Cinco toneladas de Monterroso
La Universidad de Oviedo recibe el legado artístico-literario del escritor guatemalteco
En 1975 un crítico literario preguntó a Augusto Monterroso qué sensación le producía ser considerado un humorista. La respuesta del escritor fue todo un autorretrato: "Agradable, no por lo de humorista, sino por el hecho de ser clasificado. Me encanta el orden". Lo que podría no ser más que una salida brillante del narrador guatemalteco cobra todo su sentido a la vista de la pulcritud con que conservaba y clasificaba sus papeles.
Es lo primero que se aprecia al contemplar una parte mínima de su oceánico legado repartida por la sala de togas del edificio histórico de la Universidad de Oviedo, convertida en improvisada cámara de selección. Todo el material ha sido espigado de entre las 14 enormes cajas de madera, unas cinco toneladas en total, que llegaron hace un mes desde México. Su viuda, la escritora mexicana Bárbara Jacobs, acaba de donar a la Universidad asturiana la biblioteca y el archivo personales de su marido y mañana inaugurará en ese mismo edificio una muestra destinada a presentar la donación. A falta de algunos originales, que se custodian en Princeton, en Asturias queda depositado todo lo que dejó al morir en 2003 el creador de El dinosaurio, un relato de siete palabras ("Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí") que su autor, con sorna, terminó considerando novela.
La donación incluye 14.000 libros, además de cartas, cuadros y películas
Era muy ordenado y lo guardaba todo. Se diría que nunca tiró un solo papel
El pasado lunes, mientras se afanaba entre bultos y carpetas, Marta Cureses, directora de actividades culturales de la Universidad ovetense y comisaria de la exposición, reconocía que llevará al menos dos años de trabajo intensivo catalogar todo el legado. De entrada, todavía no se sabe la cantidad total de documentos que viajaron en aquellas 14 cajas. Sólo se conoce a ciencia cierta el número de volúmenes que albergaba la biblioteca de Monterroso: 14.000. Imposible no pensar en otro de sus relatos, Cómo me deshice de quinientos libros: "Un día está uno tranquilo leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice: ¡Cuántos libros tienes! Eso le suena a uno como si el amigo le dijera. ¡Qué inteligente eres!, y el mal está hecho". De ahí a seguir acumulando libros para sentirse un genio, venía a concluir el narrador, hay sólo un paso.
Si se piensa que el autor de Movimiento perpetuo, que siempre se sintió guatemalteco como su padre, nació en 1921 en Tegucigalpa (Honduras, la tierra de su madre), no terminó una formación regular, sufrió varios exilios y vivió en Bolivia, Chile y, sobre todo, en México, el mero hecho de que llegara a conservar una biblioteca es casi un milagro. De ese milagro forman parte joyas como la primera edición de Ismos, de Gómez de la Serna, o la segunda de Trilce, de César Vallejo. Allí está también la edición de 1851, la primera, de Escenas de la vida bohemia, el libro de Henri Murger que Puccini transformó en La Bohème y que marcó los años de juventud que Monterroso relató en Los buscadores de oro, sus memorias.
Abundan, además, los clásicos españoles e ingleses y las recopilaciones de aforismos y proverbios. Nada raro en un devoto de la brevedad que consideraba que tres renglones tachados valen más que uno añadido. "Me aterroriza la idea de que la tontería acecha siempre a cualquier autor después de cuatro páginas", dijo. Tal vez por eso, toda su obra, compuesta por títulos como La oveja negra y demás fábulas, La palabra mágica o La letra e, cabe dentro de una caja de zapatos. Por supuesto, todos esos libros y sus diversas traducciones -incluida una al latín- forman parte del legado asturiano.
"Un libro es una conversación; un buen libro, una conversación educada", afirma Monterroso en una frase que Bárbara Jacobs recoge en Vida con mi amigo. Visto así, él era doblemente educado. Los volúmenes de su biblioteca se conservan impecablemente, sin apenas rastros de lectura. Apenas una señal a lápiz para corregir una errata o recordar un párrafo. Eso sí, muchos libros albergan entre sus páginas cartas, fotografías y recortes de periódico relacionados con su contenido. Más de uno, además, está marcado con el dibujo de un esquemático velero en tinta verde. Con esa misma tinta le dedicó sus libros Pablo Neruda. Además, una de las piezas mayores de su biblioteca es una edición de autor del Canto general del tamaño de un misal y cuyas guardas corrieron a cargo de Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros. El ejemplar de Oviedo está firmado tanto por el poeta como por los dos muralistas mexicanos.
Capítulo aparte, de hecho, merecen los libros dedicados por sus autores, es decir, de todos aquellos que hicieron caso omiso a la advertencia de Eduardo Torres, protagonista de Lo demás es silencio, la única novela de Monterroso: "Poeta: no regales tu libro, destrúyelo tú mismo". De ahí la abundancia de dedicatorias salidas de la mano de escritores como su paisano, el Nobel Miguel Ángel Asturias, Julio Cortázar, Juan José Arreola, que se extiende por dos páginas, o Roberto Bolaño, que le agradece la cita que le tomó prestada para abrir La literatura nazi en América Latina.
A la vista de la parte visible de ese iceberg que es el legado de Augusto Monterroso se podría decir que el escritor, en efecto, no se deshizo de un solo libro. Lo curioso es que parece que tampoco tiró un solo papel. Ni un solo cachivache. Entre sus cosas hay decenas de condecoraciones y premios, entre ellos, el busto que le regalaron en 1997 con motivo del Juan Rulfo -y en el que exhibe chaqueta, corbata y una sonrisa pícara- y la escultura de Miró correspondiente al Príncipe de Asturias de 2000. Además, entre cientos de páginas de correspondencia, el escritor conservó todas las cartas, telegramas y notas que recibió con motivo de ambos galardones. Es la parte más institucional de un acervo en el que los recortes de periódico -todos originales, ni una sola fotocopia- conviven con fotos de escenarios de la infancia hondureña del narrador, alguna polaroid retocada y casi 30 películas de vídeo con escenas domésticas y entrevistas de televisión.
Pero el orden también guarda sorpresas. En una carpeta de grabados aparece una radiografía de los pulmones. Junto a una revista con el Che en portada, un calendario de 1986: en la página de arriba, una pin-up al mes; en la de abajo, entre tanto, su dueño ha ido tachando los días, como un preso. Dibujos realizados por el propio Monterroso y un cuadro pintado por Bárbara Jacobs, en el que se les ve a ambos, completan una colección de retratos del escritor entre los que Marta Cureses encontró otro secreto. En la casa mexicana del matrimonio colgó durante años el retrato anónimo de un joven Monterroso que lee a Lenin. Ahora la profesora asturiana ha descubierto que es obra de Juan Antonio Franco, un pintor guatemalteco discípulo de Frida Kahlo.
La catalogación todavía no ha empezado cabalmente, pero las 14 cajas del tesoro ya dan la enorme medida de un hombre que siempre bromeó con su baja estatura. "Sin empinarme, mido fácilmente un metro sesenta", comenzaba su autorretrato. Si el humor es el realismo llevado hasta sus últimas consecuencias, el humor bien entendido empieza por uno mismo. Esa idea atraviesa toda la obra de Augusto Monterroso. "Entre nosotros", afirma en Viaje al centro de la fábula, "la mayoría de las personas son de talla modesta. Cuando alguien destaca, inmediatamente aspira a la presidencia". Su última broma pesa 5.000 kilos.
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