La lucidez y el pudor
Me hicieron falta muchas horas de amistad con Francisco Ayala para que la confianza de una conversación casi diaria dejase en segundo plano la emoción histórica de su figura. Para un letraherido como yo, cercano al fetichismo, pasar al tuteo fue más fácil que alcanzar una verdadera naturalidad. A veces le decía -y él me contestaba con una sonrisa paciente- que me impresionaba mucho tomar una copa y comer aceitunas con un hombre de otra época.
Se trataba de un sentimiento mayor que la pura admiración literaria. Además de ser el novelista de Cazador en el alba, La cabeza del cordero o El jardín de las delicias, Francisco Ayala era el último protagonista de una época deslumbrante de la literatura española.
Hablar con él suponía ir del Juan Ramón Jiménez de Puerto Rico al Antonio Machado de Collioure
Estoy hablando, le comentaba yo, con el encargado por la Gaceta literaria, en 1927, de reseñar el estreno de Mariana Pineda, el drama de Federico García Lorca. Hablo con el muchacho que se sentaba en las tertulias de Manuel Azaña y José Ortega y Gasset. Con el atrevido escritor que levantó las iras de Luis Cernuda por sus comentarios sobre Perfil del aire. O con el joven vanguardista que, después de conocer en Alemania el ascenso del nazismo, decidió dedicarse por entero a la filosofía política, la defensa de la conciencia liberal y la construcción de un Estado español democrático.
Intelectual y ciudadano del siglo XX, la vida le condujo a situaciones muy difíciles, y siempre salió bien de ellas, con una asombrosa dignidad humana y literaria. Emocionante fue la entereza moral con la que vivió su compromiso republicano durante la Guerra Civil. Inteligente, el giro literario con el que respondió a las guerras de España y Europa, abandonando la prosa vanguardista en favor de las indagaciones en el realismo crítico. Asombroso, el modo de vivir el exilio, no como una simple condena a la nostalgia, sino como una perspectiva que le permitía comprender las grandes transformaciones provocadas por la unificación tecnológica del mundo.
Todo lo asumió con lucidez intelectual y pudor personal. Siempre vivió en él ese niño granadino que había aprendido la dignidad en medio de las dificultades económicas de sus padres, seguro del propio esfuerzo y sin pedir nada a nadie. Una extrema concepción de la responsabilidad propia, eso era Francisco como ciudadano y escritor. Hablar con él suponía ir con él de Julián Besteiro a Juan Negrín, de Ramón Gómez de la Serna a Jorge Luis Borges, del Juan Ramón Jiménez de Puerto Rico al Antonio Machado de Collioure.
Al comienzo del siglo XXI, junto a una pantalla de ordenador o una sofisticada máquina para leer con ojos centenarios, uno tenía la sensación de vivir por dentro la edad de plata de la literatura española. Me hicieron falta muchas horas de amistad para que la emoción y el fetichismo literario fuesen sustituidos por la naturalidad. Y la naturalidad permitió que el testimonio del pasado diese paso al ejemplo personal. Hasta el penúltimo día, hasta la mañana anterior a su muerte, tuvo en sus ojos y en su voz apagada la llama viva de la curiosidad por las razones del mundo. Se reía con buen humor de mis viajes, mis inquietudes, mis ilusiones políticas. Nos decía que estaba viviendo su posteridad, pero formaba parte del presente y de las interrogaciones sobre el futuro. Por eso el mundo de sus amigos y de su familia era su mundo. Ahora, cuando con él se muere otra época, me queda un enorme vacío. Pero ese vacío no lo provoca la pérdida de grandes hombres y de grandes obras. Es el vacío del amigo, el vacío de la botella de güisqui que hace apenas unos días nos dejamos medio llena, el vacío de las tardes de amistad con Carolyn Richmond y Francisco Ayala. Harán falta también muchas horas para que la emoción histórica pueda consolar la ausencia del amigo que se ha ido.
Luis García Montero es escritor. Coordinó los actos del centenario de Francisco Ayala.
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