Merkel ensimismada
Alemania ha dejado de ser el país más europeísta de la Unión Europea. Se veía venir. La decepción ante las reiteradas dificultades con que la UE ha ido tropezando en la última década hacía temer esta reacción. Si hay un país donde se venía apostando por la unión política, éste era Alemania, país profundamente federal donde no repugnaba la idea de ceder soberanía a una Europa que se convertiría algún día en unos Estados unidos europeos. Hasta que, amputada por todos los lados, se ha convertido en una quimera muerta, momento en que los alemanes han optado por el repliegue en los intereses nacionales.
Después de ceder el marco alemán para dar luz al euro y el lugar privilegiado que tenía el Bundesbank a favor del Banco Central Europeo, Alemania no ha interpuesto obstáculo alguno a los sucesivos avances en la construcción europea, al contrario. Francia, la otra pieza del motor franco-alemán, en cambio, los ha sometido a consulta en dos ocasiones, la última con el resultado de retrasar cinco años la aprobación del Tratado de Lisboa. Reino Unido, como estaba escrito en el guión, ha actuado de freno permanente, a pesar de que Tony Blair prometió que situaría a su país en el centro de Europa y entraría en el euro tras un referéndum.
Alemania ha dejado de ser el socio más europeísta de la UE para convertirse en un país normal
Son políticos alemanes quienes han realizado las aportaciones más prácticas y audaces para reforzar la unión política, formuladas la primera en 1994, en un documento del actual ministro de Economía, Wolfgang Schäuble, y el ex diputado cristiano demócrata Karl Lamers, y la segunda en una conferencia del ex ministro de Exteriores Joschka Fischer en la Universidad Humboldt de Berlín en 2000. En ambas se contemplaba la posibilidad de que los países que quisieran avanzar pudieran hacerlo sin que los otros pudieran frenarlo: lo contrario de lo que ha venido sucediendo. Ahora no hay unión política, no hay gobierno económico, son evidentes los frenos a las políticas de defensa, y no hay voluntad política de impulsar que Europa actúe en el mundo con una sola voz y una sola visión, como revelan la escasa ambición de los últimos nombramientos de los más altos responsables europeos.
En estas condiciones se ha producido la crisis griega, con una canciller como Angela Merkel formada en la Alemania comunista, y perteneciente a una generación y una cultura ajenas a los entusiasmos de los 80, de donde salieron el mercado único y el euro. Sin la compañía de los socialdemócratas en el Gobierno, se han activado en ella los reflejos provincianos y euroescépticos que caracterizan a casi todos los políticos del Este de Europa, fruto de una dolorosa experiencia con la Unión Soviética, que se traslada injusta y miméticamente a la UE. Está, además, condicionada por las próximas elecciones en Renania-Westfalia, el 9 de mayo, en las que se juega la mayoría en el Senado, el margen de maniobra de su Gobierno y en cierta forma el destino de su coalición. Se halla presionada también por los liberales del FDP para que cumpla el compromiso electoral de rebajar los impuestos. Tiene a la opinión pública preparada para lanzarse sobre ella: no tiene pase sufragar a los griegos su gasto público cuando los alemanes lo están recortando.
Así es como Merkel, por primera vez y rompiendo la tradición europeísta de todos sus predecesores, se ha convertido en la voz disonante y reticente ante el inevitable paso hacia alguna forma de gobierno económico europeo, que exige la estabilidad e incluso la supervivencia del euro en mitad de la devastadora crisis económica que ha sacudido el planeta. La canciller impuso todas sus condiciones en el último Consejo Europeo donde se trató del caso griego, de forma que el mecanismo de ayuda aprobado sólo se activará en caso de extrema necesidad, arrancará con la aportación de un tercio del FMI, y sólo después entrarán los países socios del eurogrupo, con los dos tercios restantes, mediante préstamos bilaterales. Pero lo decidirán por unanimidad, de forma que podrán reconsiderar la decisión en cualquier momento.
Ha sido una solución europea, pero más formalmente que de contenido. Lo es porque la han tomado los europeos, pero los instrumentos son los más alejados posible de las instituciones europeas. Es una Europa por defecto. Que toma decisiones minimalistas y en el último momento. Con un mecanismo preventivo, como el arma nuclear, pensado para no tener que usarlo, eficaz en los primeros días, pero cuya futura capacidad disuasoria es dudosa.
El contexto explica muchas cosas. Europa, en plena crisis económica, sigue virando hacia el populismo derechista. Sus instituciones no arrancan. Apenas cuenta en la mesa del póker mundial. El país central, con mayor peso demográfico, económico y geográfico, se halla ocupado en sus cosas. Y a su canciller, la figura política europea más fiable de su generación, sólo le interesa la política alemana y las próximas elecciones regionales. Ensimismada, al igual que todos los otros dirigentes de la UE.
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