Vera hace su 'Agosto'
Vi Agosto (August: Osage County, 2007) la temporada pasada (uno de los mayores éxitos del Nacional catalán), dirigida por Sergi Belbel, y el texto de Tracy Letts me convenció poco, pese al grandísimo trabajo de Anna Lizarán y Emma Vilarasau. Se estrenó la noche del miércoles en Madrid, en el Valle-Inclán, a las órdenes de Gerardo Vera, y ahora me seduce mucho más. Tanto la compañía del Nacional (donde, por cierto, se repondrá en breve) como la del Valle-Inclán son espléndidas. ¿Qué ha cambiado? El enfoque. El tono. Agosto, que le valió a su autor el Pulitzer, cinco Tonys y un éxito mundial, es un melodramazo de aúpa (Más Dallas que Oklahoma, titulé entonces) con abundantes toques de humor negro, modalidad Familia Que Se Despedaza, con un pie en Tennessee Williams y el otro en los góticos flamígeros de Minnelli, pero acogotado por el peso de la púrpura: tiene tantas ganas de ser la Gran Obra Americana de la década que está a punto de fallecer de sobredosis. Hay en Agosto muy buena carpintería pero exceso de temas, exceso de personajes, exceso de duración (3 horas 45 minutos con intermedio), y exceso de lo que suele llamarse golpes de teatro (enfrentamientos, giros, y revelaciones, a menudo rozando el folletín).
AGOSTO
Texto: Tracy Letts. Dirección: Gerardo Vera. Intérpretes: Amparo Baró, Carmen Machi, Antonio Gil. Versión de Luis García Montero. Teatro Valle-Inclán, Madrid. Estreno: 7 diciembre del 2011.
Baró y Machi combinan la réplica hilarante y la mirada que te parte el alma
Belbel plantaba cacharrerías ante todos los toros del texto, y conseguía muy agradecidos cataclismos dramáticos a costa de que la función pareciera un poco La parada de los monstruos, mientras que Vera ha optado por tratar a la disfuncionalísima familia Weston como si fueran la gente más normal del universo o, dicho de otro modo, ha trabajado sus conflictos torciendo el cuello a todos los efectos posibles. Ambas opciones son válidas, pero prefiero la segunda: se atemperan los cantados desparrames y se consigue más credibilidad narrativa, un tempo mucho más pausado y razonable (cada escena respira a su propio ritmo) y, en definitiva, mucha más verdad humana.
Detallemos los regalos. El Agosto del Valle-Inclán, en esmerada traducción de Ana Riera y ceñida versión de Luis García Montero, supone el esperado retorno a las tablas de la enorme Amparo Baró (la terrible matriarca Violet Weston, devorada por el cáncer, las pastillas y la mala entraña) y un mano a mano de órdago con la descomunal Carmen Machi, que interpreta a Barbara, su hija mayor, lúcida, apasionada y multiabandonada. Ver a estas dos actrices juntas no se paga con dinero. Ver como sus personajes se escuchan, se miden, se retan, se quieren o se detestan, provoca, cosa muy infrecuente, la sensación de que conocemos toda su historia, todo el tiempo transcurrido, todas las ocasiones perdidas entre ambas: ese segundo tiempo, que es el esencial, tan difícil de atrapar en un escenario. Podría escribir páginas y páginas sobre sus grandes momentos: la ferocidad seca de Baró durante la cena, cortadas de raíz las tentaciones de hacer de Bette Davis; la contención sentimental (duplicadora de emoción) de su relato de las botas de Raymond Qualls; su exacta combinación de aniñamiento y maldad en la revelación final. Y el crescendo de santa ira de la Machi, y los enfrentamientos, entre el rencor y el anhelo amoroso, con Bill, su marido (Antonio Gil, impresionante de justeza, sin una nota falsa), y el maravilloso reencuentro con el policía Gilbeau (Chema Ruiz, muy bien), y no detallo más escenas para no destriparlas pero sí quiero resaltar (¡cómo si hiciera falta!) esa superlativa habilidad que exhalan Amparo Baró y Carmen Machi a la hora de combinar la réplica hilarante y la mirada que te parte el alma.
Hay muy pocas actrices de esa casta y con ese don, y hay en Agosto un reparto femenino como pocas veces he visto: Sonsoles Benedicto en el papel de su vida como la demoledora Mattie Fae; Alicia Borrachero como Ivy, la hermana sometida, ávida de amor y libertad (aunque cuesta creer que traten de patito feo a semejante guapaza); Clara Sanchis (Karen, la hermana "de Miami"), a caballo (ambas en versión joven, claro) entre Conchita Montes, en su mezcla de chispa y artificio, y Frances Conroy, el torbellino pelirrojo de A dos metros bajo tierra; Marina Seresesky (clavada, por cierto, a Buffy St. Marie) como Johnna, la sabia sirvienta cheyenne; y por último pero nunca en último lugar la cada vez más deslumbrante Irene Escolar (¡ah, las escenas con Johnna! ¡Y la escena del porro!) como Jean, la adolescente hija de Barbara y Bill, sin un cliché, pura naturalidad y frescura. ¿Hay más? Sí, hay más. Ahí está Markos Marín, un joven actor con luz, con emoción, que además canta estupendamente, y que interpreta a Charles Junior lejos, muy lejos, del temible estereotipo de muchacho retrasado.
Creo, y lamento decirlo, que todavía no acaban de estar bien perfilados los personajes de Beverly Weston (Miguel Palenzuela), Charlie Aiken (Abel Vitón) y Steve Heidebrecht (Gabriel Garbisu), pese a la veteranía de sus intérpretes: me parecen demasiado arquetípicos el alcoholismo del primero, la bondad, un tanto de enanito de Blancanieves, del segundo, y la zorrería chulesca del tercero; y hay, para mi gusto, demasiada gesticulación innecesaria (es decir, demostrativa) en los tres. El espectáculo está cuidado al detalle: la gran casa, cálida y sin exhibicionismos, de Max Glaenzel; las filmaciones de Álvaro Luna (las películas de familia, los cielos de la llanura), y esa estupenda banda sonora (Roc Mateu) que combina a Dylan y Clapton con las atmósferas románticamente agónicas de Badalamenti. Agosto es de lo mejor que ha dirigido nunca Gerardo Vera. No, corrijo: lo mejor. Al acabar se desató una torrentera de aplausos y vítores: pese al cansancio hubiéramos seguido en el Valle-Inclán varias horas más. Será, está cantado, un gran éxito.
Babelia
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