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Columna
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La pantera ávida

Marcos Ordóñez

Cuando se dice que Helen Mirren es una bomba sexual y se habla en serio esto quiere decir tres cosas: a) que devora la vida dentro y fuera del escenario; b) que, en consecuencia, sus interpretaciones exhalan toda la gama de las pasiones posibles y, c) que no le hace maldita falta desnudarse para electrizarnos: lo consigue con los ojos, con la voz y, sobre todo, con un cerebro libre en estado de alerta permanente.

Tenía yo diecisiete cuando vi por primera vez una foto de Helen Mirren, interpretando a una sosias británica de Janis Joplin en Teeth'n'Smiles, el musical subversivo de David Hare, y deseé tener unos ahorros para comprarle un Mercedes Benz y marchar juntos al Chelsea Hotel.

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El verdadero nombre de Dame Helen es Ylyena Lydia Mironoff. Su padre era un aristócrata ruso, casi nabokoviano: llegó a Londres en 1916 para comprar armas, la revolución bolchevique le pilló en Pimlico, y pasó de tocar el violín en la Filarmónica a conducir un taxi. Luego, según cuenta su hija, fue a la cárcel por liarse a bofetadas con los jóvenes fascistas de Oswald Mosley. La madre de Helen Mirren era carnicera y de sangre gitana: los mejores antecedentes genealógicos para saltar a un escenario, cosa que la joven Helen hizo a los trece años, después de identificarse a muerte con la Juana de Arco de Enrique VI, precisamente porque Shakespeare la pintó, cuenta, "como la bruja mala de la función".

En 1965 le hacen una prueba en el National Youth Theatre y a los cuatro días debuta en el Old Vic nada menos que como Cleopatra, el rol shakesperiano que más veces ha repetido en la escena. Fue, por supuesto, una Cleopatra instantánea y salvajemente sexual, es decir, apasionada, inteligente y libre. El crítico del Times, el viejo zorro Harold Hobson, la clichó al instante: "Helen Mirren es demasiado inteligente como para que le cuelguen la etiqueta de tentadora al uso".

En los cinco años que siguieron fue Lady Macbeth, fue Hermia en El sueño de una noche de verano, fue la Señorita Julia, fue la balzaquiana Prima Bette, y la Duquesa de Malfi, y la Nina de Chejov, y muchas otras, pero, contra la advertencia de Harold Hobson, fue etiquetada como "tentadora al uso" por sus explosivos trabajos en cine para Ken Russell (El Mesías Salvaje) y Lindsay Anderson (O Lucky Man!). Peter Brook la sacó de una profunda depresión y se la llevó de gira por África, India y América. En Nueva Delhi una adivina leyó su mano y le pronosticó que no alcanzaría el verdadero éxito hasta haber cumplido los cuarenta y tantos. En una reserva de Minessotta se hizo tatuar un emblema indio entre el pulgar y el índice de la mano izquierda. El emblema simbolizaba lo que más deseaba en aquella época: equilibrio. Cuando vean a Helen Mirren en una película, fíjense en su mano izquierda. Yo ya he visto el tatuaje un par de veces, pero no es fácil. No es fácil tener delante a Helen Mirren y fijarse en su mano izquierda. Tus ojos se van a esos ojos que parecen haber vivido diez vidas en diez mundos distintos, y a esa boca, y a un cuerpo que sin ajustarse a las medidas canónicas motivó la comprensibilísima frase de Bob Hoskins en El largo Viernes Santo: "Quiero lamerte cada centímetro".

Como no se trata de lamer cada centímetro de su trabajo como actriz porque podríamos quedarnos secos, ahí va mi palmarés. En cine, la fabulosa Morgana de Excalibur, de John Boorman (al fin una tentadora nada al uso, que hace perder la cabeza al rey Arturo, a Merlín y a Mordred de una sola tacada), la amiguita del temible Michael Gambon en El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, de Peter Greenaway, y la breve pero fulminante y conmovedora aparición como esposa en la sombra de Last Orders, de Fred Schepisi, una joya a descubrir. En televisión, indudable: la detective Jane Tennison en Prime Suspect, la gran serie policial de la BBC entre 1990 y 1996. En teatro (reciente), su "retorno a los orígenes": Natalia Petrovna en Un mes en el campo, de Turgeniev, que le valió un Tony en 1995; su mano a mano con Ian McKellen en La danza de la muerte, de Strindberg (2001) y, justo un año antes, la madura y anhelante Lady Torrance en Orpheus Descending, de Tennessee Williams, en la Domar Warehouse. Un teatro muy pequeño, en la zona del Covent Garden. Tan pequeño que, si conseguías una de las primera filas, podías ver su tatuaje indio en la mano izquierda.

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