Las patatas de Bamiyán saben a guerra
El mercado de Taemaskan es una de esas ilusiones de normalidad que ayudan a los afganos a sobrevivir a tanta desgracia
Detrás de unas elecciones desastrosas, de la guerra constante desde hace 30 años, los coches bomba y los cohetes recientes sobre la sureña ciudad de Kandahar, la vida siempre se empeña en descubrir otros caminos, en diseñar pequeñas esperanzas cotidianas que permiten sobrevivir a tanta desagracia. El mercado de Taemaskan es una de esas ilusiones de normalidad. Cada mañana, cuando despunta el alba, a él llegan decenas de agricultores que empujan carromatos de madera vieja y ruedas chirriadoras para colocar a la venta sus frutos de la huerta y comerciantes sin tierra que los adquirieron a otros agricultores más alejados y que en la compleja mecánica de los intermediarios deben reducir los beneficios para no incrementar los precios, que hasta en los lugares más pobres llegan los juegos de la oferta y la demanda.
Nasir expone unas enormes patatas y cebollas. Tiene ojos y expresión de cansado. Dice que es por el Ramadán, el mes de ayuno musulmán que mantiene a los fieles de esta religión en ayunas durante el día y somnolientos de tanto comer y conversar por la noche. "Las mejores patatas proceden de Bamiyán [provincia célebre por sus Budas destruidos a cañonazos por los talibanes]. Son mucho más dulces que las paquistaníes", afirma con un deje de orgullo patrio. Las vende a 20 afganis el kilogramo, unos 30 céntimos de euro. En los días bulliciosos consigue una caja equivalente a 20 dólares.
Con productos como los de Nasir, Marisol, la cocinera española que regenta en Kabul junto a su marido César el restaurante Los amigos, fabrica unas tortillas de patata que saben a paraíso terrenal. Deben ser la pólvora, el uranio empobrecido o lo que diablos echen las guerras sobre los campos de labranza lo que mantiene vivos unos productos que nosotros, los del primer mundo, hace tiempo que matamos de sabor y vaciamos de nutrientes con tanta química protectora que solo sirve para multiplicar la ganancia y dividir la calidad.
En un puesto cercano, Safir se afana en ordenar zanahorias, pepinos, coles, pimientos, lechugas y unos enormes rábanos de rojo intenso. Se despierta a las cuatro de la mañana, prepara la mercancía y camina hasta el mercado donde se queda hasta las nueve de la noche. Al regresar a su casa ("está a 10 minutos de aquí,", dice) trabaja en el huerto, cena poco y se acuesta a la 11. A pesar de esta vida de estajanovista le dio tiempo de tener tres hijos a los que apenas ve despiertos. Safir gana unos siete dólares al día. No es gran cosa: solo la renta de su vivienda le cuesta el equivalente a una semana de trabajo. En su negocio no existen los descansos ni las fiestas de guardar.
Ahmed vende unos tomates que huelen a tomate un par de puestos antes. Haría una fortuna si pudiera venderlos en una ciudad como Madrid, donde ya no se encuentran. Dice que son de Logar, a una hora en coche al sur de Kabul.
La fruta del mercado de Taemaskan procede de Kandahar, al sur, y Mazar-i-Sharif, al norte. Hay uvas, melocotones, peras... En el puesto de Abbas Khan se exhiben unos enormes melones y sandías a 150 afganis (tres dólares) la pieza. Vende 6oo unidades cada día que le dejan 1.200 afganis de beneficio, 24 dólares, una fortuna en un país en el que el policía de tráfico tiene un salario mensual de 40 dólares sin contar mordidas.
La sandía es una fruta muy popular en Afganistán. Contiene mucha agua, algo que se agradece en un país construido de polvo, arena en movimiento permanente y montañas gigantescas. Hace ocho años, de camino a Faizabad, un grupo de periodistas hicieron un alto en el camino. Compraron dos sandías que comieron delante de un grupo de hazaras (de origen mongol) que observaban respetuosos y en silencio. Al terminar, los extranjeros regalaron media sandía a los hazaras quienes se lanzaron primero hacia las sobras para rebañar las cortezas.
En el libro El camino más corto, Manu Leguineche describe una escena similar ocurrida 30 años antes. Hay países como Afganistán en los que el tiempo es perezoso y lento, que no se cuenta por minutos, sino por recuerdos colectivos: muertos por bombas que cayeron y extranjeros que pasaron dejándose atrás lo mejor de una sandía. Solo el día que entendamos ese otro tiempo estaremos en condiciones de ayudar a la gente que necesita ayuda.
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