escribir la sentencia. Durante una semana estuve hecho un lío. Redacté 300 páginas y le condenamos a muerte. En un anexo añadí que no estaba de acuerdo, pero me obligaron a callar", recuerda Norimichi Kumamoto, ex magistrado japonés. El crimen juzgado, el asesinato de cuatro personas de una misma familia en 1966 en Shimizu (Japón). El acusado, Iwao Hakamada, un ex boxeador profesional que lleva proclamando su inocencia desde entonces. Su destino, la horca. Los magistrados, tres: dos a favor y uno en contra, el más joven, Kumamoto. La prueba de peso, la confesión firmada por Hakamada tras 23 días de interrogatorio: 277 horas frente a 37 minutos de consejos para su defensa.
Hideko lleva cuatro décadas visitando a iwao, incluso durante los 14 años que él se negó a verla
"Creemos que la policía metió la ropa en el miso y la sacó después para incriminar a hakamada"
No sé si las ejecuciones que vi fueron crueles o más bien si fueron repugnantes"
El 85% de los japoneses apoya la pena de muerte, según la última encuesta del gobierno
"Por la mañana, cuando venían a decir quién era el siguiente, pensábamos: '¿me tocará a mí?"
Durante seis días, la policía me ató, me pateó y me torturó para que confesara"
Iwao Hakamada, de 74 años, es hoy el preso que más tiempo lleva condenado a muerte en todo el mundo, más de 42 años, según Amnistía Internacional. Japón es la otra gran democracia industrializada donde todavía se aplica la pena capital, además de EE UU. Pero, a diferencia de allí, en el país asiático impera el secretismo. Encarcelados en solitario, sin comunicación con otros reclusos, en una celda del tamaño de tres tatamis (menos de cinco metros cuadrados) de la que no salen más de 45 minutos diarios, cada amanecer es una tortura psicológica. Porque la mayor particularidad de la pena de muerte en Japón es que los presos desconocen cuándo serán ejecutados. Se les avisa con una hora de antelación, por la mañana, el mismo día del ahorcamiento, el único método utilizado desde 1873. No hay despedidas ni última cena. Solo un breve stop frente a un altar budista. Familiares directos y abogados, los únicos que pueden visitar al reo durante su condena, son informados a posteriori de la ejecución. Se trata de "evitar que el preso se perturbe", defienden en el Ministerio de Justicia, aunque irónicamente consigan lo contrario, un estrés aterrador.
A principios de los ochenta le llegó el turno al compañero de la celda de al lado de Hakamada. Cuando los guardias se lo llevaron entre chillidos, Iwao empezó a volverse loco. Dejó de escribir cartas a su familia y durante 14 años rechazó las visitas. "No tengo hermana", decía cuando Hideko Hakamada se acercaba a verle al Centro de Detención de Tokio. A pesar de las negativas, la mujer, ahora de 77 años, siguió yendo una vez al mes a la cárcel, un gris complejo de hormigón junto al río Arakawa, de unas diez plantas y cinco galerías principales, construidas en cruz y organizadas alrededor de un eje central. Cuando Hideko retomó los encuentros con su hermano, el preso estaba quebrado. Sus charlas carecen hoy de sentido. "¡Estoy construyendo un castillo!", exclamó el pasado agosto. Ella le siguió la corriente: "Me alegro. Ojalá lo termines a tiempo".
"Hace 39 años cometí una grave equivocación", escribió el ex juez Kumamoto en un libro en 2007, dinamitando un largo silencio. Dejaba atrás el secreto, el alcohol, el sentimiento de culpa y lo que perdió: su carrera, sus dos mujeres, sus dos hijas. Sus palabras impactaron a la sociedad. Encontramos al hombre, puntual, junto a Kazuko Shimauchi, su actual pareja, en un restaurante junto a la estación de tren de Fukuoka a finales del año pasado. Él, de 74 años, viste pantalón, camisa y corbata. Ella, de 70, quimono. Como la mayoría de los japoneses, no dan la mano ni mucho menos dan dos besos. Solo inclinan el cuerpo, en reverencia: Yorusko (encantados). El ex juez, apoyado en un bastón, habla poco. Mira temeroso. Solo ríe cuando se alaba su elección del menú: arroz, verduras, sopa... Hace años, cuenta con un hilo de voz, pidió perdón a la madre y la hermana del condenado Iwao. Se tiró al suelo, arrodillado, agachando la cabeza a los pies de las dos mujeres. Ellas aceptaron el gesto, el mayor en el grado de arrepentimiento según las costumbres. "No dejes que lo asesinen", le dijo la madre.
"El Gobierno simplemente está esperando a que Hakamada muera, sin matarlo", piensa Nobuto Hosaka, un parlamentario socialdemócrata que nos recibe en su destartalada oficina alejada del centro de Tokio. En un país donde las reglas son oro, este político (que cree en la inocencia del reo) consiguió esquivarlas. El 10 de marzo de 2003 tuvo un insólito cara a cara con el preso, "bajito, pero con un cuerpo robusto", del que nos ofrece una transcripción:
-Señor Hakamada, hoy es su cumpleaños.
-No tengo edad. Nací antes que el mundo.
-¿Sabe quién es usted?
-Soy dios todopoderoso. Iwao no existe.
-¿Se lleva bien con los funcionarios?
-No hay guardias. Yo mando aquí.
-¿Hace ejercicio?
-Camino. Pienso en las bacterias nocivas.
-¿Quiere que vuelva a verle?
-Estoy muy ocupado.
-Gracias por recibirme.
-Me han traído engañado.
El condenado, el más pequeño de seis hermanos, nació en 1936. Cuando tenía ocho años, la familia huyó desde Yuto hasta Hamakita, en la provincia de Shizuoka, para refugiarse de las bombas de la II Guerra Mundial. Hoy, las dos ciudades han sido engullidas por otra: Hamamatsu. Desde Tokio se llega en una hora y media de shinkansen, el tren bala. Por el camino surge el monte Fuji, nevado en diciembre, rompiendo la monotonía de un paisaje urbano aburrido y cuadriculado. La hermana de Iwao saluda desde un tercer piso. Al subir nos descalzamos y pisamos el tatami. Allí esperan miles de cartas y fotografías.
A los 16 años, Iwao entró a trabajar en una fábrica de coches, al tiempo que dejaba el yudo por el boxeo. Hábil en el ring, se hizo profesional, y en 1957, con 21 años, era el sexto mejor japonés en el ranking de peso pluma. Conoció a una bailarina de cabaré y se casó. Tuvieron un hijo, Akira. En 1962, una lesión en la rodilla fulminó su carrera. Abrió un bar y luego lo cerró, su matrimonio se rompió y el hijo quedó bajo su tutela.
Acuciado por las deudas, en 1965 conoció a Fumio Hashiguchi, dueño de una fábrica de miso -pasta de soja utilizada para hacer sopa- en Shimizu, al otro lado de la provincia. El amo quería a alguien fuerte para remover el líquido pastoso. Iwao aceptó y se instaló en un pabellón para empleados, mientras que su hijo se quedó en Hamakita con los abuelos. Un año más tarde, el 30 de junio de 1966, el propietario; su esposa, Chizuko, y dos de sus tres hijos, Machiko y Yuichiro, aparecieron apuñalados: sus cuerpos y vivienda, en llamas. Faltaban 200.000 yenes (unos 1.900 euros).
La policía señaló a Hakamada desde el inicio. Porque era el único forastero. Porque había sido boxeador. Porque estaba divorciado. Porque debía dinero. Porque tenía un corte en un dedo... Y porque su pijama tenía una pequeña gota de sangre. Él aseguró que la herida se la había hecho trabajando. Tras dos interrogatorios le dejaron ir. Pero el 18 de agosto de 1966, Hakamada es detenido de nuevo. Y hasta hoy. Había tenido dos meses para huir, pero no lo hizo, ni siquiera cuando los periódicos empezaron a informar, al dictado de la policía, de que el sospechoso era "H., de Hamakita": "Sabía que era Iwao. ¿Pero por qué iba a escapar? ¡Era inocente!", clama su hermana. Según ella, varios agentes le torturaron hasta el 9 de septiembre, en jornadas de 11, 14 y 16 horas.
La policía japonesa sigue teniendo un poder desproporcionado. La ley le permite retener a cualquier sospechoso durante 23 días en los daiyo kangoku, celdas dentro de las comisarías donde se realizan interrogatorios sin límite temporal, sin abogado y sin la garantía de una cámara que grabe todo. La federación que une a los abogados del país lleva años denunciando el método, que, dicen, favorece las confesiones falsas. Naciones Unidas, Amnistía Internacional y la Federación Internacional para los Derechos Humanos les dan la razón y han divulgado duros informes al respecto, en los que mencionan a Hakamada. Según indican, fue víctima del sistema coercitivo.
En el testimonio que firmó el 9 de septiembre de 1966, el ex boxeador se autoinculpa del robo, la matanza y el incendio. Asegura, entre otras cosas, ir vestido con el pijama al cometer el crimen. Reconoce también haber apuñalado a sus víctimas con un (frágil) cuchillo de pelar las alubias de soja.
Cuando se admite un crimen en Japón, el acusado puede darse por sentenciado. Si se trata de un asesinato múltiple o de uno con violación y robo, los jueces -y desde 2009 también los jurados populares- lo condenarán a muerte con seguridad. En un apabullante 99,7% de los casos, el veredicto judicial dictará la culpabilidad. Yugi Ogawara -letrado famoso por representar a Shoko Asahara, líder espiritual de la secta que atentó con gas sarín en el metro tokiota en 1995- sonríe cuando se le subraya ese 0,3% de margen para el éxito: "En 26 años solo he logrado la libertad de dos clientes", cuenta en una pequeña salita de su oficina en Tokio. Con esa marca, no se le considera un incompetente: "El problema también son los jueces, no solo los fiscales o la policía. Creen que de los interrogatorios sale la verdad. Piensan que nunca ascenderán si dictan la inocencia". Una presión a la que cedieron los magistrados Ishii y Takami, los dos ex compañeros del juez arrepentido en el caso Hakamada.
El acusado, como sucede con una mayoría de japoneses hoy, no tenía ni idea de esos porcentajes tan desfavorables. Creyó a la policía y al fiscal cuando le prometieron, tras más de tres semanas de palizas, que firmara la acusación, que no se preocupara porque en el juicio, si era inocente, se sabría. Un agente escribió lo que querían oír, y Hakamada, extenuado, estampó sus huellas.
En 1967, durante la celebración de la vista, un especialista de laboratorio testificó que la gota de sangre encontrada en el pijama de Iwao era insuficiente para ser analizada. La prueba que había servido para detenerle durante 23 días se desechó. Pero el fiscal, que bajo la ley japonesa no está obligado a mostrar todas las evidencias, presentó unas nuevas. La policía, dijo, había encontrado seis prendas de Iwao manchadas de sangre dentro de un tanque en la fábrica de miso. El acusado no reconoció la ropa como suya.
Kumamoto, el juez arrepentido, recuerda que montó en cólera. "¿Por qué hay más sangre en los calzoncillos que en los pantalones? ¡Debería ser al revés!", preguntaba a sus compañeros. Pero Ishii y Takami ya habían decidido. Confesó, recordaron. Mintió en lo del pijama, pero el resto que firmó es cierto, afirmaron. Cometió el crimen con el pantalón que ahora está manchado de sangre, insistieron. Es culpable, zanjó Ishii, que ordenó a Kumamoto redactar la sentencia. El 11 de septiembre de 1968, dos años después de su detención, Hakamada fue condenado a la horca. "No pude mirarle", recuerda el ex juez en el restaurante de Fukuoka. Un año después, cuenta, renunció a su carrera.
Cuando el abogado de Hakamada apeló, en 1976, la Corte Suprema de Tokio pidió al preso que se probara los pantalones manchados de sangre y miso. Curiosamente, no eran de su talla: "No soy el asesino", repetía. Dio lo mismo. "Han encogido por culpa del miso o el señor Hakamada ha engordado en la cárcel", razonaron los jueces. "Confesó el crimen", recordaron. Y confirmaron la condena. En paralelo, el ya ex juez Kumamoto, inundado por el sentimiento de culpa, entró en un proceso de autodestrucción. "Jamás dije nada a mi familia", reconoce ahora.
Obsesionado, viajó hasta Shimizu para investigar por su cuenta. Compró ropa similar a la encontrada en el miso y la metió en los barriles, y se ensañó a cuchilladas con un trozo de carne de animal. Vio que la tela no encogía, se volvía oscura y la sangre no se distinguía. Y los cuchillos, enclenques, no soportaron la cantidad de puñaladas acaecidas en el crimen. Anónimamente envió la información al abogado de Hakamada.
Que Iwao es inocente y que la policía montó las pruebas no solo lo piensan hoy su hermana y el juez que lo condenó. También lo creen la ex ministra de Justicia Keiko Chiba o la asociación de abogados de Japón, 22 de cuyos miembros luchan desinteresadamente por un nuevo juicio. Katsuhiko Nishijima, líder del equipo, lleva más de 30 años batallando. Nos atiende en un enorme espacio acristalado de un rascacielos tokiota, junto a dos compañeros. Enumera los fracasos anteriores -1976, 1980, 1994, 2004 y 2008- y confía en que a la sexta apelación vaya la vencida: "Creemos que la policía metió la ropa en el miso para incriminar a Iwao".
Si Nishijima y su equipo consiguen la libertad para Hakamada, será casi un milagro. Desde el final de la II Guerra Mundial y la firma de la nueva Constitución en 1946, 668 personas han sido ejecutadas en Japón (EE UU lleva 1.236 desde 1976), con independencia de su edad o estado mental, y otras 111 aguardan su hora. Solo cuatro condenados han salido exonerados del corredor en la historia, todos en los años ochenta. Desde entonces, ni uno más. Porque admitir un error, por muy claro que sea, tambalearía el sistema. Hirotami Murakoshi, parlamentario del Partido Democrático (PD) -socialdemócrata, progresista y liberal, en el poder desde 2009-, piensa que sigue habiendo inocentes encarcelados, como Hakamada.
La idea la comparten más políticos, pero pocos se atreven a cuestionar las pautas en un país donde el Partido Liberal (PLD) -de derechas- ha gobernado casi sin interrupciones desde 1955. En su moderna, grande y limpia oficina de la Dieta Nacional (compuesta por Cámara Baja y Alta), Murakoshi explica las dificultades de su puesto como secretario general de la Liga de Parlamentarios contra la Pena de Muerte y ríe cuando recuerda que todos los que le han precedido en el cargo han perdido después las elecciones. Alrededor de 80 (de 722) representantes de la Dieta pertenecen a la Liga. Solo unos diez lo han reconocido en público. Hay dos razones: el miedo a perder los votos de una población muy favorable a la pena capital (un 85% de los japoneses la apoyan, según una encuesta realizada en febrero de 2010 por el Gobierno) y el temor a los burócratas, funcionarios ministeriales que tienen, en la práctica, la batuta de la democracia nipona.
Cuando el PD venció en los comicios de 2009 y Yukio Hatoyama se convirtió en primer ministro en septiembre, la abogada Keiko Chiba -contraria a la pena de muerte- se convirtió en ministra de Justicia. La minoría abolicionista se esperanzó y durante meses no hubo ejecuciones. Pero el 11 de julio de 2010, Japón tuvo elecciones a la Cámara Baja y Chiba perdió su asiento. Para no agudizar la ya de por sí inestable política japonesa, el nuevo primer ministro, Naoto Kan, la mantuvo en su puesto hasta septiembre, fecha de las elecciones internas en el PD.
Durante dos meses, Chiba, debilitada, tomó tres decisiones controvertidas. Primero: firmó las ejecuciones de Kazuo Shinozawa e Hidenori Ogata, condenados por los asesinatos de seis y dos personas, respectivamente. Según la ley, se necesitaba su rúbrica para que se llevaran a cabo. "No tuve presiones de nadie", defiende ahora, cinco meses después. Aunque reconoce: "El poder en sí lo tiene el ministro. Pero en la práctica, las decisiones se inclinan del lado de los burócratas". El 28 de julio, los dos hombres fueron ejecutados en Tokio, en el mismo penal donde vive Hakamada y por el que la ministra poco pudo hacer durante su mandato. Segundo: tras la firma, Chiba decidió asistir a los ahorcamientos, siendo la primera vez que un ministro lo hacía. Y tercero: un mes después abrió a los periodistas (ninguno extranjero) la sala de ejecución tokiota, una de las siete que hay repartidas por el país. De norte a sur: Sapporo, Sendai, Nagoya, Osaka, Hiroshima y Fukuoka son las otras. Jamás antes el público había visto una. Chiba dinamitaba así parte de la férrea opacidad que envuelve a la pena de muerte en Japón, incomodando al funcionariado del ministerio.
¿Decidió Chiba las ejecuciones para luego tomar las otras dos medidas y así agitar el debate? ¿O más bien se vio obligada a firmar los ahorcamientos y a partir de ahí se lanzó a dos decisiones que al menos llamaran la atención de la sociedad antes del final de su mandato? "No sería adecuado utilizar las ejecuciones solo como un medio para avivar el debate. Toda mi vida cargaré con muchas contradicciones, pero yo solo tenía la responsabilidad de cumplir la ley. A fin de cumplir con ella, pensé que era importante estar presente hasta el final", zanja ahora cuando se lo preguntamos, en una de las pocas entrevistas que ha concedido desde julio.
Es de noche y llueve en Kobe. En una calle poco iluminada y vacía está el despacho de Yoshikuni Noguchi, abogado y antiguo oficial del Centro de Detención de Tokio. Como Chiba o el ex juez Kumamoto, este hombre considera que a los japoneses se les oculta deliberadamente lo relacionado con la pena de muerte. Está decidido a elevar la voz, aunque se lo prohibieran en 1974. Como jefe de uno de los pabellones de la cárcel -no existe físicamente un corredor de la muerte, sino que hay condenados mezclados en las diferentes estancias-, le tocó escoltar a un preso hasta la sala de ejecuciones: "No tenía que quedarme. Pero quería verlo. Le taparon los ojos y le ataron las manos. En el centro estaba la soga y el suelo tenía una puerta trampa. Lo colocaron justo encima y le ataron el nudo al cuello. Tres oficiales tiraron de tres cuerdas (ahora se aprietan tres botones, sin saber cuál de ellos abre la puerta trampa) y el suelo se abrió. El preso dio un pequeño salto hacia arriba e inmediatamente cayó y desapareció de la vista hacia un piso inferior. Bajé y allí estaban un representante de la oficina del fiscal y un médico. Abrió la camisa al hombre y auscultó su corazón. Todavía latía. Durante quince minutos vi cómo se movía. Cuando paró, me marché". El método es hoy el mismo. Con menos detalles, Chiba adjetiva lo que presenció hace medio año: "Hasta la fecha no he encontrado una expresión adecuada para lo que yo vi... No sé si lo correcto es decir que fue cruel o si más bien lo puedo describir como repugnante".
"¿Se puede saber quién les ha contado eso?", interrogan Masayuki Shou e Hidefumi Shirakawa con la sonrisa forzada. El nuevo edificio del Ministerio de Justicia es una mole cercana al recinto del Palacio Imperial y a la sede central de la Policía japonesa. Dicen las ONG que es otra demostración de su convivencia. Shou y Shirakawa, dos altos responsables de las cárceles niponas, no parecen felices de conocernos y mucho menos de que alguien haya resquebrajado el silencio y detallado cómo es un ahorcamiento. "Las ejecuciones no son inconstitucionales", afirma Shou con la mirada esquiva, mientras no para de pasar hojas del código penal. Cierto, el Tribunal Supremo así lo estableció en 1948, dos años después de que se firmara la Constitución, que prohíbe las prácticas crueles contra los japoneses. "Nunca nos han ejecutado, ¿verdad? Así que nadie sabe lo duro que es", ironiza. ¿Ha presenciado alguna?, preguntamos. "No puedo responder a experiencias personales", dice. ¿Conoce el caso de Iwao Hakamada?, continuamos. "No podemos hablar de casos individuales", despeja. Mientras, Shirakawa apunta el pregunta-respuesta en un cuaderno, obediente.
Sakae Menda, de 85 años, es la persona más parecida a Hakamada que existe. Durante 35 estuvo en la cárcel, injustamente condenado a muerte por un doble asesinato. Vive cerca de donde le detuvieron, en Omuta, cerca de Nagasaki, en una modesta edificación rodeada de huertas que él mismo trabaja. Durante la II Guerra Mundial, recuerda, trabajó en una fábrica de aviones del ejército. Aparatos que luego serían pilotados "por los kamikazes, las alas de Dios".
El ser divino y adorado no era otro que el emperador Hirohito, el mismo al que escuchó Menda declarar por radio la rendición de Japón en agosto de 1945, días después de la bomba atómica en Nagasaki. "Llegó un sonido y una luz masiva. Salimos a la calle y vimos la nube en forma de champiñón. Estaríamos como a 40 kilómetros de la ciudad", recuerda: "Fue una guerra terrible". Tres años más tarde, Menda sufrió una detención brutal. Su caso parece un calco del de Iwao: "Me ataron. Me pegaron. Me patearon. Me golpearon. Me arrastraron por los pies. Me torturaron durante seis días. No me dejaron dormir, comer ni beber. Me destrozaron la cara. Sangraba. Los policías, cinturones negros de yudo o kendo, me atacaban uno tras otro, como serpientes contra una rana".
Sentado en una alfombra, Menda se frota las manos contra sus piernas, nervioso: "A las ocho de la mañana, cuando venían a decir quién era el siguiente, podías escucharles venir. Todos pensábamos: ¿me tocará a mí? Si no te daban el sobre, podías respirar". En una caja de melones guarda sus recuerdos como un tesoro. Todavía conserva el original de su confesión -nos señala su firma- devuelto cuando lo liberaron, en 1983. Fue el primero que salió con vida del corredor en la historia japonesa, después de que le concediera un nuevo juicio, algo que también buscan los abogados de Hakamada. "Cuando salí de la cárcel, lo primero que hice fue irme a beber 10 cervezas. Bueno, en realidad fueron tres", ríe. Tumbado por el alcohol, que hacía años que no probaba, apuró la noche en un karaoke, donde grabó algunas canciones. Una casete polvorienta empieza a rodar. Suena Tokio blues, una melancólica melodía japonesa de desamor y soledad...
En Japón, la armonía y el beneficio del grupo son importantes. Mientras que hacerse daño a uno mismo -como el suicidio- es aceptado socialmente, perjudicar a los demás, rompiendo el clima de concordia, está muy mal visto. Por eso los japoneses son tan educados en su mayoría, aunque algunos acepten que a veces solo es una fachada. En el caso de la pena de muerte, cuando una persona es condenada, su familia suele abandonarle, por la vergüenza y el deshonor.
Menda perdió a su familia para siempre. Al ex juez Kumamoto, también, a su manera, se le desmoronó la vida: solo recientemente, tras reconocer públicamente lo sucedido, una de sus hijas le llamó tras años sin hacerlo. Para los Hakamada tampoco fue distinto: "No podíamos salir a la calle. Éramos discriminados y nos sentíamos avergonzados. Iwao estaba en los periódicos. Daba igual que fuera verdad o no. La gente nos señalaba como criminales", rememora su hermana. La situación era tan insostenible que enviaron a Akira, el hijo de Iwao, a una institución: "Los abuelos preferían sacarlo de la familia. Era mejor para el niño vivir alejado y quitarse la etiqueta para el resto de su vida. Tenía dos o tres años". Hoy, Akira, que todavía conserva el apellido Hakamada, está casado y tiene hijos. Jamás les ha dicho quién es Iwao. "Conoce la situación de su padre. Pero solo quiere vivir su vida. No quiere implicarse", explica, fría, la hermana del preso.
Si un día Hakamada es declarado inocente, como le sucedió a Menda, y la justicia admite el error, el crimen de la familia Hashiguchi en la fábrica de miso quedará irresuelto. Una película llamada Box, proyectada en los cines japoneses el año pasado -también se pudo ver en los festivales de Roma y Toronto en 2010-, intenta dar unas pistas sobre quién o quiénes fueron los verdaderos culpables. La teoría, también mencionada por la hermana de Iwao, es que pudo haber sido un montaje de la única hija superviviente de los asesinatos, enfrentada a su familia y amante del contable de la empresa. Supuestamente, solo ella sabía la existencia de un seguro de vida y el lugar donde estaban los 200.000 yenes. Quizá, aventura el filme, se compincharon. Al parecer, ella cobró la póliza, mientras que el hombre huyó inmediatamente a la isla japonesa más al norte, la fría Hokkaido. Ese lugar aparece en la última escena de Box, cuando de una manera enigmática el ex juez Kumamoto y el condenado Hakamada comparten un paisaje nevado. Tatsunori Natsui, el guionista, nos explicó, mientras caía la noche en Tokio, sus sutiles intenciones: "Ojalá esa persona en Hokkaido, sin necesidad de que le coja la policía, vea la película y comprenda el daño causado. Ojalá entienda que debe morir por lo que hizo. Ojalá deje escrito que Hakamada es inocente. Ojalá después se suicide. Eso es lo que haría un buen japonés".
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.