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Las disculpas de Valentina

Almudena Grandes

Lo peor fue que no se dio cuenta de nada.

Otras veces, al terminar una clase y hasta en medio de una explicación, entre el verbo y el predicado de la misma frase, había advertido cómo saltaban las alarmas, cómo se encendían las imaginarias luces rojas que alertan de las odiosas meteduras de pata. Los profesores hablan mucho, es lo que tiene su oficio, y a veces llegaba a tiempo de corregirse, pero a veces no. Entonces se iba a casa preocupada y rumiaba su preocupación durante las horas de vigilia y aún después, porque el sueño se hacía imposible mientras calculaba la bronca que le iba a echar al día siguiente una madre suspicaz, por haber deslizado un comentario que pudiera parecer sexista, o racista, o incluso marxista, en una lección de Conocimiento del Medio. Al día siguiente nunca pasaba nada, pero el malestar le duraba un par de días.

Esta vez, en cambio, no fue consciente de correr riesgo alguno. Porque aunque todos seguían sentados en la mesa, el último punto del orden del día había expirado. Porque aunque estaba delante de testigos, y aún peor, de testigos hostiles, estaba hablando con uno solo de los presentes, que era su amigo. Y porque confiaba en el valor de las metáforas. Siempre hasta ahora había confiado en ellas. Siempre, hasta que su hijo pequeño le hizo una pregunta que la dejó helada.

–Oye, mamá… ¿Tú has dicho que lo que habría que hacer es matar a unos tíos de una junta de no sé qué?

–¿Yo? –y se echó a reír–. Claro que no. ¿Cómo iba yo a decir eso?

–Pues es lo que está en el corcho.

Y era verdad. Valentina se acercó al corcho, leyó la carta de protesta que algunos de sus compañeros habían enviado a la dirección y no pudo creer lo que leía. "¿Pero qué he dicho yo?", se preguntó, "¿cómo es posible…?". Y sin embargo, su amigo Luciano se lo confirmó enseguida.

–Yo dije que habría que cargarse los conciertos, y tú me dijiste que a los que habría que cargarse de una vez por todas es a los de la Junta de Escolarización.

–Pero si era un chiste –protestó–, y ni eso, una forma de hablar, de decir…

–Ya –objetó él–, ya lo sé. Pero lo que es decirlo, lo dijiste. Y ellos lo han copiado. Y han escrito una carta, y la han colgado en el corcho. Y eso no es todo. Parece que algunos padres van a firmar otra carta, en fin…

Lo peor fue que no se dio cuenta de nada, que no fue capaz de detectar el peligro, la trampa en la que se había metido sin la ayuda de nadie, porque tampoco logró imaginar el grado de malevolencia de las personas que la estaban escuchando, un nivel al que ella, desde luego, no ha llegado en su vida y no se cree capaz de llegar jamás. Pero debería haber contado con eso. Debería haber comprendido que la tenían muchas ganas, que la acechaban desde hacía tiempo, que les molestaba, que les enfurecía, que la detestaban. Que este país ya no tiene el cuerpo para figuras retóricas. Que ya no se puede bromear delante de desconocidos. Que de un tiempo a esta parte, todos los españoles estamos abocados a la literalidad, y algunos, además, a permanecer bajo sospecha. Ahora que lo ha aprendido, nunca lo olvidará.

Por eso, esta mañana ha ensayado un buen rato delante del espejo del cuarto de baño, y ha ido repitiendo las mismas palabras por la calle, y después, mientras subía las escaleras, en el recreo, en los cambios de clase. Y antes de que empiece la reunión, se asegura el primer turno de palabra, se levanta, mira a todos sus compañeros uno por uno.

–Quiero pedir disculpas por el desafortunado comentario que hice la semana pasada de forma involuntaria, porque jamás pensé que a alguien se le ocurriera interpretarlo en sentido literal. No pretendía alarmar ni amenazar a nadie, como habría resultado evidente para cualquiera si mis palabras no se hubieran reproducido maliciosamente fuera de contexto. En todo caso, es culpa mía, porque el control del lenguaje es una exigencia de mi oficio, y yo diría que de alguno más también. Pero no pretendo otra cosa que disculparme y desear, eso sí, que en lo sucesivo haya más gente capaz de pedir disculpas después de meter la pata.

Al terminar, Valentina mira al director, que asiente con la cabeza; a Luciano, que la sonríe, y a los demás, que permanecen tan impertérritos como si hubieran oído llover. No ha servido de nada. Eso sí que lo sabía, pero tampoco podía hacer otra cosa.

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Sobre la firma

Almudena Grandes
Madrid 1960-2021. Escritora y columnista, publicó su primera novela en 1989. Desde entonces, mantuvo el contacto con los lectores a través de los libros y sus columnas de opinión. En 2018 recibió el Premio Nacional de Narrativa.

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