Ni humillados ni ofendidos
A diferencia de las utopías, que son maniáticamente detallistas y cerradas (el sueño de unos pocos que se convierte en pesadilla de todos los demás, si se llevan a la práctica), los ideales sirven siempre de generosa inspiración pero pagan el precio de mantenerse inconcretos y permitir interpretaciones contradictorias. De modo que la pregunta "¿qué tipo de sociedad queremos?" no es nada fácil de contestar. Mencionamos palabras venerables -libertad, justicia, seguridad, igualdad...- pero luego constatamos que cada cual tiene su propia versión de ellas y que en todo caso no es fácil que casen unas con otras sin eso que Max Weber llamaba "choque de dioses".
Sin embargo, más allá de la solución de problemas logísticos concretos o de repeler ciertos males, parece humanamente necesario algún bosquejo de la sociedad deseable: en principio, por razones educativas. Quienes hoy propugnan abolir cualquier ideario político del programa docente -¡la infame Educación para la Ciudadanía!- denuncian así su pánico a definir de modo articulado y conjunto lo que tienen por preferible o a que, si lo hacen, se evidencie su incompatibilidad con los derechos fundamentales ya establecidos en las democracias contemporáneas. Al neófito que pregunta el porqué de cuanto proscribimos o prescribimos ningún maestro puede responder solamente: "De momento, es lo que hay".
Necesitamos una orientación general debatible y no un recetario de dogmas inapelables
Por supuesto, necesitamos una orientación general debatible y no un recetario de dogmas inapelables. Buscamos fórmulas no lacradas con el sello bloqueador de la izquierda o la derecha. De ahí el interés de La sociedad decente (Paidós) del profesor de la Universidad Hebrea de Jerusalén Avishai Margalit, cuya primera inspiración es probablemente la noción de common decency de George Orwell. Para Margalit, la sociedad decente es aquella cuyas instituciones no humillan a ningún ciudadano, es decir no lesionan el respeto que se tienen a sí mismos ni excluyen a ninguna minoría moralmente legítima. Las leyes encauzan y acogen, pero procuran no ofender imponiendo condicionamientos que jerarquicen a los ciudadanos en primera, segunda... o tercera clase. Desde luego, tampoco este desiderátum es obvio ni intuitivo y la obra del profesor Margalit -que tiene como trasfondo vital aunque no teórico la convivencia entre judíos y palestinos- recorre sus variados aspectos con análisis siempre interesantes aunque a veces objetables.
También en España se proponen leyes que pretenden acabar con posibles humillaciones en nuestra sociedad. En el Gobierno hay gente que ha leído a Margalit, por lo cual no cabe sino felicitar a los interesados. Su tarea desde luego no es fácil, porque en materia de humillaciones parece que nos va la marcha. Viendo imágenes recientes de las pasadas rebajas de enero, cuando tantos voluntarios de ambos sexos se avinieron a presentarse en los grandes almacenes en calzoncillos, bragas y sostén para conseguir así más calzoncillos, bragas y sostenes a buen precio, uno se pregunta cómo puede humillarse a gente tan contenta de humillarse a sí misma. Por no hablar de los numerosos programas del corazón basados en la humillación pública de espontáneos que la aceptan sea gratis o cobrando, pero sobre todo en la humillación moral de los espectadores que no solo no padecen ofensa al verlos sino que se refocilan rebajándose. Difícil salvar de humillaciones a tantos entusiastas de ellas...
Sin embargo, algo se puede hacer. Ya que la noción de igualdad entre los sexos ha sido un caballo de batalla de este Gobierno, pueden prevenirse humillaciones abogando por la custodia compartida de los hijos o los permisos de paternidad para los varones. Y como cunde la afición alguacilesca a prohibirnos cosas por nuestro bien, será bueno recordar esta opinión de Margalit: "el paternalismo, que pretende hablar en nombre de los verdaderos intereses de las personas, es especialmente humillante, en cuanto las trata como si fueran seres inmaduros". Contra la humillación, tolerancia, ecuanimidad y reflexión.
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