"Los niños jugaban a los fusilamientos"
Moreno Villa, tutor en la Residencia de Estudiantes en tiempos de Lorca y Buñuel, relató en un diario, inédito hasta ahora, el inicio del asedio franquista a Madrid
¿Quién es ese hombre maduro que aparece en las fotos de juventud de Lorca, Dalí y Buñuel? Si esa es la pregunta la respuesta es: José Moreno Villa, un malagueño de 1887 muerto en el exilio de México en 1955. No mucho menor que Juan Ramón Jiménez (le llevaba seis años) ni mayor que Pedro Salinas (al que llevaba cuatro), la manía clasificatoria ha dejado a Moreno Villa fuera de foco. El mismo Rafael Alberti reconoció en La arboleda perdida que cuando se decidió a escribir sus recuerdos, el único referente que tenía para retratar la edad de plata de la cultura española era Vida en claro, la autobiografía que Moreno Villa publicó en 1944, uno de los grandes libros de memorias de la literatura hispánica. La obra es el primer testimonio del mundo roto con el golpe franquista, también el primero que narra la vida en la Residencia de Estudiantes de Madrid. Allí llegó el escritor y dibujante en 1917 para ejercer como tutor de la casa, y de allí fue evacuado, 20 años después, junto a los intelectuales -Machado entre ellos- que siguieron al Gobierno republicano a Valencia.
'Memoria' es el primer testimonio del mundo roto por la guerra civil
"Conozco casos de venganzas cometidas por individuos ínfimos", escribió
"No sacaré nada; puede que dentro de unos días volvamos todos, pensé para engañarme", recordó que dijo al dejar su habitación. En la maleta, eso sí, metió el manuscrito de un diario que llamó Notas desde el Madrid sitiado. Aquellas cuartillas han permanecido inéditas 74 años, pero la próxima semana verán la luz dentro de un volumen de 700 páginas titulado escuetamente Memoria. Recopilado por Juan Pérez de Ayala y editado por la Residencia de Estudiantes, el libro incluye Vida en claro y todos los textos autobiográficos del autor malagueño.
Desde la colina de la Residencia de Estudiantes, convertida en cuartel y en la que apenas quedan seis "fijos", el Madrid que retrata Moreno Villa es una ciudad en la que los tranvías marcan la normalidad. Su sonido es la señal de que los "facciosos" no han entrado en la capital. La suciedad de las calles -"no se barre, casi ni se riega"- es otra señal: hay una guerra y los sublevados acechan la Casa de Campo. Él lo sabe bien: mientras puede trabaja como archivero en el cercano Palacio Real, rebautizado como Nacional. "En estos días, que son los más críticos", escribe el 30 de octubre de 1936, "sorprende la cantidad de milicianos que contraen matrimonio. Dice la gente que los novios piensan en la viudedad que puede quedar a las novias".
Todo es inquietante. Demasiado silencio o demasiado poco: "Los hombres que antes no levantaban su voz son los únicos que ahora vociferan y cantan". Quince días después, las incursiones aéreas son una costumbre. "El ataque a Madrid dura ya una semana. Los periódicos extranjeros afectos a los nazis comienzan a ver fracasado el intento. Hoy, a las ocho y media de la mañana, hubo un combate de aviones sobre la población. Lo vi desde mi cuarto. Es un espectáculo que entusiasma a la gente. Yo creo que por lo que tiene de deportivo. No se ve la sangre y sí la agilidad y el ataque, el esguince y la vuelta". Son los tiempos en que todavía hay niños en los parques: "Jugaban a la guerra y a los fusilamientos".
Con los primeros bombardeos, que "respetaban una zona de Madrid, la de lujo, y se cebaban en los barrios pobres", el drama baja de las nubes. Aunque fiel a la República hasta considerarse un "miliciano de la cultura" después de ser rechazado por su edad en la oficina de alistamiento, Moreno Villa no deja de consignar los desmanes dentro de su propio bando: "¡Cuántos amparados no habrá en las embajadas! Durante estos meses he visto que estas necesitaban echar mano de otros edificios, indudablemente refugios de gente insegura, es decir, culpable o simpatizante con el movimiento. Aunque también de otras que no hicieron nada malo. ¡Es tan complicada la situación!".
En una guerra, dirá, la conducta está por encima del razonamiento -"ya no valen literaturas"-, pero él alcanza a ver claro en el río revuelto: "Estoy por creer que las ferocidades mayores cometidas en esta hecatombe doble se debieron a estos cobardes que se camuflaban de revolucionarios o purificadores; de estos cucos y ventajistas de retaguardia. Conozco casos terribles de bajas venganzas cometidas por individuos ínfimos resentidos por las órdenes antiguas de un superior administrativo".
Moreno Villa estaba en Estados Unidos dando conferencias como enviado del Gobierno cuando se convirtió en el primer refugiado invitado oficialmente por México. Llegó en mayo de 1937. Allí se casó y tuvo un hijo, José Moreno Nieto. Fue él quien donó a la Residencia de Estudiantes el archivo que contenía el diario inédito. "Mi padre murió cuando yo tenía 14 años. No recuerdo que me hablara mucho de la guerra. Hablaba más de su infancia", dice por teléfono desde Friburgo, donde vive. Curiosamente, ahí había estudiado química José Moreno Villa. "Todavía se le recuerda más en México que en España", dice su hijo. Cosas de la mala memoria.
Tres genios antes de serlo
Poeta, narrador, artista y crítico de arte, José Moreno Villa rayó a gran altura en todo lo que hizo pese a no gozar de la popularidad de sus amigos más ilustres, para los que fue un precursor. Pasado el tiempo, Antonio Muñoz Molina lo convirtió en personaje de la novela La noche de los tiempos y José Ramón Fernández hizo lo propio en la obra de teatro La colmena científica o El café de Negrín, último premio Nacional de Literatura Dramática. Gran dibujante -"una exposición de dibujo español moderno sin Moreno Villa está coja", dice Juan Pérez de Ayala-, trazó una famosa caricatura de Lorca al piano y el autor de Yerma le dedicó un poema. Pero el tutor de la Resi trazó también grandes retratos con palabras, los consagrados, entre otros, a la tríada formada por Buñuel, Dalí y el propio Lorca: "Se sentían los gallitos triunfadores, aunque pasaban días sin blanca".
A Dalí nunca le perdonó sus coqueteos con Franco: "Melenudo, no muy limpio, enfrascado siempre en las lecturas de Freud", de vocación "indudable" y buen oficio, termina "en Estados Unidos dedicado a pasmar a los esnobs con sus extravagancias y payasadas". Buñuel, entretanto, terminó convirtiéndose en uno de sus íntimos en el exilio mexicano. Así, en un artículo de 1952 incluido en Memoria, matiza su visión del cineasta aragonés, al que había pintado en los años veinte, "un mocetón atlético, hijo de padres ricos" que saltaba con pértiga "semidesnudo". "No quedamos satisfechos de tales líneas ni él ni yo", dirá luego. De ahí que, admirador de su cine, lo defina como "una conjunción feliz entre lo tosco y lo fino. Un baturro no puede ser cursi".
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