"Nada puede ser peor que esto"
Relato de cuatro iraquíes que han visto cómo sus vidas y sus sueños se derrumbaban con la guerra
Hace cuatro años, los cuatro entrevistados para este reportaje celebraron la caída de Sadam Husein. Chiíes o suníes, todos ellos esperaban que la desaparición del dictador abriera su país al mundo y mejorara las condiciones de vida. Bajo su mandato habían sufrido dos guerras y pasado 12 años bajo duras sanciones internacionales. Pero la violencia ha destruido sus sueños y sus vidas.
Abu Ammar "Nos fuimos con lo puesto"
Expulsado de casa por el sectarismo suní. Abu Ammar asegura que nunca se había planteado si sus vecinos eran suníes o chiíes. "Incluso nos casábamos unos con otros", subraya. Pero las cosas cambiaron hace un año. Aunque Al Rai, al suroeste de Bagdad, era un barrio mixto, los suníes comenzaron a disparar a los chiíes desde los tejados y empezó el éxodo. "Fue el principio de la guerra entre las sectas", asegura. Sólo dos familias chiíes resistieron la presión, la suya y la de su vecino Abu Husam.
Hasta hace dos meses. "Dispararon directamente contra nuestra casa", explica. Abu Ammar sintió el peligro. Metió a su mujer y sus seis hijos (entre 7 y 22 años) en el destartalado vehículo con el que se gana la vida como taxista y salió zumbando. Allí se quedaron los muebles, la ropa y 10 años de recuerdos.
"Nos fuimos con lo puesto", apunta. No han vuelto. ¿Lo denunció a la policía? "¿Para qué? Sus agentes son miembros del Ejército del Mahdi y vivimos atrapados entre ellos y los suníes. No sé a quién temo más. Hacía meses que los del Mahdi me preguntaban por qué me quedaba en ese barrio y que si apoyaba a los suníes. Cada vez que cruzaba su control me aconsejaban que me fuera. Pero el problema es a dónde".
Este hombre, en el final de la cuarentena, pasó una semana en casa de un hermano, otra en la de un cuñado y finalmente recaló en la de su suegro, en Al Qasera, una isla chií junto al feudo suní de Adhamiya, que cruza muerto de miedo en busca de clientes. Sus escasas ganancias no le dan para alquilar otra vivienda. Se ha registrado como desplazado en la oficina municipal, pero esos papeles no sirven para escolarizar a los chavales en su nuevo barrio.
"Si me dieran un visado para Somalia o Sudán, me iría ahora mismo. Nada puede ser peor que esto", concluye con las lágrimas asomándole a los ojos.
A. S. Un nombre en una lista letal
Traidora para los suníes, enemiga para los chiíes. Ser de Faluya y trabajar para el Ejército estadounidense parece una opción imposible en el actual Irak. Esa ciudad se levantó contra las tropas invasoras ya en abril de 2003, convirtiéndose en símbolo de la resistencia suní. Todas las dificultades no lograron disuadir a A. S. de trabajar como traductora para quienes habían librado a su país del yugo de Sadam. Esta joven grande y sanota, que hoy tiene 25 años, acudía a diario a la base americana, se enfundaba un uniforme de camuflaje y facilitaba la comunicación entre los soldados y la población local, en especial las mujeres. Con todos los miembros de su familia muertos y su vida amenazada, A. S. se trasladó a vivir a la fortaleza militar. "No estaba dispuesta a rendirme", afirma.
Pero el círculo se ha estrechado. Su nombre apareció en una lista encontrada en una mezquita. Sus jefes consideran que debe marcharse y quieren ayudarla a empezar una nueva vida en Estados Unidos. Necesita un pasaporte, pero la oficina que lo expide depende del Ministerio del Interior, un bastión de las milicias chiíes, para quienes su apellido delata su origen y su secta.
"Ya ha pagado mil dólares de soborno, pero hoy cuando ha ido a recogerlo le han dicho que no funcionaba el ordenador y que tiene que pagar otros mil...", relata impotente su protectora estadounidense.
Hasem Oficina en un café
Expulsado de su trabajo por el sectarismo chií. El mundo de Hasem se hundió hace un año. Su tienda de sanitarios estaba en el zoco de Al Washas, un barrio pobre en el que, pequeños hurtos aparte, convivían sin aparentes problemas suníes y chiíes. Estaba y está. Pero Hasem, que pronto va a cumplir 44 años, no ha vuelto por allí desde poco después del atentado contra el santuario chií de Samarra, en febrero de 2006. De hecho, fueron sus vecinos chiíes quienes le advirtieron de que evitara ponerse en peligro. Fue suficiente. Sabía bien lo que eso significaba. Desde ese día fatídico su vida transcurre entre su casa del barrio de Mansur y el cafetín de enfrente donde echa las horas a falta de mejor ocupación. "Se ha convertido en su oficina", comenta sarcástica su mujer.
S. Mejor la dictadura de Sadam
La democracia iraquí es una cárcel para las mujeres. "Mi balance de estos cuatro años es muy negativo. La situación es cada día peor. Ni siquiera puedo ir a comprar libremente. Hace dos años que no piso el mercado de Kadumiya por el peligro que supone", suelta de una tacada S., una chií laica de unos 40 años que lucha como una leona por sacar adelante a sus dos hijos.
Su marido, soldado en el Ejército de Sadam, murió en 2005 a causa del cáncer que le produjeron las armas químicas utilizadas por el dictador y de la falta de tratamiento adecuado durante las sanciones internacionales. El pasado diciembre, su hijo mayor, de 18 años, fue secuestrado cuando salía de una clase particular. "Me pidieron 20.000 dólares, pero les dije que no podía conseguirlos". Al final se conformaron con una quinta parte. Ahora la familia vive aterrorizada. Al pequeño, de 11 años, ya no le deja salir a la calle a jugar con sus amigos. "La vida social la tenemos olvidada. Esto es una cárcel. Sólo me arrepiento de haber participado en las elecciones. Me he prometido a mí misma que no volveré a hacerlo. Este país no sabe lo que es la democracia por eso no podemos aplicarla. A la vista de los resultados, prefiero la dictadura de Sadam".
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