El Tea Party asedia Washington
La victoria de los extremistas en Estados Unidos convierte las elecciones legislativas de noviembre en una lucha entre la civilización y la caverna
Aunque desconocida en el campo de la política, Christine O'Donnell, cuya victoria esta semana en las primarias de Delaware ha estremecido a EE UU, cuenta con una larga e intensa actividad en la lucha por restaurar la estricta moral calvinista en esta sociedad, aparentemente conquistada por la perversión y la lascivia.
En 1996, con solo 27 años, O'Donnell creó en Los Ángeles una organización que responde al nombre de Alianza del Salvador para Defender la Verdad y cuyo principal objetivo era la promoción de la castidad. Desde entonces, O'Donnell ha sido una frecuente participante en actos públicos, debates académicos o tertulias de la cadena Fox para condenar la pornografía, la masturbación y la homosexualidad. Ha criticado la ayuda oficial a la lucha contra el sida, que ella considera la penitencia justa por el pecado de la promiscuidad, y ha defendido que el papel más adecuado para una mujer es el de esposa y madre al servicio de la tranquilidad y felicidad del marido.
La victoria de la ultraconservadora Christine O'Donnell estremece al país
Un 59% cree que Obama no tiene un plan para resolver los problemas
O'Donnell es un símbolo entre algunos representantes de la Generación X que creían urgente rescatar supuestos valores enterrados por la generación hippy, la liberación femenina o el simple progreso de la humanidad. Es, a su manera, líder de un modelo alternativo de juventud.
La flamante candidata al Senado resulta, por tanto, una mujer -hasta físicamente parecida a su principal valedora, Sarah Palin- que sirve perfectamente como ejemplo -burdo y brutal ejemplo- de aquello contra lo que el Partido Demócrata dice luchar de cara a las elecciones legislativas de noviembre.
Siempre es más fácil luchar contra una persona que contra una idea. El Tea Party, con todo el radicalismo y obscenidad de su mensaje, es una idea y, en cierta forma, una hermosa idea de libertad individual frente a la prepotencia del Estado. O'Donnell -y los varios O'Donnell que han surgido como consecuencia de la victoria del Tea Party en numerosas primarias el último año- es la concreción de esa idea, y no resulta tan atractiva. De hecho, aunque más del 40% de los votantes independientes comparte los argumentos del Tea Party, según una encuesta de The Economist, menos de una cuarta parte muestra simpatías por sus dirigentes.
La maquinaria de propaganda demócrata se ha puesto en marcha para que la peculiar biografía de O'Donnell y de otros candidatos similares circulen extensamente hasta noviembre. "El mejor portavoz para ganar votos para Andrew Cuomo es Carl Paladino. Nuestra estrategia es solo la de dejar hablar a Paladino", ha comentado a The New York Times un asesor de la campaña de Cuomo, el demócrata aspirante al cargo de gobernador de Nueva York, respecto a su contrincante republicano, otro reputado miembro del Tea Party que obtuvo la nominación el martes pasado.
Paladino, un personaje excéntrico y bravucón que parece sacado de un capítulo de Los Soprano, se refirió en cierta ocasión a un rival político como el anticristo y ha prometido llegar a Albany -sede del Gobierno de Nueva York- provisto de un bate de béisbol para arreglar las cosas a su modo.
Historias similares circularán en los próximos días respecto a otros candidatos del Tea Party, la mayoría de ellos gente sin experiencia política, surgidos de la base de un conservadurismo rural y primitivo que representa una amenaza para el establishment en Washington, pero también un desafío para el sentido común en cualquier parte del país.
La descalificación de sus rivales no es una garantía de que el partido de Barack Obama podrá contradecir en noviembre el negro panorama que le pintan los sondeos. Un 59% de los norteamericanos, según una encuesta de esta semana de The New York Times y CBS, creen que el presidente no tiene un plan claro para resolver los problemas de la nación. Junto a eso, es evidente que los votantes conservadores están mucho más motivados que sus rivales, como prueba el hecho de que en estas recientes primarias, por primera vez en más de 70 años, han participado más republicanos que demócratas.
Pero el factor personal, la credibilidad, puede aún atenuar el golpe de noviembre. Pese a todas las circunstancias adversas, un 45% de la población respalda la gestión de Obama, mientras que menos del 30% confía en Palin como presidenta, según una encuesta de The Wall Street Journal.
Obama va a implicarse personalmente, por tanto, en la batalla que comienza, una batalla que, gracias al avance del Tea Party, la Casa Blanca está tratando de establecer en crudos términos de progreso frente a retroceso, moderación frente a extremismo, seguridad frente a incertidumbre. "Es obvio que los republicanos están escogiendo candidatos que están lejos del pensamiento mayoritario", recordó esta semana el portavoz presidencial, Robert Gibbs.
La campaña se presenta, desde ese punto de vista, más fácil de acometer para Obama. El presidente se enfrentaba hasta ahora a una ola de malestar popular por una crisis económica que él no había creado pero que no ha sido capaz de resolver con celeridad. Se enfrentaba a la frustración por una gestión más gris de lo previsto, a la desvalorización de unos logros -la reforma sanitaria, la reforma financiera, la mejora de los derechos humanos- incomprendidos por el electorado. Se enfrentaba a fantasmas muy difíciles de derribar y que acabarían dándole el poder a la oposición.
Algo ha cambiado esta semana. Los propios republicanos tienen ahora que resolver su guerra intestina para transmitir a los ciudadanos un solo y constructivo mensaje. Los demócratas no han revertido la tendencia que los lleva a la derrota, pero han conseguido trasladar al público preguntas que le harán pensar: ¿quieren bajar los impuestos a los ricos o a la clase media?, ¿quieren que vuelvan al poder los mismos que crearon esta crisis económica?, ¿quieren dejar el Congreso en manos de Christine O'Donnell?
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