El canon, la propiedad ajena y la equidad
La propiedad intelectual descansa en un principio claro, justo y reconocido, común a otras propiedades: quien quiera utilizar la propiedad ajena debe pedir permiso a su dueño, y la autorización de éste puede significar el pago de un precio. Su aspecto moral, por otra parte, la diferencia de las demás. Pero la aplicación de ese principio fue siempre difícil de adecuar a la realidad social y técnica del momento, en continua evolución, por la naturaleza del objeto protegido, las obras, actuaciones y producciones.
Debido a los avances tecnológicos y al universo digital y la nueva galaxia de medios de difusión y comunicación, la propiedad intelectual lleva años en una crisis que la convierte en propiedad ideal (el ideal jurídico alejado del mercado y prácticas sociales), a veces en propiedad virtual (o teórica, adjetivo muy de moda en el ciberespacio), cuando no en propiedad imposible: los autores, los artistas intérpretes y los productores se las ven y se las desean para defender su propiedad ante los usos lucrativos y mercantiles que hacen los terceros, a escala individual o a escala industrial. Es, sin duda, la propiedad más vulnerable.
La piratería es una cosa y trabajar en el ordenador o llamar por el móvil es otra bien distinta
El canon compensatorio por copia privada fue reconocido en España en la Ley de 1987, y gravaba cintas vírgenes de vídeo y de audio, aparatos de grabación de vídeo y audio, así como fotocopiadoras. La fijación de las tarifas se remitía a un acuerdo de las partes interesadas (fabricantes deudores y entidades de gestión de derechos) que nunca llegó. Por eso, en 1992, se reformó la ley para adoptar el sistema alemán de fijación legal de la tarifa, además de otros extremos que hicieron posible que el canon empezara a cobrarse y a pagarse. A pesar de los morosos, hubo un cierto grado de cumplimiento, que demostró eficaz la reforma de 1992.
La razón de ser del canon residía en compensar a los titulares de derechos por las posibles pérdidas o descenso de ventas de taquilla o de ejemplares de libros, vídeos y discos, a cargo de quienes se lucraban vendiendo material y aparatos de grabación que hoy llamamos analógicos. Ya entonces se puso de relieve que esta norma obligaba al pago también a los que no fotocopiaban material protegido, sino sus propios documentos, o quien grababa en vídeo sus propias creaciones o sus fiestas y viajes familiares.
Con la revolución digital de los noventa, todavía en curso, crecieron tanto las posibilidades de grabación de contenidos protegidos, en todo tipo de formatos, como el número de personas que se comunicaba privadamente por Internet, se prestaban discos por vía digital o que archivaban sus propias fotos y sus propios trabajos, escolares, universitarios o profesionales. La fisura social entre usuarios de soportes digitales y acreedores del canon se agrandó. En 2001, la directiva europea, que reforzó la protección de la propiedad intelectual en Internet, sólo mencionaba una compensación equitativa por la copia digital. En España, por ello, la Ley 23 de 2006 amplió los supuestos sujetos a canon por copia privada, también a copias o presuntas copias digitales.
La semana pasada se ha alcanzado un acuerdo entre los ministerios de Industria y Cultura, que tiene ramificaciones políticas, sociales y electorales indudables, como algún problema constitucional y legal. La fecha no ha podido ser más inoportuna para el Gobierno, a tres meses de las elecciones y con un colectivo contrario al canon muy militante y movilizado. En el plano jurídico, se ha resaltado, primero, la cuestión constitucional: ¿es lícito que se grave a un particular por el no uso de la propiedad ajena? Porque todos los que compren un CD virgen pagarán el canon compensatorio, aunque no graben ningún repertorio protegido y sólo elaboren o archiven documentos propios de su creación. Estamos ante un gravamen que remunera la propiedad ajena en abstracto, no ante un impuesto ni una tasa, para ser destinado a un fondo común, redistributivo de la renta, de financiación de servicios públicos o de socialización del riesgo de enfermedad y accidente, como sucede con los tributos o con la Seguridad Social, o el seguro privado. Pues el canon debe pagarlo incluso quien no utiliza la propiedad ajena, no sólo los asegurados, potenciales beneficiarios del seguro, público o privado, o los ciudadanos, usuarios de bienes y servicios públicos.
En segundo lugar, resulta llamativo que ni Congreso (al aprobar la Ley 23/2006) ni Gobierno (al alcanzar este acuerdo de adviento de 2007) han sabido explicar bien a sus electores por qué obliga a todos los ciudadanos y por qué puede ampliarse, mediante una Orden, a supuestos no previstos en la ley (el disco duro, el canon más caro, y el teléfono móvil, el más llamativo de todos). Lo que autoriza la Ley, en su artículo 25.6, no tiene precedentes (gravámenes sobre la propiedad ajena establecidos en una orden ministerial, cuyo contenido se desconoce al aprobarse la ley) y hay más de una duda sobre la procedencia de esta norma en blanco: ninguna norma tributaria llega tan lejos.
Este nuevo canon por los móviles no grava la melodía de tono del teléfono, que ya paga derechos, sino el hecho potencial de que pueda reproducirse música o audiovisual por el móvil porque tiene dispositivos reproductores. Una vez más, se presume que todo ciudadano -hay más móviles que habitantes- copia en privado o infringe derechos de autor, de pensamiento, palabra, obra y omisión. Debe compensar por ello, pagando el canon. El rechazo de esta norma es grande y sus consecuencias políticas, imprevisibles. A día de hoy, no todo ciudadano que compra un cuchillo jamonero u otro de cocina, instrumento potencial de un delito, deberá pagar una compensación o seguro por si acaso, por culpa o por dolo, llega a herir a alguien, sino cuando lo haga efectivamente.
Nadie duda que la piratería intelectual es una lacra que está asociada a otras mafias y genera ilegítimos y cuantiosos daños a productores, autores y artistas. Pero la piratería es una cosa y trabajar en el ordenador, llamar por móvil a la familia, o retratarla en la entrañable Navidad o en la primera comunión es otra bien distinta. Es muy justo que los autores y demás titulares cobren por el uso lucrativo de su propiedad, pero no tanto que 45 millones de habitantes paguen por la potencial, eventual o hipotética copia privada, que nunca harán. Nunca tantos hicieron tanto por tan pocos.
Por último, la aplicación del principio se traduce en dinero: la ley exige que las tarifas que gravan con derechos de autor los usos presuntos de propiedad intelectual ajena sean equitativas. El vigente artículo 25 de la Ley exige que la compensación por copia privada sea "equitativa y única", porque así lo han querido las Cortes Generales.
Aunque el trabajo de Cultura y de Industria ha sido muy meritorio y muy difícil, una orden ministerial tiene la presunción de legalidad, en lo que no se extralimite de la autorización del Congreso, en la Ley 23/2006. Pero no goza de la presunción de equidad, mientras el consumidor final pague un gravamen de derecho privado, no destinado al erario público, por no usar la propiedad ajena. El juicio de equidad deberá estar apoyado en estudios económicos, en lo que a cuantía se refiere, respecto a los que sí hacen copias privadas digitales, pero el ciudadano que paga por no usar la propiedad ajena, no paga, por definición, compensación equitativa alguna.
José M. Rodríguez Tapia es catedrático de Derecho Civil de la Universidad de Málaga.
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