Carrera hacia la igualdad
Fui a Casablanca a ver a 20.000 mujeres árabes correr en una carrera de 10 kilómetros, pero antes acudí a un partido de rugby mixto. Eran dos equipos de siete cada uno, en un terreno polvoriento situado en un pueblo a 25 kilómetros al sur de la gran metrópoli marroquí. El pueblo se llamaba Douar Sidi Abed. Era pobre. Campos arenosos, de los que sólo una cabra podría exprimir algo de vida, cubiertos hasta el horizonte con restos de bolsas de plástico. Techos grises que en otro tiempo fueron blancos, antenas parabólicas que pululaban como setas. Y gente vestida como si acabara de salir de una estampa de la Natividad.
Ése es el espectáculo que vi al llegar al pueblo, metido en una camioneta abarrotada de periodistas de la televisión marroquí. Sin embargo, en la escuela del imán Mouslim, en la que se celebraba el partido, la escena cambió. El edificio, limpio y pulido, recién pintado con anchas rayas rojas y blancas, podría haber estado en Londres, Nueva York o Madrid. Y el público, formado por mil y pico espectadores, era más variado que el que podría verse en una sesión de gala de la Asamblea General de Naciones Unidas. Era como un museo viviente de la moda, con muestras del siglo I hasta el XXI. Estaba el saco sin forma, de los pies a la cabeza, que era lo que llevaban los asistentes de más edad, y de los dos sexos; la túnica más elaborada, fluida, al estilo medieval, y el look de chica hispana fingiendo desdén: gran cabellera oscura, pendientes de aro tan grandes que un pastor alemán podría saltar a través de ellos, camisetas ajustadas y vaqueros pegados.
"Lo primero es saber que nada en el mundo árabe es lo que parece"
"Nuestro profeta hacía carreras con su mujer, y ella siempre vencía"
"Llevar velo no significa que no lleves los pantalones dentro de casa"
Poca pierna, en cambio. Sólo se veían dos pares, las del británico y doble medallista de oro olímpico Daley Thompson, y las de una de las máximas figuras entre los campeones mundiales de boxeo, el estadounidense Marvin Maravilloso Hagler. Estaban allí para ser capitanes de los dos equipos de rugby rivales. Las otras seis jugadoras de cada bando eran todas chicas adolescentes, vestidas con pantalón de chándal y, en su mayoría, con el velo cubriendo la cabeza.
Esto no era una noche de borrachera en Ibiza; esto era un pueblo rural y musulmán de Marruecos. Pero los padres de las jugadoras no pestañeaban. O, mejor dicho, sí. Pestañeaban mucho, echaban espumarajos, pero no de indignación, sino de pasión competitiva, mientras sus hijas se empujaban unas a otras por obtener el balón, saltaban con sus capitanes en los saques de banda, se agachaban en las melés y corrían hacia las líneas enemigas.
Para alguien razonablemente interesado en las noticias del mundo árabe, pero con un conocimiento de primera mano discreto, aquello me resultó un poco confuso. ¿No se oía hablar constantemente de la radicalización religiosa del mundo árabe? ¿De que el islam fundamentalista está extendiéndose por los reinos del desierto como Saladino? ¿De que las mujeres, que a los occidentales nos parecen siempre las auténticas perdedoras en todo este asunto, van cubiertas de arriba abajo como si se nos viniera encima un enfriamiento global?
"Lo primero que hay que saber es que nada en el mundo árabe es lo que parece", me dijo Iman Bibars, una feminista egipcia que fumaba seis cigarrillos por hora, pero había venido a participar en la gran carrera de mujeres de Casablanca. "Las mujeres, la política, la religión. Nada es lo que parece. La vida no está estructurada de la misma forma -o en la misma medida- que en Occidente".
Las palabras de Iman, que vive en el Cairo, pero posee licenciaturas y doctorados por las universidades de Princeton, Georgetown y Sussex, me sirvieron de referencia ante el perplejo caleidoscopio de imágenes que ofrecía Marruecos. Después del partido de rugby, por ejemplo, hubo una serie de espectáculos realizados por lo que resultó ser un grupo selecto de chicas -y, al final, algunos chicos- que van a colegios en las barriadas del extrarradio de Casablanca. Hubo flamenco, no clásico, sino tendiendo a hip-hop; sinuoso, pero con frenesí. Hubo danza del vientre, en la que algunas de las adolescentes que habían dado una paliza a Daley Thompson durante el partido le llamaron al escenario para girar sugestivamente sus caderas junto a las suyas. Y luego -sin ninguna lógica evidente en el orden-, cuatro chicas con mallas negras bailando con aros a los sones de una de esas canciones como de Abba que uno reconoce al instante, pero no tiene ni idea de cómo se llaman. A continuación llegó un grupo de chicas vestidas de uniforme de campaña que emprendieron una solemne sesión de kickboxing, y por último, media docena de chicos rebosantes de hormonas, disfrazados de chulos del Bronx, gesticulando y bailando con el acompañamiento de un rap norteamericano.
En medio de todo, sin inmutarse, estaba la directora del espectáculo, una mujer delgada, atractiva, de mediana edad, con una gorra azul de béisbol, una camiseta azul, pantalones blancos ajustados y zapatillas deportivas: era Nawal el Moutawakel, la Beckham marroquí. Nawal es un fenómeno deportivo cultural en Marruecos, y en general en el mundo árabe, sobre todo entre las mujeres. No como símbolo de moda, aunque es muy elegante cuando se lo propone, sino porque es la primera mujer árabe que ganó una medalla de oro en unos Juegos Olímpicos. Y por una de las competiciones más duras en el programa de atletismo: los 400 metros vallas. Fue en los Juegos de 1984 en Los Ángeles, en los que fue la única mujer entre los 300 miembros del equipo marroquí. Causó tanto entusiasmo en su país que el rey Hassan II decretó que todas las niñas nacidas ese día debían llamarse Nawal. Cuando volvió, el rey le regaló una casa, con guardia real incluida, en el barrio más lujoso de Casablanca, al borde del mar. Después fue ministra del Gobierno. Desde que obtuvo su medalla de oro se ha dedicado a trabajar para promover los derechos de la mujer a través del deporte. Es su especialidad. Por eso, como vicepresidenta de una organización internacional llamada Laureus, cuya misión es "hacer el bien a través del deporte", estaba allí dirigiendo el partido de rugby y los demás excesos en lo que resultó ser el día más memorable en la historia de Douar Sidi Abed desde que llegaron los conquistadores mahometanos, hace 14 siglos. Dos días después, en su calidad de señora del deporte en Marruecos, presidió la séptima carrera anual femenina de 10 kilómetros.
Hablamos a la mañana siguiente del partido de rugby en Casablanca, una ciudad con aspecto más europeo, se supone, que en tiempos de Humphrey Bogart, en parte porque las ciudades europeas últimamente tienen aspecto mucho más marroquí. Desde luego, el porcentaje de mujeres con velo y túnicas musulmanas, que llegan hasta el tobillo y ocultan el cuello, las orejas y la cabeza, es superior al de Londres o Madrid. Pero el porcentaje de jóvenes vestidas exactamente como las europeas parecía ser, al menos en el centro de la ciudad, de aproximadamente un 50%.
Había quedado con Nawal en el vestíbulo del Sheraton. Parecía -con el efecto combinado del peinado, los pendientes, el maquillaje, la chaqueta y los zapatos- la vicepresidenta del Banco de Santander. Elegante, serena, acomodada. Le pregunté por los tipos más conservadores entre los espectadores del partido de rugby, que seguramente estarían también entre el público -e incluso los participantes- de la gran carrera. ¿Cómo era posible que no se mostraran horrorizados, que no lanzaran gemidos de indignación a su Dios?
"Porque en nuestra religión hay una gran tolerancia", replicó en un inglés excelente, aprendido durante los cinco años que pasó en la Universidad de Iowa con una beca de deportes. "No existe ninguna contradicción entre la religión y lo que yo trato de hacer, que es promover la igualdad entre los sexos a través del deporte. Esas personas tan tradicionales que vio usted ayudaron a organizar el partido. Estaban completamente a favor. Nuestro profeta hacía carreras con su mujer, y ella siempre le vencía. Sólo le pudo ganar él cuando ella estaba embarazada". Nawal, como rápidamente descubrí, es una buena política. Sabe qué palabras utilizar para ganarse, o al menos neutralizar, a sus detractores. Utilizó el arma preferida de sus rivales, el libro sagrado del islam, para apoyar sus argumentos. "Nuestra religión nos dice que debemos enseñar a nuestros hijos a usar el arco, montar a caballo, nadar. Dice 'enseñad a vuestros hijos', pero no especifica 'los hijos varones".
Nawal no lo dice con todas las letras, pero está llevando a cabo una guerra cultural contra los fundamentalistas. Quizá por eso, cuando le propuse que utilizar el deporte como forma de promover la igualdad de sexos era un acto subversivo, un instrumento astuto para esquivar el radar de los vigilantes de la ortodoxia islamista, me respondió, por primera y única vez, que no entendía la pregunta. Conectó el piloto automático (como miembro del Comité Olímpico Internacional, está acostumbrada a ofrecer numerosos discursos y entrevistas) para decir que el deporte "no tiene color ni barreras".
Sin embargo, le dije, ¿no hay cada vez más conservadurismo en la sociedad árabe, cada vez más velos, varias corrientes opuestas y complejas? "Sí, sí, tiene razón. Hay más mujeres que llevan velo. Ya lo verá el domingo en la carrera. Pero lo que queremos hacer es transmitir un mensaje de que las mujeres pueden ser iguales independientemente de cómo vistan".
Es el mismo mensaje que transmite el modernizador rey marroquí. Mohamed VI está intentando abrir el país a Occidente en general y Europa en particular. Lo hace, sobre todo, por necesidad económica, pero también hay un componente cultural. El rey ha dicho que quiere proyectar una imagen de Marruecos como bastión de "democracia, modernidad, dignidad humana, moderación y tolerancia islámica". Por eso aprobó en 2004 varias leyes que tuvieron consecuencias radicales para las mujeres. La ley de familia, se apresuró a señalarme Nawal, ha abolido prácticamente la poligamia, ha dispuesto que los matrimonios arreglados no sean ya obligatorios, ha declarado ilegal el matrimonio antes de cumplir 18 años y ha permitido que las mujeres soliciten el divorcio igual que los hombres.
"El rey nos ha proporcionado buenas leyes, y ahora debemos aprovechar las oportunidades". Éstas fueron las palabras de una señora de mediana edad, llamada Idrissi, con la que hablé antes de empezar la gran carrera de mujeres de 10 kilómetros. Idrissi llevaba una larga túnica que la cubría de cabeza a tobillos bajo la que me pareció atisbar un chándal blanco de última moda. ¿Por qué corría? "Para demostrar que las mujeres tenemos una presencia en nuestras sociedades".
Hablamos en la plaza de Mohamed V, en el centro de Casablanca, donde iba a empezar y terminar la carrera de 10 kilómetros. Era difícil oír a Idrissi porque había un ruido infernal procedente de un estrado con enormes altavoces de los que salía música pop árabe, británica, española y norteamericana, de forma aleatoria. A nuestro alrededor, mujeres y más mujeres, todas estirando los músculos y saltando en filas. Parecía un intento de batir un récord Guinness de la clase de aerobic más grande del mundo. Volvió a dejarme estupefacto la variedad de vestimentas, así como el hecho de que, por distintas que fueran, no se veían miradas desaprobatorias; todas hermanas durante un día. En un extremo había una mujer que tenía todo el cuerpo cubierto, incluyendo la cara; al otro, una chica con pinta de acabar de emerger de una discoteca marbellí. Llevaba una camiseta que ponía en inglés: "If you're cute, I'm single" ("Si eres mono, soy soltera").
Me llamó la atención un grupo de cinco mujeres, dos de más edad vestidas al estilo de la escena de la Natividad y tres adolescentes con camisetas y mallas de lycra. Iban a correr las cinco, me dijo una de las mayores, que era madre de dos de las chicas. "Lo hacemos para demostrar que las mujeres estamos aquí", explicó. "Pero también porque nos divierte y para estar en forma". De las veintitantas mujeres con las que hablé, al menos la mitad lo dejó ahí. Para divertirse y para estar en forma. Una me dijo que tenía diabetes y aquello le venía bien. Otra, llamada Malika, empezó a enrollarse sobre tensión alta y colesterol. El tema de conversación era puro Miami; el look, no tanto. Malika iba vestida con ropas que debían de pesar lo mismo que dos mantas de cama o un edredón, pero rebosaba, a sus sesenta y tantos, energía primaveral. Había renacido. "Cuando era joven no me dejaban salir de casa", me dijo. "Me casé a los 15 años y se acabó. La idea de correr o jugar al fútbol ?me encanta el fútbol? era impensable. Ahora jugamos a lo que nos parece".
Comenzó la carrera, y Malika, con un saludo y una sonrisa, se fue trotando suavemente. Una marea de mujeres se apoderó de las calles del centro de Casablanca. Era toda una declaración, y podía sentirse que, aunque no hay duda de que el colesterol también tenía algo que ver, cada una de aquellas mujeres era consciente de ello.
¿Qué era todo aquello, pues?, le pregunté a la mañana siguiente ante un café a Iman Bibars. Esas corrientes culturales encontradas resultaban muy confusas para un recién llegado. ¿Cómo podía explicarse la gran carrera, el hip-hop, el rugby mixto?
Su gran respuesta -reafirmada por la autoridad de una mujer que no sólo posee formidables calificaciones académicas, sino que trabaja a tiempo completo en liderar proyectos sociales para los pobres en El Cairo- fue que tenía que eliminar la religión de la ecuación o, por lo menos, darle mucha menos importancia de la que solemos atribuirle en el Occidente temeroso. "Por lo que respecta a Marruecos, lo que cuenta es que el rey tiene la vista puesta en Europa. Autorizar la carrera femenina es una decisión política. No se trata, pese a las apariencias, de más o menos islam. La idea es que, para formar parte de un mundo globalizado, debemos parecernos más a ellos".
Iman se lo parece, y mucho. Tiene la voz baja y ronca de fumadora empedernida; es alta, pero lleva tacones; se maquilla al estilo Cleopatra que tanto gusta entre la clase media-alta del Alto Nilo; posee, a sus 47 años, el porte soberbio y el sentido estético de una parisiense voluptuosa -o una Sara Montiel de El Cairo-, y deja caer su espesa cabellera negra sobre los hombros, a la vista de los fieles y los infieles.
Pero si la religión no es el tema central en cuanto a la lucha por la libertad de la mujer a la que ella dedica su vida, entonces qué me dice de los velos. Ella misma me había dicho nada más conocerme que veía muchos más velos en las calles de Marruecos -tal vez el más liberal de los países árabes- que cuatro años antes. "Sí, es verdad. OK. Vamos a hablar de los velos", dijo. "Mire, en Egipto, hoy, de la clase media hacia abajo, todas los llevan. Todas. Antes no era así. El otro día estuve viendo con mi marido [médico y profesor de universidad] un documental en el History Channel que incluía imágenes de una manifestación celebrada en El Cairo en 1977. Lo que más nos llamó la atención fue que la plaza estaba llena de mujeres y ni una sola llevaba velo. Ni una. Hoy, todas lo llevarían salvo las cristianas".
"¿Quiere eso decir que se están haciendo más islamistas?", continué.
"¡No! Existen razones históricas para ello. Todo está relacionado con la política, la identidad, el nacionalismo y la economía, no la religión".
El radicalismo saudí tiene mucho que ver, dijo. Pero el motivo por el que las mujeres en su país y en otros estaban obedeciendo el llamamiento a cubrirse la cabeza no era ninguna convicción religiosa, sino una cuestión de dinero. Iman explicó que cuando llegó Sadat al poder en Egipto, durante los años setenta, elaboró una política proamericana que implicaba "tener que besarle la mano al rey saudí", gran aliado de Estados Unidos. Los saudíes empezaron a exportar a Egipto lo que Iman llamaba "su tendencia wahabista". "La gente estaba empobreciéndose, las mujeres no podían pagarse la peluquería ni comprarse ropa de calidad". A los saudíes se les ocurrió un plan que resolvía los dos problemas. Llenaron las tiendas de mujeres con sus túnicas de la cabeza a los pies, dos para verano y dos para invierno, a unos precios ridículos. "Se vendieron como rosquillas", explicó Iman.
¿Y qué tienen que ver el nacionalismo, la identidad y la política?
"De un sentimiento de injusticia e intolerancia de parte de Occidente. Tenemos la herida abierta de Palestina, que enfurece a todo el mundo, sea cual sea su posición. Y se tiene la impresión de que los árabes están siendo atacados por la gente de piel clara, y se recuerdan las cruzadas, y la gente se indigna y piensa: '¡O sea, que ellos, los israelíes, tienen derecho a ser religiosos y nosotros no!'. Y aunque es verdad que nuestra religión es lo que nos une, lo que nos hace árabes, junto con nuestra lengua, que es la lengua del Corán, tiene que entender que en realidad todo está relacionado con nuestra identidad. No es nada religioso".
Por eso los velos están en boga. Llevarlo es un desafío, un gesto de identidad frente a la salvaje globalización proveniente de Occidente. Y a su vez, según Iman, aquellos en Occidente que insisten en el tema del velo les están haciendo un favor a los integristas, dice Iman. "Aquellos que atacan al velo todo el tiempo están dando munición a los líderes masculinos en nuestra sociedad y debilitan a gente como yo que está intentando liberar a las mujeres de la opresión, porque se nos asocia con el enemigo".
El chiste, como Iman sabe por amplia experiencia de la vida cotidiana de su país, es que llevar el velo y observar el código del vestir de los fundamentalistas no se traduce necesariamente en una mayor devoción. "El velo es fácil. Es mucho más difícil ser verdaderamente religiosa en el día a día, no chismorrear ni decir maldades sobre otras personas, ser generosos. Eso es lo difícil". Y además, añadió -recordándome su mantra de que "no todo es lo que parece"-, "los velos son sexy". Destacan la feminidad. "Es algo que hacen las mujeres y no los hombres, que marca la distinción entre nosotros, que atrae la atención de los hombres".
Y la carrera femenina, en la que ella había participado, ¿no era ésta motivo para pensar que se avecinaban tiempos mejores para las mujeres árabes? "La carrera representa un gran avance, pero no significa que los hombres piensen que las mujeres son iguales que ellos, o que las traten como tal. Son las mujeres las que siguen siendo obligadas a vestirse de cierta manera, no los hombres".
Quedaba, muchos cafés y cigarrillos después, una última pregunta: ¿quién estaba ganando la batalla? ¿Las mujeres o los anti-mujeres? Para una persona tan finamente consciente de la variedad de niveles de sutiles y contradictorios significados en el mundo árabe ("llevar un velo tampoco significa que no lleves los pantalones dentro de la casa", advierte), la pregunta era demasiado simplista. Una razón es que, como una mirada a Marruecos y otra a Arabia Saudí nos revela, "el mundo árabe" no es exactamente una entidad cultural uniforme. Es evidente que las corrientes encontradas forman remolinos y que su fuerza varía de un país a otro. Da la impresión de que en Egipto la situación es delicada, confusa y relativamente inestable. En Marruecos, donde el rey mantiene un control firme, la pregunta parecía más fácil de responder. Al menos para Nawal.
Ella coincide con la percepción de Iman de que hay más velos hoy que hace unos años en Marruecos. Pero Nawal considera que el deporte es un barómetro del cambio social que tiene al menos tanto valor como el velo. "El deporte está liberando a las mujeres de las viejas creencias" y permitiéndoles "demostrar su capacidad, pensar de forma positiva y tener más autoestima", me dijo. Y Nawal cree que, al contrario de lo que se piensa en Occidente, su bando está ganando. Ella no es una analista intelectual como Iman. Es una propagandista para la causa. Reconoce, eso sí, que en el mundo árabe, las mujeres se encuentran todavía donde estaban sus hermanas europeas "hace 100 años", pero menciona algunos datos para mostrar los progresos conseguidos. "En 1984, yo era la única mujer en el equipo olímpico marroquí, mientras que sólo 12 años más tarde tuvimos a mujeres en taekwondo, lucha, gimnasia, tenis, natación y atletismo. Y esa tendencia se ve en todo el mundo árabe".
Entonces, ¿las mujeres árabes están adquiriendo más igualdad? "Sí, el deporte realmente es un barómetro en el que verdaderamente podemos confiar. Yo viajo por todos los países -Egipto, Argelia, Yemen, Kuwait, Qatar, Bahrein- y puedo ver el cambio. Las mujeres están presentes, están invadiendo el escenario. Mi abuela no sabía andar sin el velo cubriéndole la cara. Decía que tenía la impresión de que podía caerse si se lo quitaba. Yo me siento muy afortunada de vivir en nuestros tiempos, en los que vemos cada vez a más mujeres que trabajan como profesoras, médicos, en el parlamento, en el gobierno. Es una transformación profunda. El futuro es de las mujeres".
Eso dice Nawal, probablemente (lo que logró hace 23 años requirió una ambición de hierro) la mujer más optimista del mundo árabe. Pero las palabras de Iman arrastran dudas. Afirmar que el futuro es de las mujeres en una región del mundo tan poco estructurada, como decía Iman, y donde el futuro por ende es tan poco previsible, suena bien, pero demasiado fácil. Ante un panorama tan variopinto, sociedades en las que las mujeres viven codo con codo en diferentes siglos y evolucionan de manera tan aparentemente arbitraria, a velocidades tan diferentes, llegar a una conclusión contundente sobre su futuro es arriesgado. Más prudente es refugiarse en el consejo de Iman: que la mejor guía en el mundo árabe es recordar que nada, pero nada, es lo que parece.
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