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Qué mafioso metafórico prefiere usted

Javier Marías

Dentro de una semana se celebran elecciones municipales y autonómicas en la mayor parte de España, y hay que reconocer que esa consulta popular se ha convertido en la más peliaguda y embarazosa –por no llamarla la más apestosa– de cuantas se nos hacen a los ciudadanos. Nueve meses atrás publiqué aquí un artículo titulado "Los villanos de la nación", en el que señalaba que para el hombre vulgar, y yo lo soy a muchos efectos, los alcaldes, los presidentes y consejeros autonómicos, los promotores inmobiliarios, los constructores y los empresarios de obras públicas habían pasado a ser eso, la hez, la escoria, los contaminadores, depredadores y destructores del país, los villanos de la nación. La gente a la que (en términos generales, excepciones alguna habrá) no se puede estrechar la mano por temor a manchársela, y junto a la que un individuo decente nunca debe aparecer si desea conservar su dignidad y su reputación.

Y ahora se nos convoca a las urnas para que elijamos a los nuevos alcaldes, concejales, presidentes y consejeros autonómicos, lo cual, tal como están las cosas, supone elegir también a los nuevos promotores, constructores y empresarios que van a sacar tajada en los próximos cuatro años y a destrozar nuestras ciudades y paisajes y costas, si es que de estas últimas queda alguna por arruinar. Esto es, se nos pide, hasta cierto punto metafórico, que elijamos qué mafiosos o mangantes preferimos que nos exploten y esquilmen. Convendrán conmigo en que la elección se las trae y resulta de lo más disuasoria. Mucha gente se sentiría tentada a no participar en la farsa, a abstenerse o votar en blanco. Y sin embargo, pese a todo, eso es lo último que se debe hacer, porque tal opción resultaría eficaz si la siguiera la casi totalidad de los votantes, pero como eso nunca sucede ni va a suceder, nos encontraríamos, simplemente, con que otros deciden por nosotros. Tengan por seguro que quienes sí van a votar son todos los interesados en los negocios, incluidos los alcaldes, concejales, consejeros, constructores y promotores. La única manera de frenarlos es tomar parte y optar por quienes nos parezcan un poquito menos malos o deshonestos, o, si no notamos diferencia entre los candidatos, por quienes más horripilen a los mencionados alcaldes y constructores, por los que a ellos les revienten más. (Y, en todo caso, nunca por quienes ya estén acusados de corrupción y bajo sospecha).

Pero la trayectoria reciente de escándalos, sobornos, comisiones, abusos, vandalismo urbanístico y ladrillazos de una gran parte de los políticos locales no es el único inconveniente. La percepción que cada vez tenemos más ciudadanos es de que, tal como están distribuidas ahora las competencias, los alcaldes y presidentes autonómicos tienen las manos demasiado libres y actúan sin ningún control, por mucho que existan "federaciones" regionales y un teórico poder estatal. La impresión general en nuestras ciudades y pueblos es de que, por lo regular, y por mucha oposición cívica que se dé a ciertos proyectos o modificaciones dañinos y disparatados, el alcalde megalómano de turno siempre acabará por llevarse el gato al agua y cometer su atrocidad. Y de que las poblaciones son cada vez menos para sus habitantes, sino que son tomadas como permanentes escenarios para espectáculos turísticos a los que, por mucha gente que acuda, siempre será una mínima parte comparada con la totalidad, que debe aguantar que un día se le impida transitar porque hay una maratón, otro porque es el día de la bici, o porque hay procesiones, o un desfile, o porque se aspira a que la ciudad sea olímpica, o a que albergue no sé qué Expo, o el Mundial de Vela, o porque se celebra –como he visto en Madrid– un partido de fútbol ¡en la Plaza Mayor! o un desfile de modelos ¡en el Retiro!, que de paso obliga a talar un montón de árboles de ese ya viejo parque camino de su destrucción.

Se tiene la sensación de que unos individuos transitorios, elegidos para solventar durante cuatro años los problemas de cada lugar, se creen autorizados a transformar de arriba abajo esos lugares, las más de las veces irreversible, irreparable y catastróficamente. ¿No es este un desmedido poder? La gente suele estar contenta con sus ciudades, o por lo menos acostumbrada. Les desea mejoras, y reparaciones donde hagan falta, y adecentamiento, pero no mucho más. Lo que desde luego no quiere es que se las hagan irreconocibles –Recoletos-Prado desarbolado, por ejemplo–, y menos aún padecer, todos los días del año, las infinitas obras innecesarias con que nos torturan nuestros alcaldes, casi siempre para peor. ¿Qué votar? Yo no lo sé, sobre todo tras la grotesca carrera que en mi ciudad nos han brindado hace unas semanas la Ministra de Fomento Álvarez y los candidatos Simancas y Sebastián, en un equipo, y la Presidenta Aguirre y el alcalde Gallardón, en el otro, para inaugurar dos días seguidos una estación de metro en la abominable T-4 de Barajas. Disputándose el mérito de la obra y de su financiación, cuando quienes han corrido con el gasto, en cualquier caso, han sido los ciudadanos horrorizados ante la papeleta que el domingo que viene nos toca depositar con asco. Más vale que lo hagan, aun así.

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