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París rinde homenaje al genio mutante de Miles Davis

La ciudad que tanto amó el músico, le dedica una exposición que recorre su vida

Antonio Jiménez Barca

En 1949, con 23 años, un casi juvenil Miles Davis salió por primera vez en su vida de Estados Unidos y viajó a París junto a su maestro de entonces, Charlie Parker. En aquel primer viaje vivió una aventura con Juliette Gréco, conoció a Boris Vian y las cavernas existencialistas de Saint-Germain-des-Prés y fue recibido y considerado, también por primera vez en su vida, como un verdadero artista y no como un trompetista de variedades. Siete años después volvió y en una sola noche grabó la inquietante banda sonora de la película Ascensor para el cadalso, de Louis Malle. En julio de 1991, viejo, cansado y enfermo, pocos meses antes de morir, regresó de nuevo a la ciudad que había visitado tantas veces para ofrecer un concierto al aire libre en el que, por primera vez en su carrera profesional de incansable innovador, incluía temas del pasado y se ayudaba de amigos-músicos de otras épocas. Más que un concierto, aquello fue un testamento sonoro del más conocido músico de jazz del siglo pasado.

Uno de los espacios está dedicado a 'Kind of blue', una joya del jazz

Ahora, a unos metros del lugar en el que se celebró aquel recital, en el Museo de la Música, París, la ciudad que tanto amó Davis, le devuelve el homenaje con una exposición inaugurada hace días, consagrada a su figura y titulada We want Davis.

A lo largo de un recorrido cronológico, el visitante descubre los inicios del trompetista en Sant Louis como hijo de un dentista de clase media y de una madre que quiso que el pequeño estudiara violín. Después, los primeros pasos del músico que acompañaba a las figuras de entonces, Charlie Parker y Dizzy Gillespie.

Hay cientos de fotos de todas las épocas, en blanco y negro o en color, con Davis vestido de jazzman impecable y de hippy, de elegante músico de estudio o de estrambótico astro de los años setenta. Hay portadas de discos, partituras, notas manuscritas o telegramas (muchos reclamando dinero), varias trompetas, un putching-ball que utilizaba para sofocar su amor al boxeo y algunos emocionantes testimonios grabados de quienes le conocieron. René Urtreger, un pianista francés que trabajó con él en París en los tiempos de Ascensor para el cadalso, recuerda en un vídeo: "Una noche, después de acabar el concierto, mientras los camareros terminaban de limpiar el bar, me senté al piano y toqué la Fantasía 66 de Chopin. Davis se acercó silenciosamente y me dijo en voz baja: daría un brazo por componer algo así".

La exposición no se limita a esto. "Estamos en el Museo de la Música, así que tiene que haber música", explica el comisario de la muestra, Vincent Bessières. Así, en unas cámaras espaciales, insonorizadas, cómodas, el visitante escucha piezas maestras de Davis. Una está consagrada al disco de jazz más famoso de todos los tiempos, Kind of blue, esa joya grabada en dos días -hace hoy 50 años- en la que participaron, como en una conjunción astral irrepetible, además de Davis, el pianista Bill Evans y el saxofonista John Coltrane. El aficionado escucha sin parar los ensayos que no salieron bien, las tomas falsas o los principios desechados.

La exposición asiste a la evolución imparable de Davis, su genio mutante, su acercamiento a los instrumentos eléctricos, al rock, al funky, al pop, a todo de lo que se sirvió para rehacer constantemente su música. De la misma manera que aprendió de sus viejos maestros Charlie Parker o Lester Young, supo apropiarse de lo que le ofrecían los discípulos, los músicos jóvenes que tocaban con él y que llegaban de otra época.

También aporta datos del carácter explosivo de Davis, de sus manías de divo, y hay una sala dedicada a su etapa más negra: la depresión en la que se hundió a finales de los setenta, que le duró años, durante la cual se encerró en su apartamento de Nueva York con las cortinas echadas, en una oscuridad total sólo mitigada por el resplandor licuado del televisor, cuando necesitaba 500 dólares (unos 330 euros) al día para cocaína. También hace referencia a su lucha racial, a su orgullo de músico considerado por sí mismo un genio más allá del color de su piel. E incide en sus contradicciones: un día, la mecenas de tantos músicos de jazz, la condesa Pannoica Koenigswarter (en cuya casa murió Charlie Parker viendo la televisión), pidió a Davis que le dijera tres deseos. Se conformó con uno: "Ser blanco".

La exposición termina en una última sala insonorizada, que reproduce continuamente aquel último concierto-testamento que ofreció en París en 1991.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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