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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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El teatro da vida

Hay tantas obras de valor en la cartelera de teatros de Madrid (y otras ciudades), musicales aparte, que parecería como si una generación anterior hubiera regresado al entusiasmo de la escena y un sinfín de salas independientes o experimentales reprodujera en la oferta dramática española el archipiélago de editoriales menudas, amantes primorosas de lo bueno, lo exquisito y candeal.

Podría no ser un disparate -no gigantesco, al menos- pensar que de la misma manera que los grupos musicales y sus intérpretes famosos tienden a brindar conciertos en vivo y obtener así la relación próspera y directa con la afición, el nuevo teatro cumpliera el papel de un nuevo cine, desprendido de efectos especiales, liberado de tiroteos, bombas y vertiginosas persecuciones urbanas para asentarse en unas funciones donde imperara antes el personaje y su texto en directo que la soflama circense, la palabra y su habla frente al estruendo de la espectacularidad con o sin imaginación.

Es el arte más moderno y vivo, en vivo, vivificado en la cultura de la presencia, palpitante y personal

Podría no ser un disparate -no monumental, al menos- creer en un momento de inflexión escénica que valora -como en las redes sociales- la comunicación personal entre emisor y receptor, actor y público, todo ello en coherencia con la exigencia social de autenticidad, singularidad y no copia, arte y no artificio, naturaleza de la cada vez más amplia demanda de verdad al natural.

Podría ser efectivamente que el público más educado y consciente, harto de un lenguaje ordinario, desportillado y grosero, viniera a apreciar, como en las verduras sin fertilizantes o los filetes sin hormonas, un diálogo teatral donde la escoria de los recursos léxicos desaparecieran y se devolviera al paladar la oportunidad de saborear la palabra bien hecha junto al gozo de su elegancia, su eficiencia y su precisión.

No poco a poco sino a grandes zancadas, el cine ha ido prescindiendo de sus diálogos seductores -y hasta turbadores- en las películas de hace medio siglo. Diálogos de rango gradualmente reemplazados por imágenes e interjecciones, tacos y gestos sin calidad.

El cine regresa hoy, paradójicamente, entre choques y estruendos, a la peor versión del cine afásico, a la sordera no ya del silencio sino de la explosión del tímpano por la explosión.

El teatro hizo de su escena hablada un canon del primer cine, pero ya, en el Festival de Aviñón de 2003, hubo manifestaciones de protesta -protesta melancólica- por el hecho de que casi dos terceras partes de los espectáculos se habían centrado en la escenografía o los efectos especiales antes que en la calidad del texto y su inherente interés.

¿Aprender a escribir teatro? ¿Aprender a escribir? ¿Por qué no? Hay cursos de dietética y de gastronomía, hay clases de jardinería y de yoga, se imparten lecciones de cante y de pintura. Igualmente, nunca se abrieron tantas escuelas de letras para enseñar a escribir.

¿Para hacer novelas? La novela, como los mismos novelistas dicen en el momento de publicar cuentos, es un cajón de sastre donde caben toda clase de retales, recosidos y saldos con o sin valor. El teatro, en cambio, no perdona la chapuza ni permite con tanta facilidad su condonación. El teatro debe ser tan cabal como interesante, tan inteligente como honrado, porque a cambio de su fracaso hay preparada una histórica lluvia de tomates. Tomates que venían a ser, como el color de su jugo, la estafa de la sangre auténtica que la obra exige en su corazón.

La presencia rigurosa y simbólica del tomate -ausente en el cine y en la televisión, en los vídeos y los videojuegos- es la seña de una pasión realmente compartida. Es decir, la interrelación que convoca al público, hoy necesariamente interactivo, en el espectáculo actual. El público, en fin, perteneciente al arte más moderno y vivo, en vivo, vivificado en la cultura de la presencia directa, palpitante y personal.

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