El guión era un arte
Durante la mayor parte de su gloriosa carrera este escritor, guionista y personaje fuera de lo común llamado Rafael Azcona se negó a aparecer en público, a conceder entrevistas, a ir a estrenos, a salir en la foto, a todos los rituales de pompa y circunstancias que presuntamente exige haber realizado un trabajo excepcional en el arte de inventarse historias, dar sentido, organizar o desarrollar argumentos e ideas ajenas, aportar su inconfundible firma al esqueleto del mejor cine que se ha realizado en este país.
Azcona disfrutaba de admiración tan reverencial como legítima dentro de la industria, la crítica le adoraba, cualquier cinéfilo con dos dedos de conocimiento y de gratitud era consciente de que este hombre poseía un talento demoledor, de que era obligatorio pagar la entrada en todas las películas donde apareciera su nombre, independientemente del resultado final. Pero él se mantenía secreto, sin necesidad de tirarse el rollo ni de reconocimiento público, limitándose a eso tan grandioso de hacer modélicamente su trabajo, cobrarlo y a otra cosa, mariposa. Era un artista mayor e imagino que no tenía dudas sobre esa transparente condición, pero siempre actuó como un profesional, el mejor de los profesionales, al servicio de las películas, con naturalidad, sin exhibicionismo, sin aspavientos, sin tesis doctorales.
Volcó en el cine y a lo largo de cincuenta años su corrosivo talento
Volcó en el cine y a lo largo de cincuenta años su corrosivo talento, sus temibles ojos y oídos para retratar la vida, su insobornable y lúcida visión de las personas y las cosas, su antimaniquea, sarcástica y profunda comprensión de las miserias cotidianas, su habilidad para captar la atmósfera y el lenguaje de la calle, su implacable vocación por ser realista, por no mentir, por no adornar, por no manipular, por no embellecer (realismo tan veraz, que a veces sus personajes, sus circunstancias y su conducta acaban poseyendo aroma surrealista), su convicción de que nada es blanco ni negro sino todo lo contrario.
Esa obra tan larga, compleja y fecunda fue filmada en blanco y negro y en color por directores que encontraron la mejor química con esos guiones y por otros que no estuvieron a la altura de ese universo permanentemente inquietante. Hay películas excelentes en color que adaptan guiones de Azcona, pero siempre he asociado las más brillantes y puras esencias de este hombre a cuatro obras maestras en blanco y negro que desprenden por todos sus poros olor a España. España negra, miserable, auténtica, feroz, humana hasta la exasperación. Están paridas de 1958 a 1963 y sus autores son un italiano llamado Marco Ferreri y un valenciano llamado Berlanga. Se titulan El pisito, El cochecito, Plácido, El verdugo. Todo en ellas permanece en estado de gracia. Nunca se agotan aunque las hayas degustado cien veces. Son como observar la pintura de Goya o leer a Valle-Inclán. Y no ofrecen la menor duda de que detrás de su invención está el identificable, mordaz, turbador y genial universo de Azcona. Sin quitar ni una gota de mérito a los hombres que dirigieron estas obras de arte, resulta evidente que en ellas existen dos talentos que se complementan, un explosivo material escrito que dos creadores han sabido transformar en perdurables imágenes. Deberían ser de visión obligada en los colegios para aprender modélicamente la historia de España. Y da miedo. También piedad.
Babelia
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