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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Fantasías de una cromañona

Rosa Montero

Recientemente se ha hablado mucho de un nuevo descubrimiento de canibalismo en Atapuerca realizado por una joven paleontóloga, Gala Gómez Merino, que encontró el fémur roído de uno de nuestros antepasados prehomínidos, una criatura de hace la friolera de 1,3 millones de años. Desde el punto de vista científico es un hallazgo sin duda valioso, pero no acabo de entender el revuelo causado entre el público en general, salvo por el morbo que produce la idea de la antropofagia y por el rechinante miedo a ser devorados que sin duda arrastramos en nuestro inconsciente. ¿Y por qué tenemos escrito en nuestros genes ese terror pánico a que nos coman? Pues quizá porque ha sido algo bastante habitual que ha seguido ocurriendo milenio tras milenio y siglo tras siglo. Cuando, hace un par de años, se descubrieron en Atapuerca las primeras pruebas de canibalismo en nuestros antecesores, el personal abrió la boca pasmado, como si los seres humanos no nos hubiéramos estado zampando los unos a los otros hasta ayer mismo. En las zonas más inaccesibles de Nueva Guinea, por ejemplo, ha habido caníbales comprobados hasta hace veinte o treinta años, y quién sabe si hoy no sigue sucediendo de cuando en cuando en algún lugar remoto de la Tierra.

"Los humanos nos parecemos a los niños del 'Homo antecessor' de hace 800.000 años"

Con todo, lo verdaderamente maravilloso de ese riquísimo e inagotable yacimiento que es Atapuerca son las vertiginosas enseñanzas que proporciona sobre el misterio de la vida, y cómo sus hallazgos colocan la existencia de los seres humanos en su verdadera dimensión, esto es, en una microscópica pequeñez. Tan llenos como estamos de deseos y esperanzas, tan enorme que nos parece cualquier frustracioncilla cotidiana, y luego en realidad no somos más que un hervor de protozoos pataleando ciegamente en una gota de agua.

El pasado mes de julio visité por segunda vez el yacimiento de Atapuerca y tuve la gran suerte de que el paleontólogo José Miguel Carretero, tan buen científico como formidable comunicador, volviera a explicarnos el lugar. Y entre las muchas cosas fascinantes que contó, dijo una que se me quedó grabada: el Homo sapiens, los humanos de hoy, nos parecemos físicamente a los niños del Homo antecessor, nuestro antepasado de hace 800.000 años. Luego, al hacerse adultas, aquellas criaturas se convertían en seres muy distintos, con cráneos de huesos masivos, arcos superciliares espesos y un aspecto que, desde nuestra estética de hoy, nos parecería brutal, agresivo y un poco aterrador. Pero los cráneos de sus hijos carecían de ese engrosamiento y eran muy semejantes a los cráneos de los humanos adultos de hoy. Somos, pues, como los niños de nuestros antepasados; y, movida por mi afición a la ciencia ficción, no puedo dejar de preguntarme si nuestros niños de hoy serán el modelo de los humanos venideros, el anticipo de una nueva especie sideral. Es una cuestión curiosa, porque muchas de las representaciones de humanoides futuristas que ha hecho el cine se parecen precisamente a los bebés humanos actuales: seres sin pelo, de ojos grandes, rasgos pequeños y caritas aniñadas y conmovedoras, como, por ejemplo, los extraterrestres de Encuentros en la tercera fase o ET.

Por otro lado, dicen los biólogos que los bebés de todas las especies cultivan ese aspecto indefenso y conmovedor justamente como un recurso de supervivencia, para ablandar a los adultos y evitar ser atacados. ¿Podría deducirse de esto que los humanoides y luego los humanos hemos ido fomentando aquellos rasgos que sirven para evitar la confrontación violenta? ¿Y que son esos rasgos infantilizados los que nos permiten justamente sobrevivir y construir manadas y luego sociedades menos agresivas, menos mortíferas? Y una última reflexión: algunos paleontólogos sostienen que lo único que verdaderamente diferenciaba a los neandertales de los Homo sapiens, esto es, de nosotros, que fuimos quienes perduramos, es que el sapiens conocía y cultivaba el arte, el adorno, la belleza. Ahora bien, yo tengo el convencimiento de que la creatividad y el arte tienen mucho de juego, y de que los artistas son seres de algún modo inmaduros. Vamos, que para poder crear hace falta que todavía tengas algo del niño que has sido. Y ahora déjenme hacer una última suposición arriesgadísima: ese Homo sapiens que se parece a los hijos de nuestros antepasados, ¿no será también por dentro un poco como un niño? ¿Y no será esa inmadurez la que ha posibilitado su imaginación, su arte y su triunfo como especie? Estas locas lucubraciones, ni qué decir tiene, no hay que atribuírselas al pobre y riguroso Carretero. Son todas culpa mía, febriles piruetas mentales propias de una cromañona amante del juego.

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