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62ª edición del festival de Cannes
Columna
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El grito del monstruo de feria

Carlos Boyero

Hay fundadas esperanzas de que la sección oficial se anime en los próximos días, ya que hay directores de contrastada personalidad que prometen emociones fuertes o como mínimo que aparezca la sabrosa polémica, pero hasta el momento la tibieza está ejerciendo el protagonismo, con la excepción de la preciosa Up que abrió gozosamente el certamen.

El director coreano Park Chan-Wook tiene bastante pedigrí entre gran parte del público de los festivales por razones que encuentro entre incomprensibles y marcianas. Admito que al autor de las celebradas Oldboy, Lady Venganza y Soy un cyborg le va la marcha dura, que su obsesión por la violencia extrema y la sanguinolencia es la marca de la casa, pero sus tremebundas historias están contadas con lenguaje chapucero y efectismo intragable. En Thirst este prescindible destroyer aborda el género de vampiros con desmedido afán por ser original y la agresiva expresividad de siempre. Su vocación innovadora consiste en que esta vez el chupasangre es un modélico cura católico cuya vocación misionera se ha prestado a ejercer de cobaya en unos experimentos con virus que se hacen en África. Sobrevive milagrosamente a prueba tan arriesgada, pero a costa de pasar el resto de su compulsiva existencia trepando por las paredes y los techos de los hospitales para beberse la sangre de los enfermos terminales. El antiguo puritano también descubre que se le dispara la libido en cuanto clava los dientes en el cuello de las féminas. Park Chan-Wook acumula delirios con pretensiones no sé si de asustar o de hacer reír. En mi caso no consigue ni lo uno ni lo otro, sólo un deseo notable de que finalice esta tediosa sucesión de majaderías. Es de esas películas en las que a la media hora ya has cambiado de postura en la butaca un montón de veces con la inequívoca sensación de estar perdiendo lamentablemente tu tiempo. Cuando finaliza el abusivo metraje estás convencido de que llevas media vida en la sala.

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Scorsese, al rescate del cine perdido

Jane Campion deslumbró hace 17 años al Festival de Cannes y posteriormente a infinito público (mayoritariamente femenino) con la aún más erótica que romántica historia que describía en El piano. Pero desde aquel éxito espectacular Jane Campion no ha vuelto a levantar cabeza. El permanente cine de época que realiza acostumbra a ser tan correcto como olvidable. En Bright star se centra en la corta y atormentada vida de aquel inmenso poeta llamado John Keats y en su imposible historia de amor con una apasionada vecina que además de no ser excesivamente aficionada a la lírica pertenece a una clase social que condena ese intenso idilio a la provisionalidad. Para entendernos: es cine de campiña inglesa describiendo amores condenados al fracaso. Un género muy respetable que tiene público fijo. Es muy pulcra, está bien contada, pero no deja poso.

Anhelando algo que me pueda sorprender me acerco a la película estadounidense Precious, que se proyecta en la sección Una cierta mirada y sobre la que hay rumores que avalan su calidad. Tienen fundamento. Es tan sórdida como asfixiante, tan veraz como impactante. Cuenta el doloroso calvario de una adolescente negra y monstruosamente adiposa, violada desde pequeña por su sidoso padre con la complicidad de una madre sádica, intentando desesperadamente encontrar alguna razón para seguir viviendo. Todo lo que ves y lo que escuchas es tremebundo, pero nunca gratuito. La odisea de este machacado patito feo para que alguien llegue a respetarla y a quererla, su titánica lucha para poder comunicarse con los demás aprendiendo a leer y a escribir, sus sueños para disfrazar el sufrimiento, la rebelión de la eterna marginada contra sus ancestrales torturadores, posee una capacidad de emoción que te coloca el nudo en la garganta.

Y no entiendes los criterios de selección que condenan a Precious, admirablemente dirigida por el primerizo Lee Daniels, a no figurar en la sección competitiva, con la publicidad, la trascendencia y la visión obligatoria que ésta impone. El descubrimiento merecía la pena. La jornada está salvada.

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