El año que vivimos retrospectivamente
La crisis económica, el súbito viaje a la nostalgia que permite Internet y el pasado como valor de salvavidas alimentan un creciente revival en el mundo creativo
Acabó el año cultural, proliferaron las listas de repaso a sus frutos y entre el coro discordante emergió un claro triunfador: el pasado. Sobran los ejemplos: mientras The artist, ¡una película en blanco y negro muda!, figura en las quinielas de los Oscar, la más ¿novedosa? aportación estilística de la música resultó ser un mejunje de referencias que llaman pop hipnagógico y se basa en los ecos de las producciones de los 80 procesados con la atención del duermevela. Libertad, de Jonathan Franzen, se vendió como "la gran novela decimonónica del siglo XXI" en su invocación a Dostoievski. Y entretanto, la gastronomía, motor de democratización de la modernidad, se descolgó con un sorprendente ejercicio de contrición al glorificar la comida de la abuela, mientras el hipster, último paradigma del joven enterado, decidió que su barba rescatada del baúl de los recuerdos solo debía ser cuidada por los veteranos artesanos del corte a cuchillo.
El triunfo de Adele y sus canciones inspiradas en los 60 es un paradigma
Se podría argumentar que la cultura del eterno revival es cosa vieja, tan vieja al menos como el siglo. Por no decir, como Marco Aurelio o Hegel, que ya detallaron sus tentaciones. Acaso la diferencia resida en que vivimos el paroxismo de una tendencia que ha hecho saltar las alarmas teóricas. 2011 comenzó en el terreno de los retroestudios culturales con la publicación de Retromania (Faber and Faber), libro del crítico británico Simon Reynolds sobre la obsesión de la cultura pop con su propia herencia, y terminó con un artículo en la edición estadounidense de la revista Vanity Fair. Firmado por Kurt Andersen, detallaba, con fotografías en las que se afeaba a Lady Gaga su escasa aportación al discurso de Madonna, la incapacidad de la cultura a secas de las dos últimas décadas para proyectarse hacia el futuro en un mundo por lo demás marcado por los vertiginosos cambios sociales y tecnológicos. El novelista se refería al pasado como a un país extranjero sin iPhones, redes sociales y el resto de lo que súbitamente ha venido a configurar nuestras vidas.
Pero ¿a qué se debe tanta esclerosis creativa? ¿Por qué la cultura solo parece tener ojos últimamente para fijarlos en el retrovisor? Podría ser pura comodidad. "Se busca desesperantemente el confort en el pasado, cuando no en lo meramente entrañable, como demuestra la fiebre del diseño por lo vintage", explica el escritor Julián Rodríguez, editor también de Periférica. Paradigma de la joven editorial, el sello se identificó en sus primeros compases con la sintomática tribu de los reeditores, casas que basaron (y basan) su oferta en el rescate de clásicos por razones estéticas o puramente económicas; desde hace un par de años, Periférica se atreve también con nuevos autores.
En esa comodidad hay también un ingrediente de conservación, coinciden los expertos, acaso disculpable; en medio de la crisis económica el pasado se identifica con lo auténtico, con una tabla salvavidas en medio de la tormenta de ese progreso que ya dejó de ser sinónimo de mejora. Nadie está para demasiadas alegrías. Menos, si, como decía el crítico de arte Harold Rosenberg, padre del expresionismo abstracto, "todo arte profundamente original es, en un principio, percibido como feo". Y lo feo, ya se sabe, no vende a la primera. Andersen achaca estos síntomas al hecho de que, "como cualquier otro sector capitalista, la gigantesca industria de la cultura y el estilo busca lo estable y predecible".
"Todo el mundo quiere triunfar y, para innovar, debe haber gente dispuesta a no hacerlo. Por eso parece que volvamos siempre a lo mismo, porque avanzar es arriesgar", explica Thomas Frank, crítico cultural estadounidense. El extremo podría ilustrarse con el triunfo de Adele, autora de 21, el álbum más vendido en 2011 con más de siete millones de copias. Su fórmula no se despega demasiado de la música de los años 60 que la inspira. "En la música, la ideología de la modernidad se hallaba en pleno corazón del discurso más popular, y alcanzó a los artistas más exitosos de la historia. Desde Pink Floyd hasta The Police", afirma Reynolds. "Eso pasó. De la parálisis reinante nace el concepto de la atemporalidad, tan en boga. Ya no puedes detectar la época en que fue concebida una canción".
Quizá porque, como reconoce Andreas Huyssen, cofundador de la New German Critique y autor de Modernismo después de la posmodernidad (Gedisa), hay un elemento que ha venido a distorsionar el discurso lineal de pasado que progresa en el presente para proyectarse al futuro: Internet. "Paradójicamente, los nuevos instrumentos", aclara Frank, "se utilizan para afianzar viejos sistemas, no para crear nuevas perspectivas". La Red no solo posibilita acceder de un modo inmediato al archivo universal, sino que permite recrearse en la nostalgia (propia o ajena), imitar gracias a YouTube sus ademanes y volver sobre lo mismo una y otra vez. Como aquel personaje de Woody Allen en Midnight in Paris, una de las películas que marcaron el año que vivimos retrospectivamente. Ya saben, ese tipo en crisis que solo hallaba consuelo viajando cada noche al París de los años 30, el pasado de su elección.
Babelia
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