Lo mágico y lo maravilloso
El proceso de edificación de la realidad ficticia, emprendido por García Márquez en el relato Isabel viendo llover en Macondo y en La hojarasca, alcanza con Cien años de soledad su culminación: esta novela integra en una síntesis superior a las ficciones anteriores, construye un mundo de una riqueza extraordinaria, agota este mundo y se agota con él. Difícilmente podría hacer una ficción posterior con Cien años de soledad lo que esta novela hace con los cuentos y novelas precedentes: reducirlos a la condición de anuncios, de partes de una totalidad. Cien años de soledad es esa totalidad que absorbe retroactivamente los estadios anteriores de la realidad ficticia, y, añadiéndoles nuevos materiales, edifica una realidad con un principio y un fin en el espacio y en el tiempo: ¿cómo podría ser modificado o repetido el mundo que esta ficción destruye después de completar? Cien años de soledad es una novela total, en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual, enfrentándole una imagen de una vitalidad, vastedad y complejidad cualitativamente equivalentes. Esta totalidad se manifiesta ante todo en la naturaleza plural de la novela, que es, simultáneamente, cosas que se creían antinómicas: tradicional y moderna, localista y universal, imaginaria y realista. Otra expresión de esa totalidad es su accesibilidad ilimitada, su facultad de estar al alcance, con premios distintos pero abundantes para cada cual, del lector inteligente y del imbécil, del refinado que paladea la prosa, contempla la arquitectura y descifra los símbolos de una ficción y del impaciente que solo atiende a la anécdota cruda. El genio literario de nuestro tiempo suele ser hermético, minoritario y agobiante. Cien años de soledad es uno de los raros casos de obra literaria mayor contemporánea que todos pueden entender y gozar. Pero Cien años de soledad es una novela total sobre todo porque pone en práctica el utópico designio de todo suplantador de Dios: describir una realidad total, enfrentar a la realidad real una imagen que es su expresión y negación. Esta noción de totalidad, tan escurridiza y compleja, pero tan inseparable de la vocación del novelista, no sólo define la grandeza de Cien años de soledad: da también su clave. Se trata de una novela total por su materia, en la medida en que describe un mundo cerrado, desde su nacimiento hasta su muerte y en todos los órdenes que lo componen -el individual y el colectivo, el legendario y el histórico, el cotidiano y el mítico-, y por su forma, ya que la escritura y la estructura tienen, como la materia que cuaja en ellas, una naturaleza exclusiva, irrepetible y autosuficiente...
En los primeros tiempos de Macondo es cuando suceden hechos extraordinarios
La novela pone en práctica el utópico designio de describir una realidad total
- Lo real imaginario
Lo real objetivo es una de las caras de Cien años de soledad; la otra, lo real imaginario, tiene el mismo afán arrollador y totalizante, y, por su carácter llamativo y risueño, es para muchos el elemento hegemónico de la materia narrativa. Conviene, antes que nada, precisar que esta división de los materiales en real objetivos y en real imaginarios es esquemática y que debe ser tomada con la mayor cautela: en la práctica, esta división no se da, como espero mostrar al hablar de la forma. La materia narrativa es una sola, en ella se confunden esas dos dimensiones que ahora aislamos artificialmente para mostrar la naturaleza total, autosuficiente, de la realidad ficticia. Martínez Moreno ha levantado un inventario de prodigios en Cien años de soledad, y esa enumeración exhaustiva de los materiales real imaginarios de la novela prueba que su abundancia e importancia, aunque indudables, no exceden, contrariamente a lo que se dice, la de los materiales real objetivos que acabamos de describir. El carácter totalizador de lo imaginario en la materia de Cien años de soledad se manifiesta no sólo en su número y volumen, sino, principalmente, en el hecho de que, como lo histórico y lo social, es de filiación diversa, pertenece a distintos niveles y categorías: también la representación de lo imaginario es simultáneamente vertical (abundancia, importancia) y horizontal (diferentes planos o niveles). Los sucesos y personajes imaginarios constituyen (dan una impresión de) una totalidad porque abarcan los cuatro planos que componen lo imaginario: lo mágico, lo mítico-legendario, lo milagroso y lo fantástico. Voy a definir muy brevemente qué diferencia, en mi opinión, a estas cuatro formas de lo imaginario, porque pienso que ello queda claro con los ejemplos. Llamo mágico al hecho real imaginario provocado mediante artes secretas por un hombre (mago) dotado de poderes o conocimientos extraordinarios; milagroso al hecho imaginario vinculado a un credo religioso y supuestamente decidido o autorizado por una divinidad, o que hace suponer la existencia de un más allá; mítico-legendario al hecho imaginario que procede de una realidad histórica sublimada y pervertida por la literatura, y fantástico al hecho imaginario puro, que nace de la estricta invención y que no es producto ni de arte, ni de la divinidad, ni de la tradición literaria: el hecho real imaginario que ostenta como su rasgo más acusado una soberana gratuidad.
- Lo mágico
Es en los primeros tiempos históricos (o, mejor, durante la prehistoria) de Macondo, cuando suceden sobre todo hechos extraordinarios provocados por individuos con conocimientos y poderes fuera de lo común: se trata, principalmente, de gitanos ambulantes, que deslumbran a los macondinos con prodigios. El gran mago realizador de maravillas es Melquíades, cuyos imanes pueden atraer "los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes" de las casas y hasta "los clavos y los tornillos" (p. 9). Dice "poseer las claves de Nostradamus" (p. 14) y es un experto en conocimientos marginales y esotéricos; trae la alquimia a Macondo y trata, sin éxito, de persuadir a Úrsula de "las virtudes diabólicas del cinabrio" (p. 15). A Melquíades no le ocurren cosas imaginarias: él las provoca, gracias a sus artes mágicas, a ese poder sobrenatural que le permite regresar de la muerte hacia la vida "porque no pudo soportar la soledad" (p. 62). El pobre José Arcadio Buendía trata desesperadamente de dominar esas artes mágicas, de adquirir esos poderes, y no lo consigue: no va nunca más allá de las realizaciones científicas (real objetivas), como su descubrimiento de que la tierra es redonda (p. 13) o su conversión en "mazacote seco y amarillento" de las monedas coloniales de Úrsula (p. 40). Esos poderes mágicos los tienen, en cambio, el armenio taciturno inventor de un jarabe que lo vuelve invisible (p. 26), y los mercachifles de esa tribu que han fabricado "una estera voladora" (p. 42). No sólo los gitanos gozan de poderes fuera de lo ordinario, desde luego. Pilar Ternera los tiene, aunque en dosis moderada: las barajas le permiten ver el porvenir, aunque un porvenir tan confuso que casi nunca lo interpreta correctamente (p. 39). Petra Cotes, en cambio, es un agente magnífico de lo real imaginario, ya que su amor "tenía la virtud de exasperar a la naturaleza" y de provocar "la proliferación sobrenatural de sus animales" (p. 220). Hay que hacer una distinción: Melquíades, el armenio taciturno y los gitanos de la estera voladora son agentes deliberados y conscientes de lo imaginario: su capacidad mágica es en buena parte obra de ellos mismos, resultado de artes y conocimientos adquiridos, y es una sabiduría que ejercitan con premeditación y cálculo. Este es también el caso de Pilar Ternera, agente mínimo de lo real imaginario. Pero Petra Cotes es un agente involuntario y casi inconsciente de lo imaginario: sus orgasmos propagan la fecundidad animal sin que ella se lo haya propuesto ni sepa por qué ocurre. No es una maga que domina la magia: es magia en sí misma, objeto mágico, agente imaginario pasivo. Esta es la condición de una serie de personajes de Cien años de soledad, que tienen virtudes mágicas, no conocimientos mágicos, y que no pueden gobernar esa facultad sobrenatural que hay en ellos, sino, simplemente, padecerla: es el caso del coronel Aureliano Buendía y su aptitud adivinatoria, esos presagios que es incapaz de sistematizar ("Se presentaban de pronto, en una ráfaga de lucidez sobrenatural, como una convicción absoluta y momentánea, pero inasible. En ocasiones eran tan naturales, que no los identificaba como presagios sino cuando se cumplían. Otras veces eran terminantes y no se cumplían. Con frecuencia no eran más que golpes vulgares de superstición") (p. 150); el de Mauricio Babilonia, que se pasea por la vida con una nube de mariposas amarillas alrededor (p. 327), y, sólo por un instante póstumo, el de José Arcadio Buendía, a cuya muerte se produce "una llovizna de minúsculas flores amarillas" (p. 166). El caso de Amaranta, quien ve a la muerte, es distinto y lo analizaré más adelante. En cambio, los gringos de la compañía tienen conocimientos que, más que científicos, deberíamos llamar mágicos: "Dotados de recursos que en otra época estuvieron reservados a la Divina Providencia, modificaron el régimen de lluvias, apresuraron el ciclo de las cosechas, y quitaron el río de donde estuvo siempre..." (p. 261).
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