El autor oculto
Los dos primeros libros que recuerdo haber leído fueron una edición aligerada de Robinson Crusoe y una expurgada de Las mil y una noches. Antes hubo otros: cuentos, historias infantiles, álbumes de tebeos. Pero de aquellos dos conservo una memoria intensa y nada nebulosa, tejida con la magia de muchas tardes consumidas descifrando en soledad signos que me conducían lentamente a un sentido, desvelándome una historia que, con mi esfuerzo, conseguía desplegar ante mi imaginación, y de la que, por ello mismo, también me sentía autor. Si no hubiera sido por mi empeño de lector, aquel camino que otros habían trazado negro sobre blanco habría permanecido mudo, infranqueable. En cierto modo, yo era como una partera: leer era también crear, dar vida a aquellas historias inmortales.
Los traductores son fundamentales en la transmisión del saber
Entonces no era consciente de que, además de quien los había imaginado y escrito, aquellos libros cuya lectura tantos placeres me proporcionaba tenían otro autor oculto. Tanto Robinson como Las mil y una noches (de la que leí una adaptación de la edición francesa de Antoine Gallant) habían sido escritos originalmente en lenguas diferentes a la mía, lenguas que yo no podía entender, por lo que habían tenido que ser reescritos para mí por otros que sí podían hacerlo. Alguien que, después del autor, pero antes que yo, los había leído, y que había tenido que tomar decisiones fundamentales para poder comunicarme sus secretos ocultos sin que el relato original perdiera demasiado en el viaje de llegada.
Cuando leo, por ejemplo, Estambul o Tokio blues o Corrección -textos que no sabría leer sin mediación- no puedo evitar preguntarme cuánto de lo que en ellos leo pertenece a Pamuk o a Murakami o a Bernhard, y cuánto a Rafael Carpintero o a Lourdes Porta o a Miguel Sáenz. Qué debo al autor y cuánto a los que pusieron su obra a mi alcance. Los traductores -se ha repetido hasta la saciedad- han sido desde siempre elementos fundamentales en la transmisión y universalización del saber. Y, sin embargo, uno no deja de tener la impresión de que ese reconocimiento se da demasiado por supuesto, de que tiene algo de impostado, de declaración de buenas intenciones que no siempre se plasma en esa clase de convicción profunda que cambia hábitos y modifica conductas.
Me refiero, por ejemplo, al explícito reconocimiento editorial del traductor como coautor del libro en la lengua de llegada. La mezquindad con que todavía muchos sellos (incluso literarios) disimulan su nombre -confinándolo a la portada interior y la página de créditos, en vez de estamparlo en la cubierta- me resulta inexplicable. Se diría que el editor se avergüenza del traductor, que no desea concederle excesivo protagonismo, por si acaso. Por supuesto, una actitud semejante tiene que ver con la consideración editorial del traductor, con el regateo a la hora de negociar tarifas (hace tiempo congeladas), con la reticencia a pactar regalías que le permitan participar en el pastel de los beneficios, especialmente en el caso de que el libro que tradujo se convierta en un best seller.
El nombre del traductor debe figurar en la cubierta del libro. Su visibilidad es imprescindible como reconocimiento y como elemento de información al lector-consumidor. La manida excusa de los "imperativos" gráficos es pura filfa. Cuando Jaime Salinas, maestro de editores, encargó a Enric Satué el diseño de la segunda Alfaguara, uno de los "imperativos" fue precisamente que el nombre del traductor figurara bien claro en los paratextos de la cubierta. En los setenta esa decisión creó escuela y hubo algunos sellos (literarios) que la adoptaron. Pero hoy parece que en ese aspecto hemos retrocedido. Se diría que, para ciertos editores, el traductor es como ese pariente incómodo que se evita presentar a los amigos. Dándole la vuelta al viejo tópico, ahora el traductor es el traicionado.
Babelia
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