No fuiste un sueño
Terenci. ¿O debería llamarte Terry, Ramón, Ramonet? Tengo dedicatorias de todos ellos. Es decir, de ti, que viviste tantas vidas en un lapso tan corto. Las volvía a leer hace un instante y no podía evitar la sonrisa. Mi diablo burlón. Nacido, como tú dijiste (y hoy los amigos me lo recuerdan) con el don de la alegría. Y de la amistad. Nos conocimos temprano: a mis catorce, a tus quince. Pasó muy rápido. Se nos apareció el Tiempo (te estoy citando: El arpista ciego) y nos comunicó su condena irrefutable. Esto que escribo no es un epitafio, sin embargo. Estás interrumpido, que no muerto. Escribir es un acto de consuelo para quienes hemos sido desconectados de ti. Con objeto de que el cortocircuito no nos hunda.
No he conocido a nadie tan naturalmente libre como tú, tan valiente, tan imprescindiblemente de lujo
Nunca estarás solo. El amor que supiste despertar y alimentar te acompañará como la brisa
Me ha llamado tanta gente, Terenci, me han enviado tantos mensajes por correo electrónico: te gustará saberlo, saber que te querían incluso cuando no habían podido conocerte. Es más de lo que se puede decir de muchas personas, no digamos ya de escritores. La gente, dolorida, se acerca en la calle. "Yo le quería mucho", dicen. Entonces me veo en la necesidad de confortarles y les cuento lo que contaré aquí, que nos encontramos no hace mucho por última vez y que pasamos horas hablando de lo nuestro. De esta guerra horrorosa, que tú repudiabas y condenabas con toda tu fuerza; de Anna Karina, que nos gustaba haciendo de Melisa en la versión de Justine rodada por George Cukor. Del libro que estabas preparando, una nueva entrega sobre tus estrellas favoritas. Habías trabajado mucho en ello. Como siempre: minucioso, documentado, perfeccionista.
En la habitación de la clínica hablábamos. Yo tenía las galeradas sobre las rodillas. "Cuca, hay una foto de Marcello que te volverá loca". Te enorgullecías de haber escogido los mejores retratos. Amabas la belleza y le hacías justicia. Efectivamente, la foto de Mastroianni con veintipocos años y camiseta imperio era muy de mi predilección. Luego repasamos el capítulo dedicado a Sean Connery, comentamos lo mala pero divertida que ahora nos parece Marnie la ladrona, me mostraste la correspondiente imagen atlética de la juventud del actor. "Qué bien envejeció", comentaste, y en aquel momento mi mirada se detuvo un instante en un fotograma de Robin y Marian, incluido en el mismo capítulo, y un pensamiento dañino me envenenó el corazón. "No envejeceremos juntos", me dije, recordando la última escena de la película. Y pasé rápidamente las hojas, para que no te dieras cuenta.
Lo más difícil, Terenci, ha sido abrir un nuevo artículo en mi ordenador para convertirlo en esto, que no es un adiós, porque no hay palabras para definir la ausencia. "No fuiste un sueño", he escrito, citándote, a modo de título de referencia. Porque eso es lo que pretendo decirme, decirnos. Qué suerte tuvimos, demonios, de albergar entre nosotros al chico imprevisto para quien no había un lugar reservado (sigo citándote: tus memorias) y que era tan excepcional que mejoró el mundo que le tocó en suerte. No he conocido a nadie tan naturalmente libre como tú, a nadie tan valiente, a nadie tan imprescindiblemente de lujo.
Hijo de la Barcelona más abierta y luchadora, en donde celebraste "la fiesta suprema de la emancipación", y de Alejandría, y de Roma, y de Tebas, claro. Y del carrer Ponent y del cine Goya, y del Rondas, de Hollywood y de la Metro Goldwyn Mayer. De un barrio que nunca abandonaste, metro más, metro menos. Del mercado de Sant Antoni, tenderetes abiertos del domingo y libros de ocasión. Hijo de tu infancia, sobre todo. Hijo de Egipto y de la necesidad de vencer el olvido.
Hablamos por teléfono hace unos días. Tú bramabas contra la invasión de Irak:
-¿Quieres creer, los de La Moncloa me han mandado una felicitación por el Premio Lara? ¡Y la Del Castillo! ¡Si piensan que les voy a contestar!
Cuando acabe el artículo y apague el ordenador, ¿qué voy a hacer, Terenci? Aparte de maldecir porque ya no podrás conectarte al tuyo, navegar por la Red y buscarme aquellas postales antiguas de Beirut que coloreabas tú mismo. Ramón el Ilustrador ha vuelto, decías, he recuperado mi primera profesión, la de dibujante. El cariño con que cuidabas el diseño de tus libros, la portada...
Te diré lo que voy a hacer. Me acercaré a ese sitio en donde tu ciudad va a ofrecerte su homenaje, y me quedaré quieta, en medio de la tarde más gris de la peor primavera. No te preocupes, Ramón, Ramonet mío, el profundo Nilo de oro y púrpura que tanto amabas ya es tuyo, para siempre. Nunca estarás solo. El amor que supiste despertar y alimentar te acompañará como la brisa. A todos nos dijiste, antes de esto, que nos querías mucho, mucho. En numerosos puntos de tu país se brinda hoy a tu salud, te dan las gracias, criatura del alma.
Cierro los ojos y me parece escucharte al teléfono: nuestras eternas conversaciones adolescentes sobre cine, que tanto encarecían tus facturas. Cierta tarde de agosto te llamé para comunicarte ("con voz entrecortada", escribes) que acababa de enterarme de la muerte de Marilyn Monroe. Fue nuestra enseña generacional. Aquella muerte, aquella vida, y todo lo que tú has explicado en tus libros. Lo que nos marcó y nos hizo como somos.
Han pasado más de cuarenta años. No más que un soplo de arena, rozando apenas la hendida nariz de la Esfinge.
No envejeceremos juntos. No envejecerás, Terenci. Te lo prometo.
Babelia
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