Un puente entre las dos Españas
Muere al filo de los 100 años Muñoz Rojas, último gran poeta de la generación del 36
El poeta José Antonio Muñoz Rojas no ha alcanzado a ver su propio centenario. El 9 de octubre, es decir, la semana que viene, hubiese cumplido 100 años, pero murió a las 11 de la noche del lunes pasado en la Casería del Conde, su casa de la vega de Antequera, en Málaga. Llevaba tres años recluido allí. La muerte de su mujer y una pulmonía de la que nunca se recuperó del todo anclaron a la tierra a un hombre que se definía como "un cosmopolita de pueblo" y que contó sus viajes por los cinco continentes -"el mundo es pequeñísimo", solía decir- en el volumen Dejado ir, publicado por Pre-Textos. Fue ésta la editorial que en 1992 comenzó la recuperación del escritor malagueño, que culminó el año pasado con la aparición de Obra completa en verso, un título al que próximamente se unirá uno dedicado a su prosa.
Ganó premios como el Nacional de Literatura o el Reina Sofía de Poesía
"Sabe demasiado para permanecer serio del todo", decía Aleixandre
La casa en la que ha muerto Muñoz Rojas se convirtió en uno de los lugares míticos de la literatura española moderna cuando, en 1951, se publicó Las cosas del campo. Considerado uno de los mejores conjuntos de prosa de las letras hispánicas del siglo XX, el libro tiene mucho de testimonio lírico y último -está cargado de palabras a punto de extinguirse- sobre el mundo rural, un universo que en medio siglo había cambiado más que en todo el milenio precedente. "En las cosechadoras el canto es difícil", escribía Muñoz Rojas en el prólogo que puso al frente del libro en 1976.
Ese año, y gracias a su aparición en la colección más popular de Destino, los lectores redescubrieron a un escritor que era amigo de los autores de la generación del 27, pero que las historias de la literatura clasifican en la del 36 junto a figuras como Luis Rosales, Dionisio Ridruejo o Leopoldo Panero. Publicó su primer libro -Versos de retorno- en 1929; el último -La voz que me llama-, en 2004. Por el medio hay decena y media de poemarios que le valieron premios como el Nacional de Literatura -en 1998, por Objetos perdidos- o el Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el más prestigioso del género, que recibió en 2002.
Tan destacado en la prosa memorialística como en el verso, Muñoz Rojas recogió en Amigos y maestros y La gran musaraña los recuerdos de su infancia de huérfano "temprano criado por una abuela", los años de formación en Cambridge, donde trató a T. S. Eliot, y el "miedo supremo" de la Guerra Civil, en la que vio cómo su casa era arrasada por unos radicales de extrema izquierda. "Me conmovió más la inutilidad del hecho que el valor material de lo desaparecido", escribió.
"Cambridge mezclado con Antequera, ¿qué puede dar?". La pregunta se la hizo Vicente Aleixandre en un ya famoso retrato de José Antonio Muñoz Rojas titulado Entre corte y cortijo e incluido en el mítico Los encuentros. El premio Nobel de 1977 había conocido a su amigo cuando éste frecuentaba en Málaga a Emilio Prados y a Manuel Altolaguirre. La amistad que le unía a la generación del 27 creció con la de Dámaso Alonso y Gerardo Diego, y se quebró por un tiempo cuando la mitad de sus miembros se vio obligada a tomar el camino del exilio. Se quebró pero no se rompió.
Muñoz Rojas, que enviaba alimentos a la esposa y al hijo de Miguel Hernández cuando éste estaba encarcelado, se convirtió además en uno de los puentes más sólidos entre los exiliados del exterior y los del interior. En los años más inhóspitos de la posguerra, utilizó los seminarios de la Sociedad de Estudios y Publicaciones del Banco Urquijo como refugio para intelectuales sospechosos o directamente expulsados de sus cátedras por motivos políticos. También para los desterrados que, con el tiempo, fueron regresando a España. Xavier Zubiri, Julián Marías, Ramón Carande y José Bergamín fueron algunos de los beneficiarios de una iniciativa que, como recordaba él mismo, despertó entre los medios oficiales "tantas reservas como sorpresa".
José Antonio Muñoz Rojas no pudo ya salir de casa para asistir a los congresos y homenajes que celebran su inminente centenario. En la mesa camilla, de espaldas a una ventana y al ladrido de los perros, recibía a las visitas. Fue un hombre de otro tiempo. También de otro espacio. Sumido en una paulatina sordera, atendía a sus interlocutores y sonreía con los ojos. Como siempre. Su amigo Aleixandre ya lo pintó así: "Sabe demasiado para permanecer serio del todo este andaluz pasado por las trampas del mundo".
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