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Adiós al gran enigma de las letras estadounidenses
Columna
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Sin introducción

Se ha muerto sin haberse presentado, escondido en la leyenda, visible sólo en la escritura. Tan extraño y tan cercano como Seymour contado por un hermano menor, como un sándwich escondido en un bolsillo, como las raquetas de tenis de dos adolescentes amigas pero rivales. Se ha muerto sin decir más que lo que dijo, como el pez banana, envuelto en la paradoja que supone vivir y contarlo. Sofisticado y familiar, demoledor e intermitente, y ligeramente japonés.

Más allá de El guardián entre el centeno, escribió prodigios puntuales que se sujetaban en la misteriosa capacidad de la escritura para acompañar a la experiencia sin suplantarla, artefactos independientes, modelos sensatos. Literatura no metafórica, ni abrumada por la voz, elegante y precisa, propia y sin ofensa, puede que perfecta. Y lo hizo siempre como si nada. Un esfuerzo tan enorme y bien disimulado que merece sin duda la gloria.

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Su familia es cualquiera, al otro lado de su ventana está el parque que no siempre vemos. Lo que hacen los patos en invierno a nadie le incumbe.

Del misterio de Salinger nunca sabremos otra cosa que lo que él mismo nos ha contado y seguramente no hay mucho más que saber. Su influencia es enorme, su camino, imposible de seguir. No pasa nada, tampoco hay quien camine derecho tras las huellas de Thomas Hardy. Lo complicado es conseguir una escritura que se acerque a su estatura, desde cualquiera de los caminos elegidos. Ese sendero en la nieve que como él mismo demostró, no esconde nada más que los pasos de un hombre solo.

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