El arte psicótico de Martín Ramírez
El Reina Sofía dedica una retrospectiva al enigmático pintor y jornalero mexicano
Resulta arduo separar el mito de la realidad en la historia de la leyenda del arte psicótico de Martín Ramírez, jornalero mexicano sin estudios, fallecido en 1960 a los 75 años tras pasar las últimas tres décadas de su vida en el hospital estatal De Witt, en Auburn (California), bajo diagnóstico -probablemente equivocado- de tuberculosis, trastorno maniaco depresivo, esquizofrenia catatónica y sordomudez. La exposición que con el título Marcos de reclusión le dedica desde esta semana el Museo Reina Sofía es una invitación a deslizarse por la espiral de 60 de sus dibujos abismales, intrigantes y poderosos en pos de su misterio y, al mismo tiempo, a esclarecer algunos de los malentendidos que rodean a este artista y al resto de los que las enciclopedias colocan en la categoría de arte marginal o primitivo, art brut o pintura de enfermos mentales.
Roberta Smith: "Sencillamente es uno de los grandes del siglo XX"
En esto último confía Brooke Anderson, entusiasta comisaria de la exposición, directora del Centro Contemporáneo del Folk Art Museum de Nueva York y detective de todo lo de Ramírez. Aún recuerda cómo en los ochenta, cuando era una estudiante apasionada por la cara B del arte norteamericano, "se contaban toda clase de mitos sobre él". "Se decía que escondía sus dibujos, que se forraba con ellos para ocultarlos bajo la ropa, que era sordo, mudo o ambas cosas, chileno o de alguna parte de Arizona. La perfecta cristalización del outsider americano", explica mientras camina de un lado a otro entre los cuadros aún por colgar de las paredes del palacio Villanueva, antiguo y siniestro hospital, lugar propicio para el arte de Ramírez.
Gran parte del mérito de situar al artista en el terreno de la realidad que supera la ficción corresponde al sociólogo mexicano Víctor M. Espinosa, quien, fascinado en los noventa por la visión de los dibujos del artista, se dedicó al esclarecimiento de sus circunstancias psicobiográficas. Se sabe que Ramírez nació en Los Altos del Jalisco. Que, padre ya de cuatro hijos, emigró en 1925 a California y que un año después creyó erróneamente que el rancho y su familia entera había sucumbido a la revolución cristera, que enfrentó a los católicos con el anticlericalismo del presidente Plutarco Elías Calles. La Gran Depresión lo empujó a finales de los años veinte a vagar como parte de un ejército de fantasmas inadaptados sociales por las cunetas de California. La policía del Estado lo detuvo en 1931 por "comportamiento errático" y lo recluyó en un hospital de Stockton. Si estaba realmente loco o "sólo fue una víctima del racismo" (es la teoría de Anderson) es algo que no ayudan a dilucidar su casi nulo conocimiento del inglés, las escasas dotes sociales, el extravío de sus expedientes médicos y la ruptura de relaciones con su familia.
Sus descendientes (le sobrevive una nieta y un puñado de biznietas repartidas por Norteamérica) no tuvieron siquiera conocimiento de su existencia desde que dejaron de llegar las cartas -mucho menos aún de su extraordinaria peripecia artística- y hasta que el Folk Art Museum de Nueva York dedicó a Ramírez una sensacional muestra que se convirtió en un acontecimiento. "Simplemente es uno de los grandes artistas del siglo XX", escribió Roberta Smith, la por lo demás escasamente obsequiosa crítica de The New York Times. Peter Schjeldal sentenció en The New Yorker: "Martín Ramírez es uno de mis artistas marginales favoritos. De hecho, es uno de mis artistas favoritos y punto". Con esa contundencia se cerraba el viaje hacia los libros de historia de Ramírez, cuyos dibujos, pintados sobre papeles que él mismo construía con pasta de patata, saliva y otros detritus, eran destruidos en los años cuarenta por los guardas del hospital, temerosos de que transmitiesen la tuberculosis.
En la historia de la consagración del artista resulta fundamental el personaje del finlandés Tarmo Pasto, profesor visitante de psicología y arte y estudioso del trabajo del psiquiatra alemán Hans Prinzhorn, que catalogó el arte marginal a principios del siglo XX (los esquizofrénicos no pintan igual que los maniacos o psicópatas, sostenía) para convertirlo en pariente de las vanguardias (de Dubuffet a Klee; de Max Ernst a Paul Éluard).
Pasto alentó el trabajo de Ramírez, le proveyó de materiales para plasmar con trazo hipnótico su universo en papel (trenes, túneles, jinetes, iglesias y otras obsesiones de la añoranza del inmigrante) y atesoró 300 de sus creaciones; el reciente descubrimiento en un garaje de un centenar largo de piezas ha situado el catálogo del artista en 600 dibujos. La colección Pasto fue adquirida en 1971 por el artista de Chicago Jim Nutt y la galerista Phillys Kind, que, bajo la etiqueta de provocador art brut, introdujeron a Ramírez en el mercado.
Hoy, un ramírez de los voluminosos puede rondar los 100.000 dólares. Su nieta María Ramírez Miller y su biznieta Josie Alonso han perdido todo vínculo tangible con el negocio de su antepasado. Y sin embargo, ayer volaban desde Norteamérica a Madrid para acompañar a la exposición en su primera parada en Europa. Mañana harán una visita privada a la muestra. Es de esperar que también se topen con el pasado que creyeron haber perdido.
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