Todo un hogar en pleno cementerio
Un millón de personas se acomodan en los camposantos ante la escasez de vivienda en Egipto
"No hay motivo para tener miedo de los muertos", sonríe Fathiya. Ella, su marido y sus seis hijos viven en el panteón de la familia Zaruq, un notable de la época otomana cuyos descendientes siguen siendo enterrados bajo las losas sobre las que tiende la colada y corretean los pequeños. El mausoleo, cuyo pórtico testimonia un pasado mejor, se halla en la calle Al Hasan al Malakia de Qarafa, el conjunto de cementerios de El Cairo conocido como Ciudad de los Muertos. La escasez de pisos asequibles confina a 15 millones de egipcios a vivir en infraviviendas, algunas tan insólitas como barcas de pesca en el Nilo, chamizos levantados sobre las azoteas o panteones en los cementerios.
"Llevamos 27 años viviendo aquí", dice Fathiya en su 'casa' del cementerio de El Cairo
El país ha pasado de los 24 millones de habitantes en 1952 a los 76,5 actuales
Pero el lugar en el que vive Fathiya se parece poco a un camposanto occidental. Las construcciones funerarias dan fe de la tradición egipcia de sepultar a los muertos en habitaciones que permitieran a sus familiares pasar con ellos el duelo de cuarenta días. "Llevamos 27 años viviendo aquí", cuenta mientras franquea el paso hacia el soleado patio bajo el que se hallan las tumbas. Tras el zaguán se perciben dos pequeñas habitaciones y una cocina. No tiene agua corriente ni electricidad, pero no se queja. Sin duda le hubiera gustado tener una casa más convencional.
"Imposible al precio que están los alquileres", se resigna. Además, está acostumbrada al cementerio. Ha vivido aquí toda su vida ya que su padre, Ali Mustafa, trabaja de enterrador desde que hace 60 años emigrara a la capital huyendo de la miseria de Sohag, en el Alto Egipto.
A sus 81 años, Ali Mustafa no sólo sigue activo sino que es la memoria histórica del lugar. Conoce a cada una de las grandes familias que tienen a sus muertos enterrados en este sector de la necrópolis. Así que cuando supo que Fathiya se iba a casar, no le costó mucho convencer a los Zaruq para que les confiaran a ella y su marido el cuidado del mausoleo a cambio de poder vivir en él. Otros pagan unas libras a los guardianes del cementerio para que les dejen alojarse en su recinto. No es anecdótico. El Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de la ONU ha mostrado su preocupación por el fenómeno: entre medio millón y un millón de egipcios residen entre los muertos, según estadísticas extraoficiales. La prensa local eleva esa cifra a dos millones.
Unos 50.000 viven en tumbas propiamente dichas. El resto se apretuja en infraviviendas construidas sobre antiguos sepulcros. Algunos han tirado cables del poste eléctrico más cercano o desviado conducciones de agua. Incluso han surgido pequeños talleres y tiendas que cubren las necesidades de sus habitantes. Los taxis aparcados frente a algunas de estas casas apuntan al progreso socioeconómico de sus ocupantes. La necrópolis se ha convertido en metrópolis. Y el Estado ha reconocido sus necesidades: En la calle Al Hasan al Malakia hay una mezquita y una escuela primaria. Pero sólo a medias. En algunas esquinas el olor recuerda no hay servicio de alcantarillado ni de recogida de basuras porque la ocupación de Qarafa sigue siendo ilegal.
Aún así, muchos de sus habitantes no están dispuestos a marcharse a cualquier lado. Cuando en febrero de 2001 el gobernador de El Cairo lanzó la idea de trasladar 110.000 tumbas del cementerio de Bab el Náser, uno de los cinco que conforman la necrópolis, encontró una gran oposición. "Los apartamentos que ofrece el Ministerio de la Vivienda en la Ciudad Quince de Mayo no tienen ni agua ni electricidad, y hay que pagar 1.500 libras (unos 260 euros)", se quejaba entonces Omar, un padre de familia con cuatro hijos y sin trabajo regular. "Incluso si encontrara un empleo fijo no ganaría más de 150 libras al mes; aquí le doy 18 al guardián y estamos seguros. Vivir con los muertos es la única solución", concluía.
Y no se trata de los más desafortunados. Un reciente estudio del Centro Egipcio de los Derechos Individuales titulado El derecho a una vivienda digna, revela que un 30% de las familias cairotas vive en casas de una sola habitación. Muchas ocupan refugios construidos durante la guerra de 1973 para proteger a la población de los bombardeos; otras se alojan en cobertizos levantados en las azoteas, e incluso las hay que residen en el lugar de trabajo, sea un taller mecánico o el barco de pesca en el Nilo. Casi la mitad de la población urbana habita en asentamientos informales, barriadas espontáneas, muy pobladas y carentes de servicios básicos, incluidos en ocasiones el agua potable y el alcantarillado.
"Las condiciones en las que se vive en Egipto no son más que el reflejo de la situación socioeconómica", manifiesta Kamel Riad Morcos, arquitecto especialista en planificación urbana. En su opinión, el país tiene un déficit de entre 1,6 y 1,7 millones de pisos. Es decir, que entre 8 y 8,5 millones de egipcios carecen en la actualidad de una casa decente, más de un 10% de la población. "Sólo hay que hacer un cálculo simple. Si somos 70 millones de habitantes y se calcula una familia media de cinco personas, se necesitarían 14 millones de unidades residenciales", explica. Pero el Ministerio de Planificación, sólo tiene censadas 12,3 millones de viviendas ocupadas (6,5 millones en zonas urbanas y 5,8 millones en zonas rurales).
El mismo informe reconoce la existencia de 1,8 millones de pisos vacíos en todo el país. "El mercado está distorsionado, produce un montón de casas que quedan vacantes", explica Joseph Schechla, coordinador para Oriente Próximo de Habitat International Coalition, una ONG internacional que defiende el derecho a una vivienda digna. Según sus datos, son 3 millones los domicilios desocupados, "más o menos el mismo número que familias sin casa o con infraviviendas". Eso eleva a 15 millones los habitantes de los barrios chabolistas que han crecido alrededor de las grandes ciudades egipcias, una cifra utilizada por la prensa local sin que las autoridades la hayan contestado.
"Antes de la revolución [de 1958], Egipto no tenía ese problema", explica Manal el Batran, arquitecta y experta en urbanismo del Ministerio de Vivienda, "el sector privado respondía a las demandas del mercado, pero tras la revolución se sembraron las semillas de ese mal con tres decretos presidenciales para disminuir el precio de la renta". Aquellas leyes fijaron los alquileres y desde entonces los propietarios no pueden ni aumentarlos ni echar a los inquilinos. Además, sus hijos heredan ese derecho. Nadie pensó en la inflación y la depreciación del dinero. Poco a poco, los ricos dejaron de invertir sus ahorros en la construcción de pisos y se produjo desequilibrio entre oferta y demanda.
"Eso cambió en 1990 y los nuevos contratos pueden fijar precio y tiempo de alquiler, lo que ha vuelto a animar la construcción", precisa Morcos. Pero no solucionó la cuestión de las rentas viejas. "Hay pisos de tres o cuatro habitaciones en buenas zonas al precio de un cuarto de kilo de carne", pone como ejemplo. Así que muchos propietarios sólo esperan a que se caigan para vender la tierra. Tal es el caso de Laila K., que heredó de sus padres un edificio de cuatro plantas en el barrio de Heliópolis y recibe 2,5 libras mensuales por cada uno de los ocho pisos. "Sólo en la electricidad de la escalera gasto 9 libras al mes", se queja.
Con ser importante, la congelación de las rentas no ha sido el único factor. El éxodo rural y la emigración hacia los países petroleros de la mano de obra cualificada en los años setenta también han afectado al mercado. Pero sobre todo, la explosión demográfica del último medio siglo. Egipto ha pasado de 24 millones de habitantes en 1952 a los entre 70 y 79 que según distintas fuentes tiene hoy. Con un crecimiento estimado de 1,3 millones al año, rondaran los 95 millones en 2017. El Gobierno estima que de aquí a entonces necesita construir 5,3 millones de nuevas viviendas (2,8 en el medio rural y 2,5 en las zonas urbanas) para acomodar a la nueva población.
Y eso en un espacio limitado. A pesar de que el país se extiende sobre un millón de kilómetros cuadrados, casi el doble de España, el 98% de la población se concentra en apenas un 5% del territorio, el Valle del Nilo y el Delta. El resto es desierto. El problema resulta especialmente acuciante en las zonas urbanas, donde vive la mitad de los egipcios, en especial en el Gran Cairo, que con casi una cuarta parte del total constituye la mayor ciudad del continente africano.
La fecha de 2017 no es arbitraria. Es el horizonte que el Gobierno se trazó en 1997 para su estrategia de ampliar la zona habitada de Egipto al 25% del país y reducir así la presión sobre el Valle del Nilo. El objetivo era levantar 44 nuevas ciudades en el desierto; fundar un programa estatal para facilitar el acceso a la vivienda a los más desfavorecidos y dejar el resto a las fuerzas del mercado, y afrontar los problemas en las ciudades existentes (redirigiendo la población hacia los espacios vacíos, dando servicio a las zonas que carecen de ellos, e impidiendo el desarrollo de nuevos barrios informales). En las últimas elecciones, el presidente Hosni Mubarak prometió medio millón de nuevas viviendas anuales.
Pero los expertos consideran que la situación no se soluciona sólo con edificar más. "Los últimos 25 años han visto un incremento substancial en el número de viviendas construidas", admite el último Informe de Desarrollo Humano de la ONU relativo a Egipto. El texto, elaborado en colaboración con el Ministerio de Planificación, constata la construcción de 3,4 millones de nuevas unidades, 36% por el sector público y 64% por el privado. Aún así el mercado no ha sido capaz de cubrir las necesidades de las capas urbanas más pobres.
"El problema no es construir, sino qué tipo de vivienda y para quién. Nadie quiere construir para los ingresos bajos porque no da beneficios, lo mismo sucede con las clases medias y los jóvenes", lamenta Morcos, el arquitecto. De hecho, al hilo de la liberalización económica, el mercado inmobiliario de casas de lujo y urbanizaciones cerradas se ha convertido en los últimos años en un negocio floreciente.
"El nuevo Plan Estratégico tiene tres vías para afrontar el incremento de población: crear nuevas comunidades, mejorar los asentamientos informales o reacomodar a la gente dentro de los núcleos urbanos existentes", explica El Batran, la experta del Ministerio de Vivienda. "Con ese fin estamos indagando en las comunidades sobre terrenos vacíos o en desuso, y el resultado es que tenemos que proveer servicios, pero las ciudades padecen esa presión migratoria porque ofrecen servicios y oportunidades de trabajo; si los facilitamos atraeremos a más gente, así que se han establecido límites a la expansión del área urbana para evitar la pérdida de suelo rural".
El Batran considera que con servicios adecuados y comunicaciones las nuevas comunidades ofrecen una buena alternativa. Admite la falta de éxito inicial de las siete ciudades que se empezaron a planificar a finales de los setenta para aliviar la densidad de El Cairo (Ciudad Seis de Octubre, El Abir, Ciudad Quince de Mayo, Nuevo Cairo, Sheij Said, Ciudad Diez de Ramadán). "Al principio carecían de servicios y conexiones; en los ochenta se habló de llevar el metro, pero no se hizo, pero desde que se ha abierto el corredor del Veintiséis de Julio [que une El Cairo con Ciudad Seis de Octubre en 25 minutos] la gente se está animando", asegura.
Morcos discrepa. Para él, "las nuevas ciudades no solucionan los problemas de la gente porque están muy lejos y el transporte cuesta tiempo y dinero". Este urbanista se declara "partidario de crecer a lo alto en vez de a lo ancho y de apoyar el metro como sistema de transporte". "Nadie quiere irse al medio del desierto sin servicios", coincide Schechla. "Las políticas, la ley y las inversiones públicas debieran garantizar que la gente pueda vivir donde está y no verse obligada a desplazarse", defiende este activista.
En esa línea, expertos que trabajan con comunidades de base defienden la adecuación y mejora de los asentamientos informales para integrarlos en el organismo vital de la ciudad. "Hoy ya no son sólo problema sino parte de la solución", declara Khalil F. Shaat, responsable del proyecto de rehabilitación de Manshiet Naser (Barriada Naser) de GTZ. Esta ONG alemana defiende que esas zonas de urbanización salvaje "no sólo albergan a los pobres sino que ofrecen vivienda a precios razonables a familias jóvenes y educadas, incluidas las de funcionarios".
"El nuevo Gobierno de[l primer ministro Ahmed] Nazif se ha dado cuenta de que debemos atender a esos asentamientos informales", admite El Batran. En su opinión, lo que ha hecho saltar las alarmas ha sido el extremismo. Esos enclaves están surcados por un entramado de callejuelas por las que no caben los coches, tampoco los de la policía, lo que los convierte en un buen escondrijo para radicales islamistas y todo tipo de malhechores. "Creo que antes de mejorar esos asentamientos, la prioridad de la gente es tener trabajo para acceder a una vivienda mejor; todos los problemas son como una cadena", opina.
Manshiet Naser es un ejemplo. Este asentamiento informal se empezó a levantar tras la revolución, cuando la llegada de campesinos del Alto Egipto, como el antes citado Ali Mustafa, se aceleró. "Los primeros se establecieron en los cementerios, pero cuando se llenaron los panteones cruzaron la carretera hacia estas colinas", declara Shaat, un ingeniero formado en Estados Unidos al que GTZ ha contratado para coordinar su proyecto de desarrollo participativo. Allí construyeron sus chabolas y, al hilo de sus necesidades, surgieron panaderías, colmados, talleres, incluso, con el tiempo, tiendas de alquiler de vídeos y de venta de teléfonos móviles.
Hoy la barriada tiene una extensión de 7,2 kilómetros cuadrados y aunque el censo de 2001 cifraba sus habitantes en 196.000, los datos recogidos por la ONG multiplican por cuatro esa cifra. Hay al menos, otra decena de ellas en El Cairo. Y todas con problemas similares: enganches clandestinos al tendido eléctrico, acometidas ilegales de agua, pozos negros y callejones tan estrechos que no permiten el acceso de ambulancias o coches de bomberos en caso de emergencia, como sucedió tras el terremoto de octubre de 1992. Es decir, viven a espaldas del Estado.
"Todo ha sido hecho por la gente que mantiene el tejido social de sus localidades de origen", apunta Shaat. Y precisamente apoyándose en ese tejido social que ha sobrevivido a la urbanización su equipo trata de implicar a la comunidad. "¿Qué estamos haciendo? Poner un marco. Invirtiendo en infraestructuras porque el que hayan construido sus propios sistemas de alcantarillado, no significa que estén bien", explica antes de dejar claro que la implicación de la comunidad es tan importante o más que la propia inversión económica.
De hecho, el presupuesto de GTZ para Manshiet Naser no es imponente. Son 17,2 millones de euros que además se limitan a algunos proyectos que luego deben de servir de modelo o referencia a los habitantes y las autoridades. "La mayoría del dinero se destina a infraestructuras. Los gastos de gestión no alcanzan los 300.000 euros anuales. Pero no construimos edificios. Es un error", defiende Shaat convencido de que su misión es "facilitar el cambio, no todo el dinero necesario". "El 80% del éxito son los cambios de procedimiento. Sólo el 20% de las necesidades requiere financiación adicional. Es necesario usar los presupuestos existentes de forma efectiva", subraya.
"Cuando empezamos a trabajar, en 1998, dividimos el barrio en nueve áreas y nos concentramos en una, Ezzbet Bekhet", relata. La actuación sobre esa zona, una de las más degradadas, se inició en 2004 y concluyó el pasado enero. Hoy todas las viviendas tienen acceso a la red de agua y el alcantarillado municipales. "El objetivo es que 90% de las casas estén legalmente enganchadas a la red. 725 casas ya se han conectado, más del 50% tienen contador", precisa Shaat mientras damos un paseo por el lugar. Además de la mejora de la calidad de vida, ese detalle del contador es fundamental. Aunque cuesta 425 libras, constituye una prueba de propiedad de la tierra sobre la que se levantan las viviendas, y el acceso a la misma esta cambiando de forma radical la comunidad y su relación con el Estado.
"Vimos las mejoras desde que pavimentaron la calle", admite Nagua Zaqi, a la que todos conocen como Um Asad. "Estamos muy contentos con el nuevo alcantarillado y ahora sólo espero que pronto me conecten el contador para pedir los papeles [de propiedad], pero no te puedes conectar hasta que no tienes todos los permisos", añade con una seguridad inusitada años atrás en una mujer de su edad, que con toda probabilidad sea analfabeta. No en vano GTZ ha exigido una participación de al menos un 30% de mujeres en todos los proyectos que financia.
Los habitantes de Ezzbet Bekhet están pendientes de la esperada legalización a la luz de una ley de 1982 y GTZ ha empezado a aplicar el modelo en otras cuatro áreas de Manshiet Naser. "En las cuatro restantes cooperaremos con las autoridades provinciales", precisa Shaat de acuerdo con su fórmula de trabajo. Pero lo que es más importante, en el distrito ya se extendido la conciencia de su derecho a los servicios y de la necesidad de cooperar para lograrlos.
Wafaa, 37 años y 6 hijos, se queja de que los empleados que limpian la cloaca no se llevan los deshechos y eso genera malos olores. Enfrente, Mohamed Amat, que vive sobre su taller de reparación de bicicletas, con su mujer y sus dos hijos, asegura que está ahorrando para engancharse a la red de agua. "Es caro", justifica, "pero merece la pena porque desde que tenemos alcantarillado el baño funciona mejor". La mejora se aprecia cuando se ve la basura que se acumula enfrente, en una de las zonas fuera de proyecto.
"Trabajamos con la realidad y nos enfrentamos a problemas a diario. La administración local egipcia es una de las más difíciles y el cambio no se produce tan rápido como nos gustaría", concluye Shaat.
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