Oficios de pobreza alrededor de un Kebab
El enviado especial de EL PAÍS echa un vistazo a los tipos alrededor de cualquier restaurante de Kabul
Los restaurantes de comida afgana en Kabul no tendrían mucho éxito en España y hasta es posible que las autoridades sanitarias los clausuraran por falta de higiene. Se trata de un problema de umbrales. El de la pobreza, por ejemplo: el 42% de los afganos vive en la miseria. Para muchos ya es un milagro poder cenar el nan-i-afghani (pan afgano) acompañado de una taza de té negro. Los pinchos de Kebab, sean de cordero, ternera o pollo, de los comedores públicos son un lujo inalcanzable. Comer cuesta 250 afganis (cinco dólares). También hay un problema de percepciones: lo que al Primer Mundo le parece sucio al Tercero le resulta un delicatessen.
Por alguna razón -económica o de soledad, quién sabe- los comedores públicos afganos tienden a agruparse en calles concretas haciéndose la competencia codo con codo. Se distinguen por la suma de las humaredas que levantan los encargados de girar los pinchos hasta lograr el punto de brasa exacto. Todo un arte. No hay extranjeros debido a la psicosis de miedo creada por los expertos en seguridad, una de las profesiones del mundo que generan más inseguridad. Los clientes de las mesas cercanas buscan en seguida conversación con el recién llegado. No se percibe hostilidad alguna. Comen con los dedos de la mano derecha ayudados de trozos de pan. Los que proceden de las provincias se sientan sobre la silla en cuclillas, como si estuvieran en el suelo. No se vende alcohol. El aparato de televisión sólo sirve para escuchar música con el volumen alto. La cantante con menos ropa es de Tayikistán, que debe ser el Perpignan de los tayikos afganos.
Alrededor de estos restaurantes se mueve empleo indirecto. Decenas de niños dejan de ir a la escuela para fregar los coches que aparcan a cambio de 50 afganis (un dólar). Otros niños venden chicles de marca norteamericana, pañuelos de papel y tarjetas de telefonía móvil sin tener mojarse las manos. Son la clase media de la pobreza. Junto a ellos, una nube de mendicantes, la mayoría mujeres cubiertas por el burka.
Nadie intenta dar limosna a la que entra en el restaurante. Es como si fuera un fantasma azul. Tiene las uñas pintadas de un rosa descolorido por el tiempo. Un comensal le ofrece dos trozos de pan afgano y un cuenco con judías. La mujer de las manos jóvenes lo coge y musita: "Thank you".
Un policía se balancea chulesco por la acera. Viste una camisa blanca que debe de hacer semanas que no conoce jabón. Muestra una prominente barriga, como casi todos los policías de tráfico. En eso existe una gran uniformidad. Gana el equivalente a 40 dólares al mes y en esas rondas cerca de los restaurantes trata de arrancar una pequeña mordida con cualquier excusa. A veces no es necesario descubrir una falta porque el dueño del negocio lo invita a pasar. El agente debe de llegar hambriento porque con la primera cucharada de sopa se ha echado encima una mancha que al limpiarla se ha extendido. El hombre que se sienta a mi lado encoge despacio los hombros como si ese movimiento llevara escrito todo un discurso sobre Afganistán, un país destruido por 30 años de guerra y siglos de ignorancia y fanatismo.
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