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LOS JUEVES, INVITADO
Columna
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Woody Allen, ese catalán

Vicente Molina Foix

Hay personas a las que les gusta, incluidos algunos de mis amigos, y la gente llena los cines, como era de esperar. Pero esto no es una crítica de Vicky Cristina Barcelona, sino un breve comentario sobre las identidades y las lenguas de España vistas por Woody Allen. Vicky, según el narrador irónico de la película, viaja a Barcelona con su amiga Cristina para estudiar "la identidad catalana", y lo que puede sonar a broma de Woody parece substanciarse con las abundantes visitas que las dos norteamericanas hacen a la Fundación Miró, al parque de Montjuïc, a la Sagrada Familia y a otros lugares santos del culto a Gaudí. Mientras tanto, las chicas circulan por una ciudad que, más allá de sus monumentos, resulta un lugar fantasma donde lo catalán pertenece al pasado, los catalanes figuran como comparsas (¡esos amigos del pintor protagonista Juan Antonio Gonzalo, nombre, por cierto, tan de la tierra!) y nadie pronuncia una sola palabra en la lengua autóctona. De hecho, para tener alguna esencia catalana hay que trasladarse (en avioneta) a Oviedo, donde comparece el más ultraterrestre de todos los personajes de esta comedia costumbrista: el padre de Juan Antonio, anciano dotado, él sí, de un fuerte acento catalán. También en Oviedo, entre los muchos rasgueos de la guitarra -suponemos que panhispánica- de Paco de Lucía, se oye una canción popular catalana.

La excursión asturiana es corta, levemente prerrománica y sin gaitas. Y es que la película de Allen, en contra de lo que ha sugerido algún crítico benévolo, más que a los romances de turistas americanos por Europa (los clásicos de Negulesco o Wyler) se acerca a las películas españolas de jóvenes casaderas unidas por su oficio, en este caso el del arte. Lo afirmo estando casi seguro de que Allen no ha visto los modelos de cine de barrio que, sin saberlo, imita: Las chicas de la Cruz Roja, Muchachas de azul o El día de los enamorados, y sin que los nombres de sus directores, Pedro Lazaga, Rafael J. Salvia o Fernando Palacios, le digan nada.

Pero volvamos a las identidades. Producida en España y subvencionada por una amplia lista de instituciones públicas de varias comunidades, Vicky Cristina Barcelona, pese al vacío catalán y astur del que adolece, sí cuenta con dos actores rabiosamente nacionales, Javier Bardem y Penélope Cruz. Ellos son, y no me ciega el patriotismo, lo más hilarante de la película cuando mezclan inglés y castellano y, con sus inimitables voces, animan mucho el galimatías amoroso. El productor de la película, Jaume Roures, en un gesto que podríamos calificar de catalanismo en pos-producción, ha pedido al público de Cataluña que, sacrificando el placer de oír a Cruz y Bardem, vea la versión en catalán, que es, en el 90% de las copias, la que allí se exhibe. Ahora bien, la anomalía suprema de esta película marciano-española es que también en el resto del país la mayoría de los espectadores ha de verla en una versión que, más allá del doblaje del inglés, ha perdido lo único genuino que tenía: las voces de Penélope y Javier.

Preguntados en San Sebastián, tanto el director como Bardem eludieron el bulto, que es marrón; al actor no le gusta doblarse a sí mismo en estudio, y Allen se desentiende de las versiones locales. Con lo que tengo la impresión de que los ciudadanos del país que ha hecho posible Vicky Cristina Barcelona ignoran que pagan por ver un producto sin identidad y sin lengua propia. Ni siquiera la común.

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