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Adiós al gran enigma de las letras estadounidenses
Columna
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El aire del 'New Yorker'

Antonio Muñoz Molina

En una medida que tal vez no pueda calibrarse fuera de los Estados Unidos, el estilo y el tono narrativos de J. D. Salinger tienen mucho que ver con el aire editorial de The New Yorker, la revista semanal en la que se publicaban sus relatos antes de ordenarse en libros. La preferencia por el laconismo sobre la abundancia, por la ironía sobre la gravedad, por situar sus historias en los ambientes de una clase media cultivada, que en realidad se parecía mucho al público lector de la revista, son marcas de estilo que están en los cuentos de Salinger igual que en los de John Updike y John Cheever, aunque cada uno las adaptó a su propio carácter y se vio afectado de manera diversa por sus ventajas y sus limitaciones. En la narrativa americana hay una tradición de desmesura, no siempre ajena a los aspavientos de la arrogancia masculina: Hemingway, Faulkner, Thomas Wolfe, Mailer, Roth, Bellow. Frente a semejante torbellino de imaginaciones desatadas, dispuestas a contarlo y a nombrarlo todo incurriendo si hacía falta en el desgarro, en el exhibicionismo y la obscenidad, los escritores del New Yorker se ciñeron más o menos voluntariamente a una poética de la contención y la sugerencia, que en el caso de Updike equivalía a su manera natural de escribir, pero que Salinger y Cheever sometieron con frecuencia al máximo de tensión posible y permitida. Less is more podía ser el principio editorial del New Yorker, igual que el de Mies van der Rohe, pero también puede suceder que menos sea, simplemente, menos, al someter el talento narrativo a presiones tan fuertes que lo malogren o lo vuelvan estéril. Detrás de la superficie limpia de cada historia de Salinger hay esa negrura que lleva a su héroe Seymour Glass al suicidio en un día perfecto de playa o al Holden Caulfield al psiquiátrico: una negrura no muy alejada de la que nos sobrecoge en los cuentos de joviales matrimonios de John Cheever devorados por dentro por un resentimiento del fracaso alimentado de alcohol y exasperación. Pero Cheever acabó transgrediendo las normas de decoro del estilo New Yorker y escribió con una verdad y una desvergüenza que hicieron posibles sus mejores obras tardías, el largo cuento El nadador, la novela Falconer, en la que se atrevió a contar con magnífica libertad la pasión homosexual que había escondido durante toda una vida. Salinger eligió otro camino. Menos fue más durante algunos años, pero luego fue más y más siendo menos, hasta acabar en el silencio. Pero está bien callarse cuando uno no tiene nada más que decir.

Menos fue más durante un tiempo, hasta acabar en el silencio
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