Lo que hemos comido
'Lo que hemos comido' es un libro de gastronomía escrito por Josep Pla y publicado por Ediciones Destino
Propósito de este libro: nuestra vieja cocina familiar
En el Ampurdán, país donde resido habitualmente, existe cierta cocina familiar que hoy día, de hecho, se está acabando de una manera segura e inevitable. Era una cocina buena; o al menos así nos lo parecía a los naturales del lugar. Hoy día se come bien en algunas —muy pocas— casas particulares; hace años comía bien todo el mundo, ricos y pobres. La cocina de ahora, cada vez más escasa, está encerrada entre las cuatro paredes del hogar; mientras que antes se formaban cofradías de amigos obsesionadas por la culinaria que aprovechaban cualquier excusa para organizar comilonas al aire libre. Cuando de joven oía hablar de estos festines, se me antojaban pantagruélicos, usando el término en el sentido hiperbólico que la gente le suele dar. Quizá no eran pantagruélicos, sino simplemente excelentes: ya es bastante, para ir tirando.
El Ampurdán sigue fascinando a mucha gente de nuestra área. Yo he oído decir que la calidad de nuestra cocina es consecuencia de la proximidad de esta comarca con Francia. Esta afirmación, del todo errónea, es un simple tópico que se ha puesto a circular sin haber dedicado antes ni un solo momento a examinar la certeza de la comparación. A pesar de nuestra cercanía a Francia y de las mezclas entre las gentes de las comarcas vecinas, que estuvieron unidas durante varios siglos, la frontera, sobre todo las viejas lindes del castillo de Salses y de las Corberes, marca una disparidad culinaria total.
Sobre los condados catalanes que pasaron a ser franceses después del Tratado de los Pirineos —obra inicua del imperialismo francés y de su teoría de las fronteras naturales—, Francia no sólo proyectó su cocina: también extendió todas las formas de su derecho, de su arquitectura y, en general, de su vida, esparciendo incluso sus tejados rojos. Tuvieron que someterse. Destruyeron las masías y las sustituyeron por sus infectos cha^teaux burgueses. Pero una cocina basada en la mantequilla, en la abundancia del buey y en los principios de la cocina burguesa, ¿cómo podría confundirse con la nuestra? No. Quedaron reminiscencias: las de las cosas gustosas. A los roselloneses les gustan los caracoles, lo mismo que a nosotros. El escultor Arístides Maillol no sólo presidió grandes caracoladas en Banyuls, también lo hizo en las tierras fragosas del país. Pero al margen de esto y de poco más, ¿qué ha quedado?
Aun suponiendo que los roselloneses guarden un gran parecido con nosotros —los campesinos del Rosellón hablan un catalán mucho más fundamental que nuestros payeses, como me comentó tantas veces el poeta Josep Sebastià Pons—, es un hecho que la frontera fue decisiva. Por tanto, si aquí podemos presentar una buena cocina, a pesar de la marca, no es por la proximidad de Francia, sino porque la gente del país, en virtud de su propio rendimiento, ha creado su peculiar concepción culinaria, que tendrá tantos defectos o cualidades como se quiera, pero que a la postre es la que más nos gusta.
Mi experiencia me lleva a creer, por otra parte, que la cocina francesa, la cocina nacional francesa, no ha existido nunca. La cocina nacional francesa es la que sirven en los vagones-restaurante de los trenes expresos en gran parte del continente. Lo que existe en Francia son las cocinas regionales, las que el pueblo ha elaborado en lugares concretos y con productos autóctonos específicos. Los grandes restaurantes de París han hecho suyos estos platos y han creado así la cocina francesa. Esto, evidentemente, tiene mucho mérito, y además ha asegurado la continuidad en el tiempo de una gran cocina, cosa aún más meritoria. Eso sí, ante esta cocina, yo me permitiría decir un par de cosas: en primer lugar, es una cocina a la cual la inmensa mayoría de los franceses nunca ha tenido acceso; en segundo lugar, esta cocina ha tenido tantos admiradores dentro como fuera de Francia.
Con lo dicho creo que basta para desmentir que nuestra cocina tenga una determinada calidad como consecuencia de su proximidad a la frontera francesa. Es éste un juicio puramente fantástico que sólo demuestra que quien lo respalda tiene una idea mínima de Francia, y aún menor de nuestro país. Nosotros tenemos una cocina modesta, pequeña, si queréis precaria y monótona, llena de tantos defectos como bondades, pero que en definitiva ha alimentado un país. Podrá gustar más o menos, estar mejor o peor considerada, pero qué le vamos a hacer, a fin de cuentas es la única que tenemos. No hay otra.
Desviarme, en este punto, de la realidad, no está en mis manos. Así pues, en este libro vamos a hacer constantes referencias a nuestra vieja cocina familiar, que en definitiva es la única que merece la pena mantener y continuar. En estos últimos años, esta manera de cocinar ha sufrido grandes embates. Algunos platos, como el cocido catalán —la escudella i carn d'olla—, han venido a menos, y su decadencia se acentúa sin parar. Este plato, considerado antaño, quizá por su mismo arcaísmo, uno de los puntales de toda la sociedad, ha resultado en nuestros días demasiado caro. Un buen cocido como los que se hacían antes ahora vale un dineral. En general, todas las formas de la cocina de nuestros padres se corresponden más bien poco con la manera de pensar y de hacer del mundo actual, y así todo parece muy extravagante. En este libro haremos algunas alusiones a este hecho con la intención de aclarar sus causas. Ya veremos, o verán, adónde nos lleva este camino. Aventurar ahora cualquier conjetura no tendría sentido; sólo diré que los resultados a que este proceso nos conduzca, sean los que fueren, tendrán difícil comparación con los obtenidos por la vieja cocina familiar. Si yo fuese el único en decir esto, podría parecer movido por un sentimiento personal de añoranza desprovisto de toda trascendencia; pero el caso es que toda la literatura, abundantísima, que hoy se escribe sobre esta materia, la de casa y la de fuera, responde a esta tendencia, así que la postura está bastante generalizada: no es una veleidad aislada y romántica, sino una corriente muy extendida.
Es incuestionable: la cocina ha decaído en todas partes. En definitiva, todo se ha industrializado. El gusto de las cosas es otro. Se han envasado las mercancías y los platos más inverosímiles en virtud de procedimientos químicos más o menos recreativos, pero crematísticos, espeluznantes. La cocina como arte de lentitud, paciencia, moderación y calma va de capa caída.
Me gustaría saber si es posible hacer algo en este mundo, si no es a base de observación y de calma. Todo lo que no sea obedecer este principio es una pura fantasía para primarios. Ahora se quiere hacer una cocina llamada revolucionaria: a procedimientos tradicionales y arcaicamente meditados se les aplica este adjetivo de la más repugnante demagogia. Vayan entrando, si así lo desean, en la cocina revolucionaria, y cada día comerán peor. ¡La cosa es tan notoria y tan clara!
Pero curiosamente la gente quiere comer cada día mejor, sobre todo en verano, cuando acuden con asiduidad al restaurante. Quieren comer cada día mejor, aunque siempre fuera de las cosas tradicionales. Esto ha llevado a los propietarios de algunos establecimientos a hurgar en la vieja cocina familiar, y de ahí han surgido platos tan extravagantes como los combinados de carne y pescado, mezcla que yo sólo he visto en este país y que se puso de moda con gran facilidad. Estas fórmulas, absurdas a priori por no decir monstruosas, mientras se mantuvieron en los límites de la cocina familiar dieron lugar, a veces, a muy buenos platos.
Un ejemplo es la langosta con pollo que comí en casa de niño. Si se acierta, la combinación de elementos tan opuestos, casi aberrantes, bien ligados por el sofrito, una de las señas de identidad de nuestra cocina, puede resultar muy agradable. A simple vista no hay nada más arriesgado que poner en una misma cazuela un pollo y un crustáceo, ambos ingredientes de inconfundible personalidad. Cuando explicamos este plato a un forastero —y no digamos a un extranjero— lo primero que podemos apreciar es que se lleva las manos a la cabeza. «Es imposible —os dicen—. La mezcla es absurda y los resultados han de ser fatalmente catastróficos. Cosas tan diferentes nunca se podrán combinar.» De acuerdo. Y no obstante... La teoría es una cosa. La práctica, otra, generalmente distinta. Se encuentran en el mismo cuadro, pero los resultados pueden ser muy diferentes. La cocina es una especie de bautismo. El bautismo es un exorcismo para sacar los demonios del cuerpo del niño que se desea bautizar, un exorcismo —probablemente gratuito, pero muy bien visto— para limpiarlo de los pecados capitales. La cocina hace lo mismo con los alimentos: les quita el salvajismo intrínseco y trata de unificarlos. La realidad de cada día —la práctica habitual es una actividad normalmente mucho más aguda que la teoría— puede producir en la cazuela una unión indiscutible de estos elementos tan aberrantes. Aunque se trata de un plato viejo de nuestra cocina familiar, ha tenido
mucha aceptación como receta nueva y desconocida. De la misma manera se han presentado otros platos típicos del país, como la langosta con caracoles, las gambas con pollo, etcétera. Son combinaciones que dan miedo, difíciles y peligrosas, pero han llegado a despertar mucha curiosidad entre la gente interesada en apartarse de las cosas normales y corrientes, que es lo que la época reclama, según parece.
¿Se ha obtenido algún resultado?
He tratado de escribir que estas mezclas sin sentido pueden, a veces, desembocar en algún resultado. Soy testigo de ello. Pero ha pasado una cosa curiosa: estas mezcolanzas se han desplazado de la cocina familiar a los establecimientos de restauración pública, gracias precisamente a que son muy caros. Son platos de establecimientos dirigidos a personas que desean hacer un extra. Como hay gente que gana tanto dinero, nunca están vacíos. Ahora bien, estos y otros platos del mismo tenor no siempre se aciertan. Y si esto era verdad en la vieja cocina, aún lo es más en los restaurantes, con lo que, a pesar de todos los miramientos, la langosta suele acabar yendo por un lado y el pollo por otro, sin que el sofrito haya integrado nada: al final, los elementos se han menospreciado mutuamente. Es un plato peligroso, ¿quién podría hacerlo con seguridad? Alguna vez me he visto obligado a enfrentarme con estos impresionantes guisados y mi decepción
ha sido, salvo contadas excepciones, muy pronunciada. A los turistas y forasteros les parece magnífico, faltos como están de un punto de referencia. Lo comen por su extraña novedad y su extrema rareza. A buen seguro nos encontramos ante un plato sofisticado elaborado bajo capa de la novedad. Estas cosas son, para mí, completamente absurdas.
Este libro, escrito por la insistente demanda de la editorial y en el recuerdo del profesor Vicens i Vives, que en los años del hambre me presentaba ditirambos destinados a poner de manifiesto lo agradable que es vivir en un país habitado por gente normalmente alimentada, ha de ir precedido de algunas referencias personales.
Yo nunca he sido cocinero. No tengo la menor idea sobre recetas culinarias. Lo que me interesa de la cocina son los resultados, la eficacia. Nunca he sido ni un gourmet ni un gourmand. Mi capacidad de absorción de alimentos siempre ha sido muy precaria. Es probablemente éste el motivo por el que he llegado a vivir algunos años. Estos papeles los escribo habiendo cumplido setenta y cuatro años, que ya son muchos. Mi ideal culinario es la simplicidad, compatible en todo momento con un determinado grado de sustancia. Pido una cocina simple y ligera, sin ningún elemento de digestión pesada, una cocina sin taquicardias.
El comer es un mal necesario y, por tanto, se ha de airear. Soy contrario al vino fuerte y de alta graduación. El vino dulce me horroriza. El vino ha de ser seco, fresco y de pocos grados.
No me gustan las cosas crudas, ni dulces, ni demasiado saladas. El lujo, en el comer como en todo, me deprime. Siempre he creído que la mesa es un elemento decisivo de sociabilidad y tolerancia. Nunca he sido partidario de las cocinas exóticas ni de los platos de pueblos lejanos, remotos. En alguna ocasión, encontrándome en una ciudad u otra, mis amigos me han querido llevar a algún restaurante chino o judío o polinesio... Jamás he puesto los pies en esos extraños recintos. Nunca he sentido la menor curiosidad ni por la cocina árabe, ni semítica, ni del Extremo Oriente. Prefiero comer con cuchara, tenedor y cuchillo, antes que con los dedos o con palillos. Soy un franco partidario de la cocina de este continente, tan variada, y de la cocina de América del Norte. Si se mira bien, lo acepto, es en conjunto algo corriente y aburrido, monótono. Pero esta monotonía me encanta, pues desconfío de que las novedades por sistema ayuden a pasar la vida. No me atrevería a hacer comparaciones entre países: que cada cual haga lo que pueda y coma de la manera que más le guste, cada maestrillo tiene su librillo. Me gustan nuestras cosas, sobre todo si son corrientes y simples, limpias e impecables; así que nunca he llegado a comprender por qué lo exótico, por el mero hecho de serlo, ha de ser, sistemáticamente, adorable. Nuestra cocina es muy variada, especialmente ahora que se ha acabado la dieta de escudella i carn d'olla diaria y arroz los domingos. Sobre los elementos extraños que parecen haberse infiltrado en nuestra cocina, me mantengo en una adhesión incompleta: dentro de mi europeísmo metódico, me atengo a la eficacia. Es necesario juzgar nuestras cosas después de haberlas probado. Lo demás es una pretensión ridícula y sin lógica apreciable.
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